Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

Pasó un año. Los días se sucedían con paciencia. En el principio del multiverso, habían intentado pasar todos a la vez, pero la cosa no funcionó.

Tomjon estaba sentado bajo la desvencijada mesa de Hwel, mirando a su padre, que paseaba de arriba a abajo moviendo un brazo y sin dejar de hablar. Vitoller siempre movía los brazos cuando hablaba. Si le ataran las manos a la espalda, se quedaría mudo.

—Muy bien —estaba diciendo—, ¿qué tal Las Novias del Rey?

—El año pasado —respondió la voz de Hwel.

—Vale, vale. Entonces haremos Mallo, el Tirano de Klatch —replicó Vitoller. Su laringe se cambió las pilas y su voz se convirtió en aquel trueno retumbante que podía hacer vibrar las ventanas de cualquier plaza de pueblo—. Entre sangre llegué, y por ley de sangre, que nadie ose limpiar la sangre de estos muros…

—La hicimos el año antepasado —le interrumpió Hwel con tranquilidad—. Además, la gente está harta de reyes. Lo que quieren es reírse.

—De mis reyes nadie se harta —replicó Vitoller—. Mi querido muchacho, la gente no va al teatro para reír, van a Experimentar, a Aprender, a Maravillarse…

—A reír —se limitó a señalar Hwel—. Echa un vistazo a ésta.

Tomjon oyó el crujido del papel y los de la estructura de madera cuando Vitoller hizo descender todo su peso sobre un cesto puesto al revés.

—Una especie de mago —leyó Vitoller—, O, Como os dé la gana.

Hwel estiró las piernas por debajo de la mesa y dio una patada a Tomjon. Sacó al niño por una oreja.

—¿Qué es esto? —dijo Vitoller—. ¿Magos? ¿Demonios? ¿Duendes? ¿Mercaderes?

—Me gusta sobre todo el Acto II, Escena IV —señaló Hwel—. Cómico Lavando la Ropa con Dos Criados.

—¿Alguna escena de lecho de muerte? —preguntó Vitoller, esperanzado.

—N-no. Pero puedo hacer un monólogo humorístico en el Acto III.

—¡Un monólogo humorístico!

—Vale, hay sitio para un soliloquio en el último —se apresuró a añadir Hwel—. Te lo escribiré esta misma noche, no hay problema.

—Y un apuñalamiento —pidió Vitoller al tiempo que se ponía de pie—. Un asesinato despiadado. Eso siempre gusta.

Salió para organizar el montaje del escenario.

Hwel suspiró y cogió la pluma. Al otro lado de las paredes de la tienda estaba la ciudad de Perro Ahorcado, que se había dejado construir en un saliente de un precipicio monstruoso. Había mucho terreno llano en las Montañas del Carnero. Por desgracia, casi todo se encontraba en posición vertical.

A Hwel no le gustaban las Montañas del Carnero, cosa extraña, puesto que era tierra tradicional de enanos, y él era un enano. Pero lo habían expulsado de su tribu hacía años, no sólo por su claustrofobia, sino porque además tenía tendencia a soñar con los ojos abiertos. El rey enano era de la opinión de que no se trataba de un talento valioso para alguien que debe blandir un hacha de doble filo, y sobre todo acordarse de qué debe golpear con ella, de manera que Hwel recibió una bolsa pequeña, muy pequeña, de oro, los mejores deseos de la tribu, y una despedida irrevocable.

Casualmente, la compañía itinerante de Vitoller había pasado por la zona en aquel momento, y el enano invirtió una monedita de cobre en ver El Dragón de las Llanuras. Contempló la obra sin mover ni un sólo músculo de la cara, volvió a su alojamiento, y a la mañana siguiente llamó a la puerta de Vitoller con el primer borrador de El Rey Bajo la Montaña. En realidad, no era muy bueno, Pero Vitoller fue lo suficientemente perceptivo como para ver que en aquella cabeza afilada y peluda había una imaginación que asombraría al mundo, y así, cuando los actores itinerantes echaron a andar, uno de ellos tuvo que correr para no perderlos de vista…

Las partículas de inspiración recorren el universo constantemente. De cuando en cuando, una de ellas va a caer sobre una mente perceptiva, que entonces inventa el ADN, o las sonatas para flauta dulce, o la manera de hacer que las bombillas se fundan en la mitad de tiempo. Pero la mayoría se pierden. La vida de muchísima gente transcurre sin que una de estas partículas se le acorche siquiera.

