Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

El terciopelo frío de la noche volvió a cubrir la habitación.

Yaya hizo un último intento. Quizá se hubiera equivocado de dirección…

Un momento más tarde, se encontró tendida en el suelo, con la almohada sobre la cabeza.

Y pensar que había creído que se trataba de algo pequeño

El Castillo Lancre tembló. No fue un temblor violento, pero tampoco hacía falta, dado que su arquitectura era tal que se inclinaba incluso con la más suave brisa. Un pequeño torreón se desplomó lentamente hacia las profundidades del cañón.

El bufón estaba tendido en las baldosas, y se estremeció en sueños. Agradecía el honor que se le concedía, si es que se trataba de un honor, pero dormir en el pasillo siempre le hacía soñar con el Gremio de Bufones, entre cuyos severos muros grises había padecido durante siete años de terrible aprendizaje. Sólo que allí las baldosas eran un poco más blandas que las camas.

A pocos metros de allí, una armadura tembló suavemente. La pica vibró en el guantelete hasta terminar por hendir el aire nocturno como un murciélago y estrellarse contra las baldosas a un centímetro de la oreja del bufón.

El bufón se sentó y comprendió que seguía temblando. Igual que el suelo.

En la habitación de Lord Felmet, el temblor hacía caer cascadas de polvo de la gran cama antigua. El duque despertó de un sueño en el que una gran bestia rondaba el castillo, y descubrió horrorizado que podía ser verdad.

El retrato de un rey muerto hacía tiempo cayó de la pared. El duque gritó.

El bufón entró en la habitación, tratando de mantener el equilibrio en un suelo que se comportaba como un mar. El duque saltó de la cama y se aferró al hombrecillo.

—¿Qué pasa? —gimió—. ¿Es un terremoto?

—Por aquí no hay terremotos, mi señor —dijo el bufón, que recibió un golpe cuando una chaise-longue se deslizó sobre la alfombra.

El duque corrió hacia la ventana y miró en dirección a los bosques iluminados por la luna. Los árboles cubiertos de nieve se cimbreaban en la noche tranquila.

Un trozo de yeso se estrelló contra el suelo. Lord Felmet se dio la vuelta, y esta vez su garra elevó al bufón medio metro por encima del suelo.

Entre los muchos lujos de los que el duque había prescindido a lo largo de su vida estaba el de la ignorancia. Le gustaba sentir que sabía lo que estaba pasando. Las gloriosas inseguridades de la existencia no le atraían en absoluto.

—Son las brujas, ¿verdad? —gimió mientras su mejilla izquierda temblaba con el tic, como un pez fuera del agua—. Están ahí fuera, ¿no? Tienen una Influencia sobre el castillo, ¿a que sí?

—Pues, la verdad, señor… —empezó el bufón.

—Ellas mandan en este país, ¿no es cierto?

—No, mi señor, nunca han…

—¿Quién te ha pedido tu opinión?

El aterrado bufón temblaba de miedo justo al revés que el castillo, de manera que sólo él en toda la habitación parecía completamente quieto.

—Eh…, vos, mi señor.

—¿Vas a discutir conmigo?

—¡No, mi señor!

—Justo lo que pensaba. ¡Seguro que estás aliado con ellas!

—¡Mi señor! —exclamó el bufón, sinceramente asombrado.

—¡Todos estáis aliados con ellas! —rugió el duque—. ¡Todos vosotros, sin excepción! ¡No sois más que una panda de payasos!

Empujó al bufón a un lado y abrió de golpe el balcón. Salió al gélido aire nocturno. Contempló el reino dormido.

—¿Me oís todos? —gritó—. ¡Soy el rey!

El temblor cesó, y el duque perdió el equilibrio. Consiguió recuperarlo y se sacudió el yeso del camisón.

—Así me gusta —dijo.

Pero aquello era peor. Ahora, el bosque escuchaba. Todo lo que decía Lord Felmet se perdía en el gran vacío del silencio.

Allí fuera había algo. Lo notaba. Era tan fuerte como para sacudir el castillo, y ahora le miraba, le escuchaba.

El duque retrocedió cautelosamente, volvió a la habitación, cerró los ventanales y corrió apresuradamente las cortinas.

—Soy el rey —repitió en voz baja.

Miró al bufón, quien sintió que se esperaba alguna respuesta de él.

