Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

—Uno que ame la tradición, a quien no le importe correr riesgos para conseguir una gran recompensa —dijo otra voz.

Ésta parecía surgir de un estuche redondo de cuero negro que el encapuchado llevaba bajo el brazo.

—Ah —asintió Rincewind—, eso reduce las posibilidades, claro. Supongo que hay de por medio un azaroso viaje hacia tierras desconocidas y probablemente peligrosas.

—La verdad, sí.

—¿Y enfrentamientos con criaturas exóticas?

—Podría ser.

—¿Y una muerte casi segura?

—Casi segura.

Rincewind asintió y recogió su sombrero.

—Bien, te deseo toda la suerte del mundo en tu búsqueda —dijo—. Me encantaría ayudarte, pero no tengo la menor intención de hacerlo.

—¿Qué?

—Lo siento mucho. No sé por qué, pero la perspectiva de una muerte casi segura en tierras desconocidas bajo las garras de monstruos exóticos no me atrae. Ya lo he probado, y no le cogí el gusto. A cada uno lo suyo, es lo que siempre digo yo, y estoy especialmente dotado para el aburrimiento.

Llegaba al pie de la escalera que daba a la calle cuando oyó una voz tras él:

—Un mago de verdad habría aceptado.

Podría haber seguido andando. Podría haber subido la escalera, salido a la calle, tomado una pizza en el autoservicio klatchiano del Callejón Romántico, para después acostarse. La historia habría cambiado completamente, y de hecho habría sido considerablemente más corta, pero él habría dormido bien. Aunque en el suelo, claro.

El futuro contuvo el aliento, a la espera de la decisión de Rincewind.

No hizo todo lo anterior por tres motivos. Uno era el alcohol. Otro, la llamita de orgullo que arde hasta en el corazón del cobarde más cauteloso. Pero el tercero fue la voz.

Era hermosa. Sonaba a seda.

El tema de la relación magos-sexo es complicado. Pero, como ya se ha señalado, en esencia se reduce a lo siguiente: cuando se trata de vino, mujeres, y canciones, a los magos se les permite emborracharse y desafinar tanto como quieran.

A los jóvenes magos se les dice que es porque la práctica de la magia es dura, exigente e incompatible con actividades furtivas y sudorosas. Se les explica que la opción sensata es olvidarse de esas tonterías e hincar los codos ante los grimorios, por ejemplo. No es de extrañar que a los jóvenes no les satisficiera la explicación, y pensaran que era porque las reglas las habían dictado siempre los magos viejos. Viejos y con mala memoria. Estaban en un error, claro, porque el auténtico motivo se había olvidado hacía mucho tiempo: si los magos fueran por ahí practicando determinadas actividades, volvería la amenaza de la rechicería.

Por supuesto, Rincewind tenía ya tablas, había visto mundo, y su entrenamiento le permitía pasar algunas horas en compañía de una mujer sin tener que salir corriendo en busca de una ducha fría y una siesta. Pero aquella voz habría hecho que hasta una estatua se apeara del pedestal para correr unos kilómetros y hacer cincuenta flexiones. Era una voz capaz de hacer que un «buenos días» pareciera una invitación a la cama.

La desconocida se quitó la capucha y sacudió la larga melena. Era de un blanco casi puro. Dado que su piel lucía un bronceado dorado, el efecto general estaba calculado para poner una bomba de relojería en la libido masculina.

Rincewind titubeó, y perdió una espléndida oportunidad de callarse. Desde la cima de la escalera les llegó la ronca voz del troll:

—Eh, oz digo que no ze puede…

La chica se adelantó y puso el estuche redondo en manos de Rincewind.

—Deprisa, ven conmigo —dijo—. ¡Tu vida corre peligro!

—¿Por qué?

—Porque si no vienes, te mataré.

—Sí, pero espera un momento, en ese caso… —protestó débilmente Rincewind.

Tres miembros de la guardia personal del patricio aparecieron en la cima de la escalera. Su jefe sonrió. Tenía una de esas sonrisas que sugieren que su propietario va a ser el único en disfrutar de la broma.

—Que nadie se mueva —sugirió.

Rincewind oyó ruido a sus espaldas, y junto a la puerta trasera aparecieron más guardias.

