Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

Los edificios nuevos no abundaban en Ankh-Morpork, y aquél era incluso un nuevo tipo de edificio.

El Dysko.

Al principio Vitoller había sido contrario a la idea, pero Tomjon la defendía. Y todos sabían que, cuando el muchacho quería, podía convencer al agua para que fluyera montaña arriba.

—Pero siempre hemos sido actores ambulantes, hijito —dijo Vitoller con la voz desesperada de quien sabe que, al final, perderá—. No puedo asentarme, a mi edad.

—Pues esta manera de vivir no te hace bien —replicó Tomjon con firmeza—. Tanto frío por las noches, tanta humedad por las mañanas… Ya no eres un niño. Deberíamos quedarnos en algún lugar, hacer que la gente acudiera a nosotros. Y acudirá. Ya ves las multitudes que reunimos ahora. Las obras de Hwel son famosas.

—No son mis obras —había replicado Hwel—. Son los actores.

—No me imagino sentado junto a la chimenea, o durmiendo en colchones, y todas esas tonterías —insistió Vitoller.

Pero vio la expresión en el rostro de su esposa, y se rindió.

Y luego, el asunto del teatro en sí. Hacer que el agua fluyera montaña arriba era un juego de niños comparado con la tarea de hacer que Vitoller soltara el dinero, pero la verdad era que les había ido muy bien últimamente. Desde que Tomjon tuvo edad suficiente para ponerse unos leotardos y decir dos palabras sin que le saliera un gallo.

Hwel y Vitoller habían visto juntos cómo se alzaban las primeras vigas de la estructura de madera.

—Esto es antinatural —se quejó Vitoller, apoyado en su bastón—. Capturar el espíritu del teatro, encerrarlo en un edificio…, lo matará.

—No sé, no sé —dudó Hwel.

Tomjon le había expuesto sus planes durante toda una noche antes siquiera de mencionar el asunto a su padre, y ahora la mente del enano vibraba con las posibilidades de montajes, cambios de escenario, vuelos, máquinas que hicieran bajar a los dioses del cielo y trampillas que hicieran subir a los demonios del infierno. Hwel era tan capaz de poner objeciones al nuevo teatro como un mono de ponerlas a una plantación de bananeros.

—Esta maldita cosa ni siquiera tiene nombre —insistía Vitoller—. Deberíamos llamarlo «mina de oro», por lo que me está costando. Me gustaría saber de dónde va a salir tanto dinero.

La verdad era que habían probado muchos nombres, pero Tomjon no estuvo de acuerdo con ninguno.

—Tiene que ser un nombre que lo signifique todo —dijo—, porque todo estará ahí dentro. El mundo entero en el escenario, ¿comprendes?

Y Hwel aportó la idea, sabiendo mientras la decía que era exactamente lo que buscaban:

—El Disco.

Y ahora, el Dysko estaba casi terminado, y él aún no había escrito la nueva obra.

Cerró la ventana y volvió a su escritorio, cogió la pluma y se acercó otra hoja de papel. Se le ocurrió una idea. El mundo entero era un escenario, para los dioses…

Empezó a escribir.

Todo el Disco no es más que un teatro, escribió. Y todos los hombres y las mujeres son actores. Cometió el error de hacer una pausa, y otra inspiración se coló en su mente, desviando su tren de ideas hacia raíles completamente nuevos.

Miró lo que había escrito, y añadió: Excepto los que venden las palomitas.

Tras un momento, lo tachó todo y añadió: El mundo es un teatro, los hombres son los actores.

Aquello sonaba un poco mejor.

Pensó un momento y siguió: A veces entran en escena. A veces hacen mutis.

Estaba perdiendo el hilo de la idea. Tiempo, tiempo, necesitaba una eternidad…

Se oyó un grito ahogado y un golpe en la habitación contigua. Hwel dejó caer la pluma y abrió la puerta con cautela.

El chico estaba sentado en la cama, pálido. Se relajó cuando Hwel entró.

—¿Hwel?

—¿Qué pasa, hijo? ¿Pesadillas?

—¡Dioses, ha sido terrible! ¡Las he visto otra vez! Por un momento me pareció que…

Hwel, que había estado recogiendo distraídamente las ropas que Tomjon había dejado dispersas por toda la habitación, se detuvo un instante. Le interesaban los sueños. De ahí salían las ideas.