Este tipo es mi amo y señor, pensó. Me da el pan de cada día, o como se diga eso. En la escuela del Gremio me dijeron que un bufón debe ser fiel a su amo hasta el fin, incluso después de que todos los demás lo hayan abandonado. No importa si el señor es bueno o malo. Todo dirigente necesita un bufón. Sólo es cuestión de lealtad, es lo único que importa. Aunque él esté como una cabra, seré su bufón hasta que uno de los dos muera.

Horrorizado, se dio cuenta de que el duque estaba llorando.

El bufón rebuscó en su manga y sacó un pañuelo rojo y amarillo bastante sucio, con un bordado de cascabeles. El duque lo cogió con expresión de gratitud y se sonó la nariz. Luego se lo apartó del cuerpo y lo miró con terror demente.

—¿Es una daga lo que veo ante mí? —murmuró.

—Eh…, no, mi señor. Es un pañuelo, ¿sabéis? Si lo examináis bien, notaréis la diferencia. No tiene tantos filos.

—Buen bufón —suspiró el duque vagamente.

Completamente loco, pensó el bufón. Si perdía un tornillo más, se desmontaría. Más sonado que el pecho de un gorila.

—Arrodíllate junto a mí, bufón.

El bufón obedeció. El duque le puso una mano vendada sobre el hombro.

—¿Eres leal, bufón? —preguntó—. ¿Eres digno de confianza?

—Juré seguir a mi señor hasta la muerte —replicó el bufón con voz ronca.

El duque bajó el rostro enloquecido hacia el bufón, quien alzó la vista hacia unos ojos inyectados de sangre.

—Yo no quería —siseó en tono confidencial—. Me obligaron. Yo no quería…

La puerta se abrió de golpe. La duquesa llenó el marco. De hecho, tenía casi la misma forma.

—¡Leonal! —ladró.

El bufón se quedó fascinado por lo que sucedía en los ojos del duque. La llama roja de la locura se desvaneció, retrocedió para ser sustituida por la dura mirada azul que ya había llegado a conocer. Comprendió que aquello no significaba que el duque estuviera menos loco. Incluso la frialdad de aquella cordura era, en cierto modo, demente. El duque tenía un cerebro que funcionaba como un reloj y, como en un reloj, de vez en cuando le daban las horas.

Lord Felmet alzó la vista con tranquilidad.

—¿Sí, querida?

—¿Qué significa todo esto? —exigió saber ella.

—Deben de ser las brujas.

—La verdad, no pienso… —empezó a decir el bufón.

La mirada de Lady Felmet no se limitó a silenciarlo, casi lo clavó a la pared.

—Eso es obvio —dijo la duquesa—. Eres un payaso.

—Un bufón, mi señora.

—Tanto da. —Se volvió hacia su marido—. Vaya —siguió, sombría—. Así que aún te desafían.

El duque se encogió de hombros.

—¿Cómo quieres que luche contra la magia? —preguntó.

—Con palabras —respondió el bufón, sin pensar.

Lo lamentó al instante. Los duques lo miraron.

—¿Qué? —le interrogó la duquesa.

Al bufón se le cayó la mandolina de vergüenza.

—En…, en el Gremio —explicó, tartamudeando—, nos enseñan que las palabras pueden ser más poderosas que la magia.

—¡Payaso! —exclamó el duque—. Las palabras no son más que palabras. Sílabas breves. Palos y piedras me romperán los huesos… —Hizo una pausa, saboreando la idea—. Pero las palabras, no.

—Hay palabras que pueden hacer daño, señor —dijo el bufón—. ¡Mentiroso! ¡Usurpador! ¡Asesino!

El duque pegó un respingo y se agarró a los brazos del trono, parpadeando.

—Esas palabras no contienen verdad alguna —se apresuró a añadir el bufón—, pero pueden extenderse como un fuego subterráneo, y arder cuando…

—¡Es verdad! ¡Es verdad! —gimió el duque—. ¡Las oigo constantemente! —Se inclinó hacia delante—. ¡Son las brujas! —siseó.

—Entonces, se las puede combatir con otras palabras —aseguró el bufón—. Las palabras pueden derrotar incluso a las brujas.

—¿Qué palabras? —preguntó la duquesa, pensativa.

El bufón se encogió de hombros.

—Arpía. Malojo. Vieja idiota.

La duquesa arqueó una espesa ceja.

