Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

El bufón recordó con un escalofrío como, a los seis años, se había acercado tímidamente al anciano después de comer, con un chiste que había inventado. Iba sobre un pato.

Aquello hizo que le propinara la peor paliza de su vida, cosa que supuso todo un desafío para el viejo bufón.

—Así aprenderás… —recordaba cada frase entre el tintineo de los cascabeles—, que no hay nada más serio que un chiste. De ahora en adelante, nunca… —el viejo se detuvo para cambiarse el cinturón de mano—, nunca, nunca, nunca te atrevas ni a susurrar un chiste que no haya sido aprobado por el Gremio. ¿Quién te crees para decidir qué es divertido? Sólo provocarás las risas del ignorante. Que nunca te vuelva a ver hacerlo.

Después de aquello, se dedicó exclusivamente a los trescientos ochenta y tres chistes aprobados por el Gremio, cosa que ya era bastante mala, y al glosario, que era mucho más largo y mucho peor.

Luego lo enviaron a Ankh, y allí, en las habitaciones austeras, descubrió que había más libros aparte del pesado Súper libro de la risa, con su encuadernación de piel y sus remaches de latón. Allí fuera había todo un mundo circular, lleno de lugares extraños y de gente que hacía cosas interesantes, cosas como…

Cantar. Oía a alguien cantar.

Alzó la cabeza con cautela, y se sobresaltó cuando sonaron los cascabeles de su gorro.

Los cantos continuaron. El bufón escudriñó con cautela a través del follaje que le ofrecía un escondrijo perfecto.

Los cánticos no eran demasiado buenos. La única palabra que la cantante parecía conocer era «la», pero la utilizaba con entusiasmo. La melodía daba la impresión de que la cantante creía que la gente debe cantar «lalala» en determinadas circunstancias, y estaba decidida a hacer lo que el mundo esperaba de ella.

El bufón se arriesgó a levantar la cabeza un poco más, y vio a Magrat por primera vez.

La joven había dejado de bailar por el prado, e intentaba ponerse unas margaritas en el cabello, aunque sin demasiado éxito.

El bufón contuvo el aliento. En las largas noches sobre las frías losas del pasillo, había soñado con mujeres como ella. La verdad, si era sincero, no se parecían demasiado a ella: estaban más dotadas a la altura del pecho, no tenían la nariz tan roja y puntiaguda, y su pelo no parecía un estropajo. Pero la libido del bufón era lo suficientemente inteligente como para conocer la diferencia entre lo imposible y lo probable, y puso en marcha rápidamente algunos circuitos de filtración.

Magrat cogía flores y hablaba con ellas. El bufón trató de escuchar.

—Aquí está Pluma de Algodón —dijo—. Y Tentáculo de Gusano, muy bueno para las infecciones de oído…

Ni siquiera Tata Ogg, que veía el mundo con buenos ojos, habría podido decir un sólo cumplido sobre la voz de Magrat. Pero era música para las orejas del bufón.

—Y el Falso Mago de Cinco Hojas, para los trastornos del hígado. Oh, y aquí está el Sapo Viejo, para la diarrea.

El bufón se irguió con timidez, haciendo sonar todo un carillón de cascabeles. Para Magrat fue como si en el prado, donde hasta entonces no había habido nada más amenazador que nubes de mariposas azules y abejorros ajetreados, hubiera surgido un demonio rojo y amarillo.

Un demonio que abría y cerraba la boca. Un demonio con tres cuernos amenazadores.

Una voz apremiante al fondo de su mente dijo: deberías salir corriendo, chica, como una tímida gacela. Es lo que se suele hacer en estos casos.

El sentido común intervino. Ni en sus momentos más optimistas se había comparado Magrat a una gacela, tímida o no. Además, correr no era lo suyo, un tronco de árbol la habría adelantado.

—Ehhh… —dijo la aparición.

El sentido común, del cual Magrat poseía una dosis suficiente pese a la opinión de Yaya Ceravieja, le señaló que pocos demonios tartamudeaban de una manera tan patética, o temblaban sacudiendo cascabeles.

—Hola —dijo ella.

La mente del bufón trabajaba también a toda velocidad. Empezaba a tener ganas de salir corriendo.