—¿Qué te pareció?

—Fue como si…, como si yo estuviera dentro de algo, dentro de un cazo o algo así, y esos tres rostros terribles me miraban fijamente.

—¿Y qué más?

—Luego las tres empezaron a discutir sobre mi nombre; y dijeron: «¿Quién será el rey después?»; y una preguntó: «¿Después de qué?»; y una de las otras dijo: «Después a secas, niña, es lo que se dice en estos casos, a ver si haces un esfuerzo». Y luego todas parecieron acercarse más, y una dijo: «Parece un poco flaco, seguro que es esa comida del extranjero»; y la más joven respondió: «Tata, te he dicho mil veces que no hay ningún país llamado Tespia». Empezaron a discutir, y una de las viejas preguntó: «Él no nos oye, ¿verdad? Parece agitado»; y la otra respondió: «Ya sabes que nunca me he aclarado con el sonido de este trasto, Esme». Se pelearon más, y entonces todo se hizo borroso y…, y me desperté —terminó—. Fue horrible, porque cada vez que se acercaban, era como si estuvieran detrás de una lupa, y yo sólo veía ojos y narices.

Hwel se encaramó al borde de la estrecha cama.

—Los sueños son muy graciosos —dijo.

—Éste no tenía nada de gracioso.

—No, pero por ejemplo yo, anoche, soñé con un hombrecillo de piernas torcidas que venía por el camino —dijo Hwel—. Llevaba un sombrero negro, y caminaba como si tuviera las botas llenas de agua.

Tomjon asintió educadamente.

—¿Sí? —dijo—. ¿Y luego?

—Luego, nada. Iba haciendo cabriolas con un bastón, era increíble…

La voz del enano se apagó. En el rostro de Tomjon había una expresión de asombro educado y un poco condescendiente, la misma que Tomjon había llegado a conocer y a temer.

—Bueno, pues a mí me pareció muy gracioso —dijo casi para sus adentros.

Pero sabía que tenía que convencer al resto de la compañía. Ellos opinaban que, si nadie lanzaba una tarta, no tenía gracia.

Tomjon saltó de la cama y empezó a vestirse.

—No pienso volver a dormir —dijo—. ¿Qué hora es?

—Más de medianoche —replicó Hwel—. Y ya sabes lo que opina tu padre sobre acostarse tarde.

—Nomevoyaacostartarde—señalóTomjonmientrasseponíalasbotas—. Me estoy levantando temprano. Levantarse temprano es una costumbre saludable. Y ahora me voy a tomar una copa muy saludable. ¿Por qué no vienes? —añadió—. Para vigilarme, claro.

Hwel le dirigió una mirada dubitativa.

—También sabes lo que opina tu padre sobre beber —dijo.

—Sí. Contó que lo hacía constantemente cuando era joven. Que le encantaba meterse la cerveza entre pecho y espalda y volver a casa a las cinco de la madrugada, destrozando ventanas por el camino. Contó que era un juerguista nato, no como esos blandengues de hoy en día, que no saben beber. —Tomjon terminó de arreglarse ante el espejo, y añadió—: ¿Sabes, Hwel? Creo que la responsabilidad se adquiere cuando te haces mayor. Como las varices.

Hwel suspiró. La memoria de Tomjon para las cosas que uno no debería haber dicho era legendaria.

—Muy bien —dijo—. Pero sólo una copa. Y en algún lugar decente.

—Te lo prometo.

Tomjon se puso el sombrero. Tenía una pluma.

—Por cierto —dijo—. ¿Cómo se mete uno la cerveza entre pecho y espalda?

—Bebiendo parte de ella y echándose encima el resto.

Si el agua del río Ankh era más espesa, con más personalidad que el agua de cualquier otro río, el aire del Tambor Remendado estaba más cargado que el de cualquier otro sitio. Era como una niebla seca.

Tomjon y Hwel observaron cómo se derramaba hacia el exterior. La puerta se abrió de golpe y un hombre salió de espaldas, sin tocar el suelo hasta que no chocó contra el muro al otro lado de la calle.

Un gigantesco troll, contratado por los propietarios para mantener una apariencia de orden en el local, salió arrastrando otros dos cuerpos inertes, que depositó sobre el asfalto antes de darles unas patadas en lugares blandos.

