Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—Se supone que tres brujas buenas tienen que hacer tres regalos al niño. No sé, como belleza, sabiduría y felicidad —insistió Magrat, desafiante—. Eso es lo que se hacía en los viejos tiempos.

—Ah, cuando había casitas de chocolate y todo eso —bufó Yaya—. Y ruecas para hilar, y duendes que te clavaban espinas de rosa en los dedos, y cosas de ésas. No lo soportaría.

Acarició la bola con gesto reflexivo.

—Sí, pero… —titubeó Magrat.

Yaya alzó la vista hacia ella. Así era Magrat, con la cabeza llena de duendes. Hada madrina del primero que se lo pidiera. Pero buena chica en el fondo. Le gustaban los animalitos. Una de esas personas que se preocupan por si los pajaritos se caen de sus nidos.

—De acuerdo, si eso te hace feliz… —murmuró, sorprendiéndose a sí misma. Contempló la imagen de los carros que se alejaban—. ¿Qué le damos? ¿Riqueza, belleza?

—El dinero no lo es todo, y si sale a su padre ya será suficientemente guapo —respondió Magrat, seria de repente—. ¿Qué tal sabiduría?

—Eso lo tendrá que aprender él solo.

—¿Buena vista? ¿Bonita voz para cantar?

Del exterior les llegó la voz cascada pero entusiasta de Tata Ogg, diciéndole al cielo nocturno que El Cayado Del Mago Tiene Un Nudo En La Punta.

—No son cosas importantes —replicó Yaya—. Tienes que pensar con cabezología. Todo eso del dinero y la belleza son tonterías, no tienen importancia.

Se volvió de nuevo hacia la bola e hizo un gesto desganado.

—Será mejor que hagas entrar a Tata, ya que se supone que debemos ser tres.

No sin cierto esfuerzo, Magrat ayudó a entrar a Tata, y tuvieron que explicarle las cosas.

—Tres regalos, ¿eh? —dijo—. No hacía nada semejante desde que era una chiquilla, me recuerda…, ¿qué haces?

Magrat recorría la habitación, encendiendo velas por todas partes.

—Oh, tenemos que crear el ambiente mágico adecuado —le explicó.

Yaya se encogió de hombros, pero no dijo nada, ni ante la provocación extrema. Cada bruja tenía su propio estilo, y al fin y al cabo estaban en casa de Magrat.

—Entonces, ¿qué le vamos a dar? —preguntó Tata.

—Lo estábamos pensando —respondió Yaya.

—Ya sé lo que querrá —anunció la primera.

Hizo una sugerencia que fue acogida con un silencio gélido.

—No entiendo para qué le puede servir eso —dijo Magrat al final—. ¿No será muy incómodo?

—Cuando sea mayor, nos lo agradecerá, toma nota de lo que te digo —insistió Tata—. Mi primer marido siempre decía…

—Este tipo de cosas no suelen ser tan físicas —la interrumpió Yaya, mirándola fijamente—. No empieces a estropearlo todo, Gytha. ¿Por qué siempre tienes que…?

—Bueno, al menos por experiencia…

Ambas voces bajaron de tono hasta desaparecer. Se hizo un largo silencio.

Magrat lo rompió con repentina animación.

—Creo que lo mejor sería que nos fuéramos cada una a nuestra casa y lo hiciéramos por el camino. Ya sabéis. Por separado. Ha sido un día muy largo, todas estamos cansadas.

—Buena idea —asintió Yaya con firmeza. Se levantó—. Vamos, Tata Ogg —gruñó—. Ha sido un día muy largo, todas estamos cansadas.

Magrat las oyó discutir mientras caminaban sendero abajo. Se sentó algo triste entre las velas de colores, sosteniendo entre las manos una botellita de incienso extremadamente mágico que había pedido por catálogo a una tienda de suministros taumatúrgicos en la lejana Ankh-Morpork. Había estado esperando una buena ocasión para probarlo. Deseó que la gente fuera un poquito más amable…

Miró la bola de cristal.

Bueno, podía empezar ya.

—Hará amigos con facilidad —susurró.

No era mucho, lo sabía, pero a ella nunca se le había dado muy bien.

Tata Ogg, sentada a solas en su cocina, con un enorme gato acurrucado en el regazo, se sirvió una última copa y, entre las neblinas de su mente, trató de recordar la letra de la canción del puercoespín, que se le había olvidado a la altura del vigésimo séptimo verso. Decía algo sobre cabras, estaba casi segura, pero no sabía qué concretamente. El tiempo hacía estragos en su memoria.