Otros son aún más desgraciados. Las reciben todas.

Hwel era una de estas personas. Suficientes inspiraciones como para escribir una historia completa del arte dramático entraban continuamente en un pequeño cráneo, diseñado como mucho para resistir golpes de hacha.

Lamió la pluma y contempló el campamento a su alrededor. Nadie miraba. Cautelosamente, levantó el Mago, y descubrió otro fajo de papeles.

No era otro folletón más. Cada página estaba manchada de sudor, las líneas eran un laberinto de tachones, flechas e inserciones. Hwel las miró un instante, a solas en un mundo compuesto por él, la siguiente página en blanco y las voces clamorosas que poblaban sus sueños.

Empezó a escribir.

Libre de la atención de Hwel, que nunca era excesiva, Tomjon abrió la tapa del cesto donde se guardaban los elementos para los disfraces. Con el estilo metódico de los muy jóvenes, empezó a desempaquetar las coronas.

El enano se mordió la punta de la lengua mientras guiaba la pluma por la página emborronada. Había encontrado lugar para los desgraciados amantes, los sepultureros cómicos y el rey jorobado. Pero le estaban dando problemas los gatos y los patinadores…

Un gorjeo le hizo alzar la vista.

—Por lo que más quieras, niño —dijo—. Es demasiado grande para ti, vuelve a ponerla en su sitio.

Llegó el invierno al Disco.

En las Montañas del Carnero, si se quiere hablar con propiedad, no se puede describir el invierno como ese país de las maravillas helado, la nieve no es un sutil encaje que entrelaza las ramas de los árboles. En las Montañas del Carnero, el invierno no se anda con tonterías. Es una puerta directa a esa frialdad primaria que existía antes de la creación del mundo. En las Montañas del Carnero, el invierno consistía en varios metros de nieve, los árboles eran una serie de túneles color verde sombrío agitados por las ventiscas. El invierno significaba la llegada del viento perezoso, que no se tomaba la molestia de soplar alrededor de las personas, sino que soplaba a través de ellas. La idea de que el invierno pudiera ser hermoso jamás se le habría ocurrido a los habitantes de las Montañas del Carnero, que tenían dieciocho nombres diferentes para la nieve.[5]

El fantasma del rey Verence rondaba por las almenas, helado y hambriento, contemplaba sus amados bosques y aguardaba su oportunidad.

Era un invierno lleno de portentos. Los cometas centelleaban al surcar los gélidos cielos nocturnos. Las nubes, con formas de ballenas y dragones, navegaban de día muy cerca de la tierra. En el pueblo de Rorcual, una gata parió un gatito de dos cabezas, pero como el esforzado Mandón era el antepasado macho de al menos las treinta últimas generaciones, aquello tampoco era nada del otro mundo.

De todos modos, en Culo de Mal Asiento un pollo puso un huevo, y tuvo que enfrentarse a algunas preguntas muy personales y embarazosas. En Lancre, un hombre juró que había conocido a un hombre que había visto con sus propios ojos cómo un árbol se levantaba y caminaba. Cierto día, llovieron gambas. Hubo luces extrañas en el cielo. Los gansos caminaron hacia atrás. Y, por encima de todo, brillaron las grandes cortinas de fuego frío provenientes del Eje, cuyo centelleo helado iluminó y coloreó las nieves invernales.

Nada de esto era muy inusual. Las Montañas del Carnero, que como ya se ha dicho se extienden a lo largo del vasto campo mágico del Disco como una barra de hierro depositada inocentemente sobre los raíles del metro, estaban tan saturadas de magia que ésta producía descargas constantes sobre el medio ambiente. La gente se despertaba sobresaltada en medio de la noche, pero luego se limitaba a murmurar «Rayos, otro jodido portento», y volvía a dormirse.