Los otros clientes del Tambor se detuvieron con las manos apoyadas en toda una variedad de empuñaduras. Aquéllos no eran los vigilantes habituales de la ciudad, cautelosos y corruptos como ellos solos. Aquéllos eran sacos de músculos con patas, y absolutamente insobornables, aunque sólo fuera porque el patricio podía mejorar cualquier oferta. Además, no parecían buscar a nadie más que a la mujer. El resto de la clientela se relajó y se dispuso a disfrutar del espectáculo. Quizá en algún momento valdría la pena participar, una vez estuviera bien claro quién llevaba las de ganar.

Rincewind sintió que la presión en su muñeca se acentuaba.

—¿Estás loca? —siseó—. ¡Yo no me meto con la gente del patricio ni en broma!

Se oyó un silbido, y de pronto al sargento le creció en el hombro una empuñadura de cuchillo. Después, la chica se volvió y, con precisión quirúrgica, plantó un piececito en la entrepierna del primer guardia que cruzó la puerta. Veinte pares de ojos se humedecieron por simpatía.

Rincewind se agarró el sombrero y trató de esconderse bajo la mesa más cercana, pero aquella garra era de acero. El siguiente mago que se acercó recibió otro cuchillo en el muslo. Luego, la chica desenfundó una espada que era como una larga aguja, y la blandió amenazadora.

—¿Alguien más? —preguntó.

Uno de los guardias alzó una ballesta. El bibliotecario, todavía acuclillado junto a su copa, extendió un brazo perezoso semejante a dos mangos de escoba unidos por una goma, y lo hizo caer de espaldas. El dardo rebotó en la estrella del sombrero de Rincewind, y se estrelló contra la pared junto a un respetable alcahuete que se encontraba sentado a dos mesas de distancia. Sus guardaespaldas lanzaron otro cuchillo que por poco no acabó con un ladrón al otro lado de la sala, y éste cogió un banco y golpeó a dos guardias, los cuales cayeron sobre los borrachos más cercanos. Cuando empezaron las reacciones en cadena, todo el mundo se encontró peleando para conseguir algo: salir, sobrevivir o vengarse.

Rincewind no pudo evitar que lo empujaran tras la barra. Allí estaba el propietario, bajo el mostrador, sentado sobre sus sacas de dinero, con dos machetes cruzados sobre las rodillas y tomándose una copa con toda tranquilidad. De cuando en cuando, el sonido de una mesa al romperse le hacía parpadear.

Lo último que Rincewind vio antes de que lo sacaran de allí a rastras fue al bibliotecario. Pese a parecer un saco de goma forrado de piel y lleno de agua, el orangután tenía el mismo peso que cualquier otro hombre en la habitación: en aquellos momentos, estaba sentado en los hombros de un guardia, e intentaba desenroscarle la cabeza con bastante éxito.

Una de las cosas que preocupaban a Rincewind era el hecho de que lo arrastraban hacia el piso superior.

—Mi estimada amiga —dijo, a la desesperada—, ¿cuál es tu plan, concretamente?

—¿Hay alguna manera de salir al tejado?

—Sí. ¿Qué llevas en esta caja?

—¡Shhh!

La chica se detuvo en un recoveco del sombrío pasillo, metió la mano en la bolsita que llevaba colgada a la cintura y esparció un puñado de pequeños objetos metálicos por el suelo, tras ellos. Cada uno era un compuesto de cuatro clavos, soldados de manera que, cayeran como cayeran, siempre había uno apuntando hacia arriba.

Contempló con gesto crítico la puerta más cercana.

—No llevarás encima cosa de metro y medio de alambre, ¿verdad? —preguntó, pensativa.

Desenfundó otro cuchillo y se dedicó a jugar con él, lanzándolo al aire y recogiéndolo.

—Me parece que no —replicó débilmente Rincewind.

—Lástima, se me ha acabado. Venga, vamos.

—¿Por qué? ¡Yo no he hecho nada!

La chica se dirigió hacia la ventana más cercana, la abrió y se detuvo un instante, ya con una pierna en la repisa exterior.

—Muy bien —le dijo por encima del hombro—. Quédate y explícaselo a los guardias.

—¿Por qué te persiguen?

—No lo sé.

—¡Vamos! ¡Tiene que haber alguna razón!

—Oh, hay muchas razones. Sencillamente, no sé por cuál en concreto. ¿Vienes o no?

Rincewind titubeó. La guardia personal del Patricio no era famosa por su trato sensible con la gente, en realidad preferían cortarla en pedacitos. Había muchas cosas que les disgustaban, y una de ellas era… bueno, básicamente que hubiera gente en su mismo universo.

—Bien, iré contigo —replicó galantemente—. Una chica no debe ir sola por esta ciudad.

* * *

Una niebla gélida invadía las calles de Ankh-Morpork. Las llamas de los farolillos de los vendedores callejeros eran pequeños halos amarillos en medio de la nube generalizada.

La chica atisbó por una esquina.

—Los hemos despistado —dijo—. Para ya de temblar, estás a salvo.

—¿Cómo, quieres decir que estoy a solas con una maníaca homicida? —suspiró Rincewind—. Perfecto.

La chica se relajó y se rió.

—Te estuve observando —dijo—. Hace una hora, tenías miedo de que tu futuro fuera aburrido y carente de interés.

—Quería que fuera aburrido y carente de interés —replicó Rincewind con amargura—. De lo que tengo miedo es de que sea breve.

—Date la vuelta —le ordenó ella, entrando en un callejón.

—Ni lo sueñes.

—Me voy a desnudar.

Rincewind se dio media vuelta, con el rostro enrojecido. Oyó el crujir suave del tejido a su espalda, le llegó una nube de perfume.

—Ya puedes mirar —dijo la chica tras un rato.

No lo hizo.

—No te preocupes, me he puesto otra ropa.

Abrió los ojos. La chica llevaba un encantador vestido blanco de encaje, con grandes mangas bordadas. Abrió la boca. Comprendió con absoluta certeza que, hasta aquel momento, sólo se había visto en apuros sencillos, modestos, nada de lo que no pudiera salir con un poco de lógica o, en el peor de los casos, cruzando los dedos. Su cerebro empezó a enviar mensajes urgentes a sus músculos tensos, pero antes de que pudieran entenderlo la chica volvió a agarrarle por el brazo.

—No tienes por qué estar tan nervioso —dijo ella dulcemente—. Bien, echemos un vistazo a esto.

Levantó la tapa del estuche redondo que Rincewind tenía entre las manos, y sacó el sombrero de archicanciller.

Los octarinos de su cúspide brillaban con los ocho colores del espectro, creando en el callejón neblinoso el tipo de colores que suelen requerir un buen director de efectos especiales y toda una gama de filtros, cuando no se dispone de magia. Cuando la chica lo alzó en el aire, generó un torbellino de colores que poca gente llega a ver en circunstancias legales.

Poco a poco, Rincewind se dejó caer de rodillas. Ella lo miró, asombrada.

—¿Te fallan las piernas?

—Es… es el sombrero. El sombrero de archicanciller —señaló Rincewind con la voz ronca. Sus ojos se entrecerraron—. ¡Lo has robado! —gritó, poniéndose en pie y agarrando el ala centelleante.

—No es más que un sombrero.

—¡Dámelo ahora mismo! ¡Las mujeres no deben tocarlo! ¡Pertenece a los magos!

—¿Qué mosca te ha picado?

Rincewind abrió la boca. Rincewind cerró la boca.

Quería decir: Es el sombrero de archicanciller, ¿no lo entiendes? Lo lleva el cabeza de todos los magos, bueno, todos los magos lo llevan en la cabeza, en cabeza de su cabeza, bueno, es una metáfora, potencialmente al menos, es la máxima aspiración de cualquier mago, es el símbolo de la magia organizada, es la cumbre de la profesión, es un símbolo, eso es lo que significa para todos los magos…

Y muchas más cosas. A Rincewind le habían hablado del sombrero ya el primer día que pasó en la Universidad, y se había hundido en su mente impresionable como una pesa de plomo en la gelatina. No estaba seguro de demasiadas cosas, pero tenía la certeza de que el sombrero de archicanciller era importante. Quizá hasta los magos necesitaban poner un poco de magia en sus vidas.

Rincewind —dijo el sombrero.

El mago miró a la chica.

—¡Me ha hablado!

—¿Era como una voz dentro de tu cabeza?

—¡Sí!

—A mí me hizo lo mismo.

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