—Parece que ahí dentro hay una juerga, ¿no crees? —señaló Tomjon.

—Da esa impresión —asintió Hwel con un escalofrío.

Detestaba las tabernas. Todo el mundo le apoyaba la jarra en la cabeza.

Entraron rápidamente mientras el troll sostenía a un borracho inconsciente por una pierna, y le sacudía la cabeza contra el suelo en busca de cualquier objeto valioso.

Beber en el Tambor ha sido comparado a nadar en un pantano, pero en los pantanos los cocodrilos no te vacían los bolsillos antes. Doscientos ojos se clavaron en la pareja cuando se abrió camino entre la multitud hacia la barra, cien bocas se detuvieron mientras bebían, maldecían o suplicaban, y noventa y nueve ceños se fruncieron con el esfuerzo de tratar de adivinar si los recién llegados entraban en la categoría A, gente de la que tener miedo, o B, gente a la que dar miedo.

Tomjon caminó entre la gente como si el local fuera suyo y, con el ímpetu de la juventud, dio una palmada sobre la barra. El ímpetu no era bueno para la supervivencia en el Tambor Remendado.

—Dos jarras de tu mejor cerveza, posadero —dijo con un tono tan calculado que el camarero se sorprendió de verse llenando obedientemente la primera jarra antes de que el joven hubiera terminado la frase.

Hwel alzó la vista. Había un hombre muy grande a su derecha, vestido con las pieles de varios búfalos y adornado con más cadenas de las necesarias para anclar un buque de guerra. Un rostro que parecía un solar para construcción pero con pelo lo miró desde arriba.

—Demonios —dijo—. Si es un adorno para el césped.

Hwel se quedó helado. Pese a ser cosmopolitas, los habitantes de Morpork tenían una manera muy radical de tratar a los no humanos, por ejemplo, golpearles la cabeza con un ladrillo y luego tirarlos al río. Eso no se aplicaba a los troll, claro, porque es muy difícil tener prejuicios raciales contra criaturas de más de dos metros capaces de derribar una pared a mordiscos, al menos durante mucho tiempo. Pero la gente de noventa centímetros se prestaba a todo tipo de discriminaciones.

El gigante dio una palmada a Hwel en la cabeza.

—¿Dónde te has dejado la caña de pescar, adorno para el césped?

El camarero empujó las jarras sobre la encharcada barra.

—Aquí tenéis —dijo alegremente—. Una jarra. Y media jarra.

Tomjon abrió la boca para decir algo, pero Hwel le dio un codazo en la rodilla. Aguanta, aguanta, salgamos lo antes posible, es la única manera…

—¿Y el sombrerito puntiagudo? —insistió el barbudo.

La taberna se había quedado en silencio. Aquello parecía el comienzo de algo bueno.

—He dicho que dónde está tu sombrero puntiagudo, microbio.

El camarero cogió el grueso bastón con clavos que vivía bajo el mostrador, por si acaso.

—Eh… —dijo.

—Estoy hablando con el adorno para el césped.

El hombre cogió su jarra y la vació lentamente sobre la cabeza del silencioso enano.

—No volveré a esta taberna —murmuró al ver que ni aquello surtía efecto—. Ya es bastante malo que dejen entrar a los monos, pero a los pigmeos…

Ahora el silencio del bar adquirió una nueva intensidad, en la cual el sonido de un taburete apartado muy despacio fue como el crujido de las puertas del infierno. Todos los ojos se volvieron hacia el otro lado de la habitación, donde se encontraba el único cliente del Tambor Remendado que entraba en la Categoría C.

Lo que Tomjon había imaginado que era un saco viejo tirado sobre la barra, empezó a extender los brazos y…, y otros brazos, aunque estos ocupaban el lugar de las piernas. Una cara triste, con tacto de caucho, se volvió hacia el hombre de la barba con una expresión tan melancólica como las nieblas de la evolución. Sus graciosos labios se contrajeron sobre unos dientes que no tenían nada de gracioso.

—Eh… —insistió el camarero, con una voz que lo asustó hasta a él en el terrible silencio simiesco—. No lo decías en serio, ¿verdad? Lo de los monos, ¿eh? Era en broma, ¿a que sí?

Autore(a)s: