Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

La brujas se sentaron en silencio cauteloso. Aquél no iba a ser uno de los cien aquelarres más emocionantes de todos los tiempos. Si Mussorgsky las hubiera visto, su noche en el monte pelado habría acabado a la hora del té.

Fue Yaya Ceravieja quien quebró el silencio.

—Pero fue un buen banquete.

—Yo casi cogí una indigestión —dijo Tata Ogg, orgullosa—. Y mi Shirl ayudó en la cocina, y me trajo todas las sobras.

—Ya me he enterado —dijo Yaya fríamente—. Dicen que desapareció medio cerdo asado junto con tres botellas de vino espumoso.

—Aún queda gente buena que piensa en los ancianos —siguió Tata Ogg, sin darse por aludida—. También tengo una jarra de la coronación. —La sacó y la mostró—. Dice: «Viva Verence II Rex». Es curioso que se llame Rex. No se puede decir que lo hayan sacado muy parecido, nunca lo he visto con un asa saliéndole de la oreja.

Hubo otra pausa larga, educada.

—Nos sorprendió mucho que no fueras, Magrat —dijo al final Yaya.

—Imaginábamos que estarías en la mesa del rey, o algo por el estilo —asintió Tata—. Creíamos que ya vivirías en el castillo.

Magrat se miró fijamente los pies.

—No me invitaron —se limitó a decir.

—¿Quién a hablado de invitaciones? —bufó Yaya—. A nosotras no nos invitaron. La gente no invita a las brujas, simplemente saben que apareceremos si nos apetece. Y nos hacen sitio enseguida —añadió con cierta satisfacción.

—Es que ha estado muy ocupado, ¿sabéis? —dijo Magrat a sus pies—. Aclarando las cosas y todo eso. Es muy listo. Pese a su apariencia.

—Un muchacho decente —asintió Tata.

—Además, hay luna llena —añadió Magrat rápidamente—. Hay que hacer aquelarres cada luna llena, aunque haya otros compromisos urgentes.

—¿Has…? —empezó a decir Tata Ogg, antes de que Yaya le diera un buen codazo en las costillas.

—Es buena cosa que esté dedicando tanto tiempo a poner el reino al día —dijo Yaya, tranquilizadora—. Demuestra que es considerado. Apuesto a que, tarde o temprano, lo aclarará todo. Es que ser rey ocupa mucho tiempo.

—Sí —suspiró Magrat con voz casi inaudible.

El silencio que siguió fue casi sólido. Fue roto por Tata, con una voz tan brillante y quebradiza como el hielo.

—Bueno, yo he traído una botella de ese vino espumoso —dijo—. Por si él…, por si…, por si nos apetecía beber algo.

Echó un trago y pasó la botella a las otras dos.

—Yo no quiero —dijo Magrat, apagada.

—Vas a beber, niña —ordenó Yaya Ceravieja—. Hace frío. Te irá bien para el pecho.

Sonrió a Magrat mientras la luna salía de detrás de una nube.

—Oye —añadió—, tienes el pelo un poco sucio. Parece como si no te lo hubieras lavado desde hace un mes.

Magrat se echó a llorar.

La misma luna brilló sobre la ciudad de Rham Nitz, a unos ciento cincuenta kilómetros de Lancre.

Tomjon salió del escenario entre aplausos retumbantes al acabar el último acto de El Troll de Ankh. Cien personas volverían a sus casas aquella noche preguntándose si los trolls eran de verdad tan malos como habían creído hasta entonces, aunque, por supuesto, aquello no mejoraría en absoluto la opinión que tenían de ellos.

Hwel le dio una palmadita en la espalda cuando se sentó a la mesa del maquillaje y empezó a rascarse la espesa capa gris que le hacía parecer una roca andante.

—Bravo, bravo —dijo—. La escena del amor… te salió de miedo. Y cuando te diste la vuelta y le lanzaste el rugido al mago, creo que no quedó ni un asiento seco.

—Lo sé.

Hwel se frotó las manos.

—Esta noche podemos permitirnos el lujo de dormir en una taberna —dijo—. Así que…

—Dormiremos en los carromatos —replicó Tomjon con firmeza, mirándose en el fragmento de espejo.

—¡Pero ya sabes cuánto nos dio el bu…, el rey! ¡Podríamos dormir en lechos de plumas hasta llegar a casa!

—Dormiremos sobre paja y llegaremos con más dinero —zanjó Tomjon—. Y con eso te compraré dioses del cielo, demonios del infierno, viento, olas y más trampillas de las que necesites, mi adorno para el césped.

La mano de Hwel reposó un instante en el hombro de Tomjon.

—Tienes razón, jefe —dijo al final.

