Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

Tengo muchos nombres.

—¿Cuál usas ahora mismo? —insistió Verence con algo más de deferencia.

La gente pasaba a su alrededor. En realidad, muchos pasaban a través de ellos, como fantasmas.

—Vaya, así que ha sido Felmet —añadió vagamente el rey, al ver la figura escurridiza que observaba alegremente la escena desde la cima de las escaleras—. Mi padre me dijo que no confiara en él. ¿Por qué no estoy furioso?

Glándulas —replicó la Muerte brevemente—. Adrenalina y esas cosas. Y emociones. No tienes. Ahora lo único que tienes es pensamiento.

La alta figura pareció tomar una decisión.

Todo esto es muy irregular —siguió, al parecer hablando consigo misma—. Pero ¿quién soy yo para discutir?

—Eso, ¿quién?

¿Qué?

—Que quién.

Cállate.

La Muerte inclinó el cráneo hacia un lado, como si escuchara alguna voz interior. La capucha se le deslizó hacia atrás, y el difunto rey advirtió que la Muerte parecía un esqueleto bien pulido en todo excepto en un detalle. Sus órbitas oculares tenían un brillo azul celeste. Pero Verence no tuvo miedo. No sólo porque es muy difícil tener miedo cuando los pedazos necesarios para tener miedo están tendidos en el suelo a varios metros de distancia, sino porque no había tenido miedo de verdad en toda su vida, y no estaba por la labor de empezar ahora. Esto se debía en parte a que no tenía imaginación, y en gran medida a que era uno de esos escasos individuos concentrados en el momento.

La mayoría de la gente no lo es. Viven sus vidas como una especie de borrón en torno al punto donde se encuentra su cuerpo, anticipándose al futuro o aferrándose al pasado. Suelen estar tan preocupados con lo que sucederá que sólo averiguan lo que sucede cuando ya ha sucedido. Así son la mayor parte de las personas. Aprenden a tener miedo porque no saben lo que va a suceder. Y ya les está sucediendo.

Pero Verence había vivido siempre en el presente. Al menos hasta ahora, claro.

La Muerte suspiró.

¿Debo suponer que nadie te ha mencionado nada? —aventuró.

—¿Cómo dices?

¿No has tenido premoniciones? ¿ni sueños extraños? ¿ningún loco te ha gritado nada por la calle?

—¿Sobre qué, sobre lo de morir?

No, supongo que no. Sería esperar demasiado—Suspiró la Muerte con amargura—. Siempre me lo dejan a mí.

—¿Quién? —preguntó Verence, asombrado.

Sino. Destino. Y todos los demás. —La Muerte apoyó una mano sobre el hombro del rey—. Bien, me temo que pronto te convertirás en un fantasma.

—Oh.

Bajó la vista y miró su… su cuerpo, que parecía bastante sólido. Alguien caminó a través de él.

Trata de tomártelo bien.

Verence vio cómo se llevaban su cadáver rígido de la sala con toda reverencia.

—Lo intentaré.

Así se hace.

—Pero no creo que se me dé bien todo eso de andar con sábanas blancas y cadenas —señaló—. ¿Tendré que gemir y aullar?

La Muerte se encogió de hombros.

¿Te apetece? —preguntó.

—No.

Entonces, yo en tu lugar no me preocuparía.

La Muerte se sacó un reloj de arena de entre los pliegues de la túnica oscura, y lo examinó.

Bien, tengo que marcharme ya—dijo.

Se dio media vuelta, se echó la guadaña al hombro y se dirigió hacia la pared más cercana con la evidente intención de atravesarla.

—¿Cómo? ¡Alto ahí un momento! —gritó Verence, corriendo tras ella.

La Muerte no volvió la vista. Verence la siguió a través de la pared. Fue como cruzar un banco de niebla.

—¿Eso es todo? —exigió saber—. A ver, ¿cuánto tiempo seré un fantasma? ¿Por qué soy un fantasma? ¡No puedes dejarme así! —Se detuvo y alzó un dedo imperioso, algo transparente—. ¡Alto! ¡Te lo ordeno!

La Muerte sacudió la cabeza con pesimismo y atravesó la siguiente pared. El rey corrió tras ella con toda la dignidad que le quedaba, y la encontró desatando las riendas de un gran caballo blanco. El caballo tenía una bolsa de alfalfa atada al cuello.

—¡No me puedes dejar así! —repitió, pese a las pruebas.

La Muerte se volvió hacia él.

Puedo —dijo—. Estás no muerto, ¿sabes? Los fantasmas habitan en un mundo que se encuentra entre el de los vivos y el de los muertos. No cae bajo mi jurisdicción. —Dio unas palmaditas en el hombro del rey—. Tranquilo —dijo—, no será eterno.

—Bien.

Aunque puede que te parezca eterno.

—¿Cuánto tiempo será en realidad?

Supongo que hasta que hayas realizado tu destino.

—¿Y cómo sabré cuál es mi destino? —preguntó el rey, desesperado.

Ni idea, lo siento.

—Bueno, ¿cómo lo puedo averiguar?

Tengo entendido que estas cosas se revelan tarde o temprano —replicó la Muerte al tiempo que montaba.

—Y hasta entonces, tendré que encantar este lugar. —El rey Verence miró a su alrededor, contempló los muros de piedra—. Yo solo, supongo. ¿Nadie podrá verme?

Oh, sí, los que tengan ciertos poderes psíquicos. Los parientes cercanos. Y los gatos, claro.

—Detesto los gatos.

El rostro de la Muerte se tensó un poco más, como si fuera posible. Los destellos azulados de sus órbitas oculares se tornaron rojos durante un instante.

Comprendo —dijo. Su tono sugería que la muerte era demasiado buena para los que odiaban a los gatos—. Supongo que te gustan los perros, y cuanto más grandes mejor.

—La verdad es que sí.

El rey contempló el amanecer con gesto sombrío. Sus perros. Iba a echarlos mucho de menos. Y parecía que iba a ser un día estupendo para la caza.

Se preguntó si los fantasmas cazaban. Supuso que no, casi con toda seguridad. Y tampoco comerían, ni beberían…, eso sí que era deprimente. Le gustaban los grandes banquetes, mejor con mucho jaleo, y vaciando[1] más de una jarra de buena cerveza. Y más de una de mala cerveza, claro. Pero nunca había sido capaz de diferenciarlas hasta la mañana siguiente.

Dio una patada a una piedra, y advirtió con desesperación que su pie la atravesaba. Nada de caza, ni de bebida, ni de juergas, ni de borracheras, ni de perros…, empezaba a comprender que los placeres de la carne eran más bien escasos cuando se carecía de carne. De repente, la vida no valía la pena. El hecho de no estar vivo no lo animaba en absoluto.

A algunos les gusta ser fantasmas —señaló la Muerte.

—¿Mmm? —se interesó Verence.

Tengo entendido que no está tan mal. podrás ver lo que hacen tus descendientes. ¿Perdón? ¿pasa algo?

Pero Verence había desaparecido a través de una pared.

Tranquilo, como si yo no estuviera —se enfurruñó la Muerte.

Miró a su alrededor con una mirada que podía ver a través del tiempo, el espacio y las almas de los hombres, y advirtió un terremoto en la lejana Klatch, un huracán en Howandalandia, una epidemia de peste en Hergen.

Siempre trabajo, siempre trabajo —murmuró mientras espoleaba a su caballo hacia el cielo.

Verence corrió a través de los muros de su propio castillo. Sus pies apenas rozaban el suelo…, de hecho, la irregularidad del suelo implicaba que en ocasiones no lo rozaban en absoluto.

Cuando era rey, solía tratar a los criados como si no estuvieran allí, y correr a través de ellos en forma de fantasma venía a ser casi lo mismo. La única diferencia era que no se apartaban.

Verence llegó al cuarto de los niños, vio la puerta rota, las sábanas colgadas de la ventana…

Oyó el sonido de los cascos de un caballo. Llegó junto a la ventana, vio cómo su corcel salía a toda velocidad tirando de un carro. Segundos más tarde, tres jinetes lo siguieron. El retumbar de su galope resonó sobre los guijarros antes de desaparecer.

El rey golpeó la repisa de la ventana, su puño atravesó diez centímetros de piedra.

Luego se lanzó al aire. Hizo caso omiso de la caída (que de todos modos no sintió) y medio voló medio corrió hacia los establos, al otro lado del patio.