Hizo un brindis en dirección a algo invisible.

—Una memoria estupenda, eso es lo que debe tener —dijo—. Siempre se acordará de todo.

Y Yaya Ceravieja, que caminaba a solas por el bosque nocturno, se arrebujó en su chal y meditó. Había sido un día largo, un día duro. Lo del teatro había sido aún peor. Todo el mundo fingiendo ser quien no era, cosas falsas, paisajes que no se podían pisar… A Yaya le gustaba saber dónde estaba, y no aprobaba aquel tipo de cosas. No le agradaba que el mundo cambiara constantemente.

Antes no cambiaba tanto. Era desconcertante.

Caminó rápidamente por la oscuridad, con el paso seguro de quien tiene al menos la certeza de que en el bosque había algo terrible en aquella noche húmeda y ventosa: ella.

—Que siempre sea quien cree ser —dijo—. Es lo máximo que cualquiera puede esperar en la vida.

Al igual que la mayor parte de la gente, las brujas no viven concentradas en el momento. La diferencia estriba en que ellas lo comprenden, aunque sea de una manera nebulosa, y aprovechan la circunstancia. Valoran el pasado porque una parte de ellas aún vive en él, y pueden ver las sombras que proyecta el futuro.

Yaya captaba la forma del futuro, y veía que estaba llena de cuchillos afilados.

Empezó a las cinco de la madrugada siguiente. Cuatro hombres cabalgaron por los bosques cercanos a la casita de Yaya, ataron los caballos lejos para no ser oídos, y se deslizaron cautelosamente entre la neblina.

El sargento que estaba al mando no parecía nada contento con su misión. Había nacido en las Montañas del Carnero, y no tenía la menor idea de cómo se hace para arrestar a una bruja. En cambio, imaginaba que a la bruja no le haría ninguna gracia. Y no le hacía gracia hacer algo que no hiciera gracia a una bruja.

Sus hombres también eran de la zona. Le seguían de cerca, muy de cerca, preparados para escudarse tras él en cuanto vieran algo más inesperado que un árbol.

Entre la niebla, la casita de Yaya tenía forma de seta. Las indómitas hierbas de su jardín parecían moverse, incluso aunque no había viento. Allí había plantas desconocidas en las montañas, sus raíces y semillas provenían del otro lado del Mundodisco, y el sargento habría podido jurar que una o dos flores se volvieron hacia él. Se estremeció.

—¿Y ahora, qué, sargento?

—Nos…, nos dispersamos —respondió—. Eso. Nos dispersamos.

Cruzaron la valla cautelosamente. El sargento se agazapó tras un tronco que le vino al pelo.

—Bien —dijo—. Muy bien. Habéis captado la idea. Ahora nos dispersaremos otra vez, pero por separado.

Los hombres refunfuñaron un poco, pero desaparecieron en la niebla. El sargento les dio unos minutos para ocupar sus posiciones.

—Bien —dijo—. Ahora…

Se interrumpió.

Se preguntó si se atrevía a gritar, y se respondió que no.

Se irguió. Se quitó el casco para demostrar su respeto y avanzó hacia la puerta trasera. Llamó con toda suavidad.

Tras una espera de varios segundos, volvió a ponerse el casco y se alejó.

—No hay nadie. Maldita sea.

La puerta se abrió. Se abrió muy despacio, con el máximo posible de crujidos. La simple negligencia no habría causado una oxidación tal en las bisagras, alguien tenía que haberlas trabajado durante muchas semanas con agua caliente. El sargento se detuvo y se dio la vuelta muy despacio, tratando de mover los menos músculos posibles.

Sintió todo tipo de cosas contradictorias al ver que no había nadie en la entrada. Él tenía entendido que las puertas no se abren solas.

Carraspeó, nervioso.

—Fea tos —susurró Yaya Ceravieja junto a su oído—. Has hecho bien en venir.

El sargento alzó la vista hacia ella con una expresión de gratitud enloquecida.

—Arrrrhg —dijo.

—¿Que ella hizo qué? —se asombró el duque.

El sargento tenía la vista clavada en un punto a diez centímetros a la derecha de la silla del duque.

—Me dio una taza de té, señor.

—¿Y tus hombres?