—Por supuesto. ¿Cómo va la obra?

—¿Eh? ¿Qué obra? —preguntó Hwel, aparentando inocencia.

Tomjon se quitó cuidadosamente una cera de masilla.

—Ya sabes —dijo—. Esa obra. El rey de Lancre.

—Oh. Va saliendo. Va saliendo, ya sabes. La tendré terminada un día de éstos. —Hwel cambió de tema con rapidez—. Podríamos bajar hasta el río y coger un barco para regresar a casa. No estaría mal, ¿verdad?

—Pero también podríamos ir por tierra y ganar más dinero. Eso estaría mejor, ¿verdad? —Tomjon sonrió—. Esta noche hemos sacado ciento tres monedas. Conté las cabezas durante el monólogo del Juicio. Descontando los gastos, nos queda casi una pieza de plata.

—Sales a tu padre, no cabe duda —sonrió Hwel.

Tomjon se sentó de nuevo y se miró al espejo.

—Sí —asintió—. Me pareció lo más adecuado.

Magrat no tenía gatos, y detestaba la sola idea de poner ratoneras. Siempre había pensado que debería ser posible llegar a algún tipo de acuerdo con los ratones, de manera que la comida disponible fuera racionada en beneficio de todas las partes. Era una opinión muy humanitaria, aunque hay que decir que los ratones no la compartían, y por tanto la cocina iluminada por la luna estaba muy animada.

Cuando alguien llamó a la puerta, todo el suelo pareció correr hacia las paredes.

Tras unos segundos, llamaron de nuevo.

Hubo otra pausa. Luego las llamadas hicieron que la puerta se estremeciera en sus bisagras.

—¡Abrid en nombre del rey! —gritó una voz.

—No tienes que gritar tanto —dijo otra voz, con tono dolido—. ¿Por qué gritas tanto? No te he ordenado que gritaras tanto. Con esos gritos asustas a cualquiera.

—¡Lo siento, señor! ¡Es deformación profesional, señor!

—Llama otra vez. Con un poco más de suavidad, por favor.

El siguiente golpe quizá fue un poquito menos fuerte. El delantal de Magrat se cayó de su gancho detrás de la puerta.

—¿Estás seguro de que no puedo llamar yo mismo?

—No se hace, señor, los reyes no llaman a las puertas de las casas humildes. Es mejor que lo haga yo. ¡ABRID EN NOMBRE DE…!

—¡Sargento!

—Lo siento, señor. Me olvidé.

—Prueba con la cerradura.

Se oyó el ruido de alguien al titubear extremadamente.

—Eso no me gusta, señor —dijo el sargento invisible—. Podría ser peligroso. Mi consejo es que peguemos fuego a la casa.

—¿Pegarle fuego?

—Sí, señor. Siempre lo hacemos cuando no responden. Así salen, seguro.

—No creo que sea apropiado, sargento. Si te da lo mismo probaré yo con la cerradura.

—Me rompe el alma verlo, señor.

—Vaya, cuánto lo siento.

—Al menos, permite que derribe la puerta.

—¡No!

—¿Ni siquiera puedo incendiar el excusado?

—¡No, ni hablar!

—Ese gallinero de ahí ardería como…

—¡Sargento!

—¡Señor!

—¡Vuelve al castillo!

—¿Cómo, señor? ¿Y dejarte solo?

—Es un asunto extremadamente delicado, sargento. Estoy seguro de que eres un hombre de cualidades valiosísimas, pero en algunas ocasiones hasta los reyes tienen que estar solos. Es algo relativo a una joven, ¿comprendes?

—Ah. Entiendo, señor.

—Gracias. Ayúdame a desmontar, por favor.

—Siento mucho todo lo que he hecho, señor. Qué falta de tacto.

—Olvídalo.

—Si necesitas ayuda con la joven, para encender la llama…

—Por favor, vuelve al castillo, sargento.

—Sí, señor. Si está seguro, señor… Gracias, señor.

—¿Sargento?

—¿Sí, señor?

—Necesitaré que alguien lleve mi gorro y mis cascabeles al Gremio de Bufones de Ankh-Morpork, ahora que dejo el oficio. Creo que eres el hombre ideal.

—Gracias, señor. Será un honor.

—Es por tu…, eh…, ardiente deseo de servirme.

—¿Sí, señor?

—Asegúrate de que te instalan en uno de los cuartos para huéspedes.

—Sí, señor. Gracias, señor.

Un caballo se alejó al trote. Unos segundos más tarde, la puerta se abrió, y el bufón entró en la casa.

Hace falta mucho valor para entrar en la cocina de una bruja a oscuras, pero probablemente no más del que se necesita para llevar una camisa púrpura con mangas de terciopelo acabadas en piquitos. Al menos tenía una cosa buena, y era su absoluta carencia de cascabeles.