Sólo tardó veinte segundos en comprender que, entre las muchas cosas que un fantasma no puede hacer, estaba la de montar a caballo. Consiguió encaramarse a la silla, o al menos trepar al aire sobre la silla, pero cuando el caballo se encabritó, aterrado por las cosas misteriosas que le sucedían a sus orejas, Verence se encontró a horcajas de metro y medio de aire puro.

Trató de correr, y llegó hasta la entrada de la verja antes de que el aire que lo rodeaba adquiriera la consistencia del alquitrán.

—No puedes —dijo tras él una voz vieja, triste—. Tienes que quedarte en el lugar donde te mataron. En eso consiste encantar un sitio. Hazme caso, tengo experiencia.

Yaya Ceravieja se detuvo con la segunda pastita a medio camino de la boca.

—Se acerca algo —dijo.

—¿Lo sabes porque te cosquillean los pulgares? —inquirió rápidamente Magrat.

Había aprendido mucha brujería en los libros.

—Lo sé porque me cosquillean las orejas —replicó Yaya.

Miró a Tata Ogg, arqueando las cejas. La anciana Abuela Whemper había sido una bruja excelente a su manera, pero demasiado moderna. Demasiadas flores, demasiadas ideas románticas, esas cosas.

De cuando en cuando los relámpagos mostraban el páramo que se extendía hasta el bosque, pero la lluvia sobre la cálida tierra estival había llenado el aire de espectros de niebla.

—¿Cascos de caballo? —se sorprendió Tata Ogg—. Nadie sube hasta aquí a estas horas de la noche.

Magrat miró a su alrededor tímidamente. El páramo estaba salpicado de grandes piedras verticales cuyo origen se perdía en la niebla del tiempo. Se decía que aquellas piedras tenían una vida de lo más interesante. Se estremeció.

—¿De qué hay que tener miedo? —consiguió preguntar.

—De nosotras —replicó Yaya Ceravieja, con el ceño fruncido.

El sonido del galope se acercó, se hizo más lento. Y entonces, el coche de caballos apareció entre los arbustos. El conductor saltó del vehículo, corrió hacia la puerta, sacó un fardo del interior y se dirigió precipitadamente hacia el trío.

Estaba a medio camino cuando se detuvo en seco y miró a Yaya Ceravieja con expresión de horror.

—No pasa nada —susurró ella.

El susurro destacó por encima del fragor de la tormenta con la nitidez de una campana.

Yaya Ceravieja dio unos pasos hacia delante, y un relámpago muy oportuno le permitió ver los ojos del hombre. Tenían esa mirada peculiar de los que Saben que ya no verán nada de este mundo.

Con un último movimiento compulsivo, puso el fardo en brazos de Yaya y se desplomó hacia delante. De su espalda surgía el asta emplumada de una flecha.

Tres figuras se acercaron a la hoguera. Yaya alzó la vista hacia otro par de ojos, tan gélidos como las fosas del Infierno.

Su propietario apartó la ballesta. Bajo su capa empapada brilló la cota de mallas cuando desenfundó la espada.

No hizo florituras. Los ojos que no se apartaban del rostro de Yaya no eran ojos de alguien que pierde el tiempo con florituras. Eran los ojos de alguien que sabe muy bien para qué sirven las espadas. Extendió una mano.

—Dámelo —dijo.

Yaya apartó los pliegues de la manta que tenía entre los brazos, y vio una carita dormida.

Alzó la vista.

—No —dijo, generalizando.

El soldado miró a Magrat y a Tata Ogg, que estaban tan quietas como las piedras verticales del páramo.

—¿Sois brujas? —preguntó.

Yaya asintió. Un relámpago hendió el cielo, y un arbusto a cien metros de distancia estalló en llamas. Los dos soldados rezagados murmuraron algo, pero el primer hombre sonrió y alzó una mano enfundada en un guantelete metálico.

—¿La piel de las brujas repele el acero? —preguntó.

—Que yo sepa, no —replicó Yaya con tranquilidad—. Puedes probar a ver.

Uno de los soldados se adelantó y tocó el brazo del hombre con gesto ansioso.

—Señor, con todos los respetos, señor, no creemos que sea buena idea.

—Cállate.

—Pero es que trae muy mala suerte…

—¿Tengo que ordenártelo de nuevo?

—Señor… —titubeó el hombre.

Sus ojos se cruzaron con los de Yaya un momento, reflejaban un terror desesperado.

El jefe sonrió a Yaya, que no había movido ni un músculo.

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