—También preparó té para ellos.

El duque se levantó de la silla y puso el brazo en torno a la oxidada cota de mallas del sargento, a la altura de los hombros. Estaba de mal humor. Se había pasado media noche lavándose las manos. Seguía teniendo la sensación de que alguien le susurraba algo al oído. Su tazón de cereales de desayuno estaba demasiado salado, y además lo habían asado y le habían puesto una manzana. Desde luego, el duque estaba muy molesto. Era educado, de ese tipo de hombres que son más amables cuanto más cerca de estallar están, hasta llegar el punto en que las palabras «Muchas gracias» tienen el filo cortante de una guillotina.

—Sargento… —dijo mientras acompañaba al soldado.

—¿Señor?

—Me parece que no te expliqué bien las órdenes, sargento —señaló el duque con tono siseante.

—¿Señor?

—En fin, es posible que mis instrucciones fueran confusas. Quise ordenarte «Tráeme a esa bruja, encadenada si hace falta», pero quizá lo que dije en realidad fue «Ve a tomar una taza de té con ella». ¿Se trata de eso?

El sargento frunció el ceño. El sarcasmo no había entrado hasta entonces en su vida. Según su experiencia, cuando alguien se enfadaba con él, había gritos y algún que otro golpe.

—No, señor —respondió.

—En ese caso, no alcanzo a comprender por qué no hiciste lo que ordené.

—¿Señor?

—Supongo que pronunció algunas palabras mágicas, ¿verdad? He oído hablar de las brujas —dijo el duque, que se había pasado la otra mitad de la noche leyendo, hasta que las manos vendadas le temblaron demasiado, algunas de las obras[3] más expresivas sobre el tema—. Imagino que te ofreció visiones de delicias extraterrenas. ¿Te mostró…? —Se estremeció—. ¿Te mostró oscuras fascinaciones y éxtasis prohibidos en los que los mortales no deben ni pensar, y secretos demoníacos que te llevaron a lo más profundo de los deseos humanos?

El duque se sentó y se dio aire con el pañuelo.

—¿Te encuentras bien, señor? —se alarmó el sargento.

—¿Qué? Oh, perfectamente, perfectamente.

—Te has puesto todo rojo.

—¡No cambies de tema! —le espetó el duque, recuperando un poco la compostura—. Admítelo. Te ofreció placeres hedonistas y licenciosos, conocidos sólo para los que dominan las artes carnales, ¿verdad?

El sargento se puso firme y miró hacia el frente.

—No, señor —respondió con el tono del que dice la verdad, sean cuales sean las consecuencias—. Me ofreció un bizcocho.

—¿Un bizcocho?

—Sí, señor. De pasas.

Felmet se quedó completamente quieto mientras trataba de recuperar la paz interior. Todo lo que consiguió decir fue:

—¿Y tus hombres?

—Ellos también comieron bizcocho, señor. Todos excepto el joven Roger, que no puede comer fruta, señor, por su problema.

El duque, tambaleante, se sentó en una silla junto a la ventana, y se cubrió los ojos con una mano. Yo nací para gobernar en las llanuras, pensó, donde todo es tan plano y tan sencillo, no hace este tiempo y la gente parece más cuerda. Ahora me contará qué comió Roger.

—Roger comió una pasta, señor.

El duque se volvió y contempló los árboles. Estaba furioso. Estaba muy furioso. Pero veinte años de matrimonio con Lady Felmet le habían enseñado, no sólo a controlar sus emociones, sino a controlar incluso sus instintos, y ni un tic muscular delataba lo que pasaba por su mente. Además, en los más oscuros rincones de su mente, había una emoción a la que hasta entonces había dedicado muy poco tiempo. La curiosidad acababa de dar señales de vida.

El duque se las había arreglado muy bien durante cincuenta años sin encontrarle uso a la curiosidad. No era una característica muy apreciada entre los aristócratas. La certeza siempre le había parecido mucho mejor. Pero se le ocurrió que, por una vez, la curiosidad podía ser útil.

El sargento estaba de pie ante él, con el aire estólido de quien aguarda una orden, y seguramente seguirá esperando hasta que la deriva continental lo arranque de su lugar. Llevaba muchos años cumpliendo las escasas órdenes de los reyes de Lancre, y se le notaba. Su cuerpo estaba en posición de firmes. Pese a todos los esfuerzos que hacía, su estómago, no.

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