Llevaba consigo una botella de vino espumoso del banquete, y un ramo de flores. Ambas cosas habían perdido todo su atractivo durante el viaje. Las dejó sobre la mesa y se sentó junto a las brasas de la chimenea.

Se frotó los ojos. Había sido un día muy largo. Tenía la sensación de que no era un buen rey, pero se había pasado la vida trabajando duro para ser algo que no era lo suyo, y al final le saldría bien. Que él supiera, sus predecesores ni siquiera lo habían intentado. Tanto que hacer, tanto que arreglar, tanto que organizar…

Por encima de todo, estaba el problema con la duquesa. Se había sentido obligado a instalarla en una celda decente, en una torre soleada. Al fin y al cabo, se acababa de quedar viuda. Y había que ser compasivo con las viudas. Pero a la duquesa la compasión no la afectaba en lo más mínimo, no la entendía, le parecía un signo de debilidad. El bufón tenía miedo de verse obligado a cortarle la cabeza.

No, ser rey no era cosa de risa. Aquello lo animó un poco. Era toda una ventaja.

Y, tras un rato, se quedó dormido.

La duquesa no dormía. En aquel momento, se estaba descolgando por el muro del castillo gracias a una cuerda hecha con sábanas anudadas, ya que el día anterior se había dedicado a eliminar el cemento que sujetaba los barrotes de la ventana, aunque en realidad las paredes del castillo Lancre se podían horadar con la ayuda de un trozo de queso. ¡El muy idiota! Le había dado tijeras, y montones de ropa de cama. Así era como reaccionaba aquella gente. Permitían que el miedo pensara por ellos. Ella les inspiraba terror, incluso cuando creían tenerla en su poder (el débil nunca tiene al fuerte en su poder, nunca del todo). Si ella misma se hubiera encerrado, se habría dedicado en cuerpo y alma a hacerse lamentar el haber nacido. Pero le habían dado mantas, se habían preocupado por ella.

Bien, pues volvería. Allí fuera había un mundo muy grande, y ella sabía bien cómo usar las palancas para que la gente la obedeciera. Además, esta vez no cargaría con un marido. ¡Débil! Él había sido el peor de todos, sin una chispa de valor para ser tan malo como sabía que era en su interior.

Cayó pesadamente en el musgo, se detuvo para coger aliento y entonces, con el cuchillo preparado en la mano, se deslizó a lo largo del muro y se dirigió al bosque.

Llegaría hasta la frontera más lejana, cruzaría el río a nado, o quizá construyera una balsa. Al amanecer, estaría lo suficientemente lejos como para que no la encontraran, en el dudoso caso de que intentaran buscarla.

¡Débiles!

Se movió por el bosque a velocidad sorprendente. Al fin y al cabo había senderos, lo suficientemente anchos como para que pasaran carros, y ella tenía un buen sentido de la orientación. Además, lo único que necesitaba era ir colina abajo. Si encontraba el desfiladero, sólo tendría que seguir el curso del agua.

De pronto, pareció que había demasiados árboles. Aún había sendero, e iba en la dirección adecuada más o menos, pero los árboles a ambos lados estaban más juntos de lo que cabría esperar, y cuando trató de dar la vuelta el sendero había desaparecido tras ella. Se volvió bruscamente, con la seguridad de que vería moverse a los árboles, pero siempre los encontraba estoicamente inmóviles, con las raíces firmemente clavadas en el musgo.

No notaba el viento, pero las copas de los árboles se agitaban.

—Muy bien —dijo entre dientes—. Muy bien, me voy. Quiero irme, por eso me voy. Pero volveré.

En aquel preciso instante, el sendero se abrió para dejar paso a un claro que no había estado allí el día anterior, y que no estaría mañana, un claro en el que la luz de la luna brillaba sobre los cuernos y colmillos, y arrancaba destellos de los ojos fieros.

Los débiles, si se reúnen, pueden resultar despreciables, pero la duquesa comprendió que una alianza de los fuertes es un problema serio.

Durante unos segundos, sólo hubo silencio, roto de cuando en cuando por una respiración entrecortada. Al final, la duquesa sonrió, alzó el cuchillo y se lanzó al ataque.

Las filas delanteras de las criaturas reunidas se abrieron para dejarle paso, y luego volvieron a cerrarse. Hasta los conejos intervinieron.

El reino dejó escapar un suspiro.

En los páramos, bajo la sombra misma de los picos, el poderoso coro nocturno de la naturaleza se había quedado en silencio. Los jilgueros ya no trinaban, los búhos no ululaban, y los lobos se dedicaban a sus propios asuntos.

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