La Noche de la Vigilia de los Puercos llegó para marcar el principio de otro año. Y repentina, alarmantemente, no sucedió nada.

Los cielos permanecieron claros; la nieve, profunda y crujiente como un glaseado de azúcar.

Los bosques helados estaban silenciosos, y olían a latón. Lo único que caía del cielo era más nieve para relevar a la anterior.

Un hombre cruzó los páramos entre Rorcual y Lancre sin ver ni un sólo fuego fatuo, ni un perro sin cabeza, ni un árbol andante, ni un carro fantasma, ni siquiera un cometa, y tuvieron que meterlo en una taberna y darle una copa para calmarle los nervios.

El estoicismo de los habitantes de las Montañas, desarrollado a lo largo de años como resistencia soberana contra el caos taumatúrgico, no fue capaz de soportar aquel brusco cambio. Era como un ruido que no se oye hasta que no deja de sonar.

Yaya Ceravieja lo oía ahora, mientras yacía calentita bajo un montón de mantas en su gélido dormitorio. La Noche de la Vigilia de los Puercos es, por tradición, la única noche en todo el largo año del Disco en que las brujas se quedan en su casa, y ella se había acostado temprano, en compañía de una bolsa de manzanas y una bolsa de agua caliente. Pero algo la había despertado de su duermevela.

Una persona normal habría bajado sigilosamente por las escaleras, probablemente con un atizador en la mano. Yaya se limitó a cogerse las rodillas y a dejar que su mente vagara.

No había sido en la casa. Detectaba las mentes pequeñas y rápidas de los ratones, y las brumosas de las cabras que dormitaban en su cómoda flatulencia del corral. Un búho cazando fue un repentino cuchillo de atención cuando planeó por encima del tejado.

Yaya se concentró más, hasta que su mente se llenó con el chirriar de los insectos en la paja del techo, con los crujidos de la carcoma en las vigas. Nada digno de interés.

Descendió y vagó hacia el bosque, que estaba en silencio, a excepción de algún que otro golpe sólido cuando la nieve se deslizaba de las ramas de un árbol. Incluso en invierno, el bosque estaba lleno de vida, aunque ésta dormitara o hibernara entre los árboles.

Todo como de costumbre. Yaya se dispersó más, hasta los páramos elevados y los pasos secretos donde los lobos corrían en silencio sobre la tierra helada; tocó sus mentes, afiladas como cuchillos. Aún más arriba, los campos nevados no tenían más habitantes que las sabanadijas.[6]

Todo era tal como debía ser, excepto por el hecho de que nada era como debía ser. Había algo…, sí, había algo vivo allí fuera, algo joven y antiguo y…

Yaya trató de aislar la sensación que captaba. Sí. Eso era. Algo. Algo desolado. Algo perdido. Y…

Los sentimientos nunca eran sencillos, y Yaya lo sabía bien. Cuando se consigue aislar uno, aparece otro debajo.

Algo que, si no dejaba de sentirse desolado y perdido muy pronto, iba a ponerse furioso.

Y, aún así, no podía encontrarlo. Captaba las pequeñas mentes de las crisálidas bajo las hojas húmedas. Percibía a los gusanos, que habían emigrado a capas más profundas de la tierra para huir del hielo. Hasta podía captar a algunas personas, lo más difícil de todo, porque las mentes humanas albergaban tantos pensamientos a la vez que eran casi imposibles de localizar. Era como intentar clavar la niebla a la pared.

Allí no había nada. Allí no había nada. La sensación la rodeaba, y no había nada que la causase. Había descendido tanto como le era posible, hasta la criatura más pequeña del reino animal, y allí no había nada.

Yaya Ceravieja se sentó en la cama, encendió una vela y cogió una manzana. Contempló la pared de su dormitorio.

No le gustaba que la derrotaran. Afuera había algo, algo que se alimentaba de magia, algo que crecía, algo tan vivo que parecía rodear toda la casa, y ella no lo encontraba.

Dejó sólo el corazón de la manzana y lo depositó cuidadosamente sobre la bandeja del candelabro. Apagó la vela.

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