—No eres del todo idiota, ¿eh? —dijo—. Te refieres a los rumores.

—Exacto, mi señora.

El bufón puso los ojos en blanco. ¿Dónde se había metido?

—Son las brujas —susurró el duque, sin dirigirse a nadie en concreto—. Tenemos que hablar al mundo de las brujas. Son malvadas. Han hecho que volviera la sangre. Ni el papel de lija sirve de nada.

Hubo otro temblor mientras Yaya Ceravieja caminaba apresuradamente por los senderos estrechos y helados del bosque. Un montón de nieve se desprendió de una rama y le cayó en el sombrero.

Aquello no estaba bien, lo sabía. Nunca se había sabido de ninguna bruja que saliera en la Noche de la Vigilia de los Puercos. Iba contra la tradición. Nadie sabía por qué, pero eso tampoco importaba.

Llegó al páramo encharcado y siguió caminado. La luna creciente brillaba sobre el horizonte, y su brillo pálido iluminaba las cimas de las montañas. Allí arriba había un mundo diferente, y ni las brujas se aventuraban en él demasiado a menudo. El paisaje recordaba al nacimiento gélido del mundo, todo era hielo verde y riscos afilados en torno a valles profundos, secretos. Era un lugar no apto para seres humanos. No era hostil, al menos no más que un ladrillo o una nube, pero sí terriblemente descuidado.

Pero, en aquel momento, la miraba. Una mente distinta de todas las que Yaya había conocido centraba en ella buena parte de su atención. Alzó la vista hacia las laderas gélidas, casi esperando ver una sombra montañosa moviéndose contra las estrellas.

—¿Quién eres? —gritó—. ¿Qué quieres?

Su voz resonó por los desfiladeros, las rocas le devolvieron el eco. En lo más alto, entre los picos, oyó el ruido distante de una avalancha.

En la parte más elevada del páramo, donde en verano las perdices rondaban entre los arbustos, como imbéciles enamoradas, había una piedra vertical. Señalaba más o menos el lugar donde se reunían las brujas, aunque nunca habían trazado formalmente los límites.

La roca tenía la altura de un hombre, y era de un color azulado. Se la consideraba muy mágica, porque, aunque sólo había una, nadie había sido capaz de contarla. Si veía a alguien mirándola de forma especulativa, se escondía. Era el monolito más tímido jamás descubierto.

También era uno de los numerosos puntos de descarga para la magia que se acumulaba en las Montañas del Carnero. La tierra que la circundaba en varios metros a la redonda no estaba cubierta por la correspondiente capa de nieve, y de ella brotaba un tenue vapor.

La piedra se escondió un poco y miró a Yaya con gesto de sospecha desde detrás de un árbol.

Aguardó durante diez minutos, hasta que Magrat llegó corriendo por el camino de Comadreja Rabiosa, un pueblo cuyos bondadosos habitantes empezaban a acostumbrarse al masaje de orejas y a los remedios homeopáticos a base de flores que curaban todo lo que no fuera una decapitación consumada.[7]

Estaba sin aliento, y sólo llevaba un chal sobre el camisón, que habría sido muy revelador si Magrat hubiera tenido algo que revelar.

—¿Tú también lo notas? —preguntó.

Yaya asintió.

—¿Dónde está Gytha?

Las dos contemplaron el sendero que llevaba a la ciudad de Lancre, un racimo de luces sobre la penumbra de la nieve.

Se estaba celebrando una fiesta. La luz llegaba hasta la calle. La gente no dejaba de entrar y salir en casa de Tata Ogg, y dentro resonaban las carcajadas, los gritos infantiles y algún que otro ruido de vaso al romperse. Obviamente que en aquella casa se experimentaba la vida familiar al máximo.

Las dos brujas se quedaron en la calle, inseguras.

—¿Crees que debemos entrar? —titubeó Magrat—. No estamos invitadas. Y no hemos traído una botella.

—Me da la sensación de que ahí dentro ya hay demasiadas botellas —replicó Yaya Ceravieja, desaprobadora.

Un hombre salió tambaleándose, eructó, tropezó con Yaya, dijo: «Feliz Vigilia de los Puercos, señorita», alzó la vista hacia su rostro y recuperó la sobriedad al instante.

—Señora —le espetó Yaya.

—L-lo siento en el alma…

Yaya pasó junto a él sin prestarle atención.

—Vamos, Magrat —ordenó.

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