A Magrat no le gustaba el tradicional sombrero puntiagudo de las brujas más ancianas, pero seguía fiel a uno de los preceptos fundamentales de su oficio: no sirve de nada ser una bruja si no lo pareces. En su caso, eso se reflejaba en montones de joyas de plata con octogramas, murciélagos, arañas, dragones y otros símbolos del misticismo cotidiano. A Magrat le habría gustado pintarse las uñas de negro, pero no creía poder soportar las burlas de Yaya.

El bufón empezaba a darse cuenta de que estaba ante una bruja.

—Ooops —dijo.

Y se volvió para echar a correr.

—No… —empezó a decir Magrat.

Pero el bufón corría ya sendero abajo, hacia el castillo.

Magrat contempló la amapola que tenía entre las manos. Se pasó los dedos por el pelo, provocando una lluvia de pétalos.

Tenía la sensación de que acababa de perderse algo importante.

Sentía la imperiosa necesidad de maldecir. Conocía muchas maldiciones, la Abuela Whemper era una mujer de gran imaginación en ese aspecto; hasta las criaturas del bosque esquivaban su casita.

Pero no encontró ninguna que expresara plenamente sus sentimientos.

—Oh, caray —dijo al final.

Otra vez había luna llena y, contra lo acostumbrado, las tres brujas llegaron a la piedra vertical muy temprano. A la piedra le dio tanta vergüenza que corrió a esconderse entre unos arbustos.

—Mandón no aparece por casa desde hace dos días —dijo Tata Ogg nada más llegar—. No es propio de él. No lo encuentro por ninguna parte.

—Los gatos se saben cuidar solos —replicó Yaya Cera vieja—. Los países, no. Tengo que informaros de algo. Enciende el fuego, Magrat.

—¿Mm?

—Que enciendas el fuego.

—¿Mm? Ah. Sí.

Las dos ancianas la observaron moverse soñadora, tropezando con todo. Parecía que Magrat tenía algo en la cabeza.

—No está como de costumbre —señaló Tata Ogg.

—Sí. Puede ser toda una mejora —asintió Yaya. Se sentó en una roca—. Debería haberlo tenido encendido antes de que llegáramos. Es su trabajo.

—Tiene buena intención —dijo Tata, contemplando pensativa la espalda de Magrat.

—Yo también tenía buena intención cuando era niña, pero eso no hizo que la lengua de la Abuela Filtro perdiera filo. Las brujas jóvenes tienen que espabilarse, ya lo sabes. En nuestros tiempos era más difícil. Mírala, ni siquiera lleva sombrero puntiagudo. ¿Cómo lo va a saber la gente?

—¿Se puede saber qué te preocupa, Esme? —la interrumpió Tata.

Yaya suspiró.

—Ayer recibí una visita.

—Yo también.

Pese a la preocupación, Yaya se molestó un poco.

—¿De quién? —bufó.

—El alcalde de Lancre y unos cuantos peces gordos de la ciudad. No están nada contentos con el rey. Quieren un rey en el que puedan confiar.

—Yo no confiaría en un rey en el que confiase un pez gordo —señaló Yaya.

—Sí, pero nadie se beneficia con tanto impuesto, con tanto matar gente. El nuevo sargento que han puesto es muy aficionado a prender fuego a las casa. El viejo rey Verence también lo hacía, claro, pero… bueno…

—Ya sé, ya sé, de una manera más personal —asintió Yaya—. Se notaba que lo hacía de corazón. El pueblo sentía que los valoraba.

—Ese tal Felmet odia el reino —siguió Tata—. Lo dice todo el mundo. Me han contado que, cuando van a hablar con él, se limita a mirarlos, se ríe, se frota las manos… y tiene un tic en un ojo.

Yaya se rascó la barbilla.

—El viejo rey gritaba, los echaba a patadas y todo eso. Decía que no tenía tiempo para tenderos y gentuza semejante —añadió en tono de aprobación.

—Pero siempre lo hacía de manera muy elegante —dijo Tata Ogg—. Y además…

—El reino está preocupado —la interrumpió Yaya.

—Sí, ya lo he dicho.

—No me refiero a la gente, me refiero al reino.

Yaya se lo explicó todo. Tata la interrumpió un par de veces para formular breves preguntas. En ningún momento se le ocurrió dudar de lo que oía. Yaya Ceravieja jamás se inventaba nada.

Cuando hubo concluido, dijo:

—Vaya.

—Lo mismo pienso yo.

—Qué cosas.

—Eso mismo.

—¿Y qué hicieron entonces los animales?

—Se marcharon. Eso los había hecho reunirse, y eso los dispersó.

—¿No viste a nadie más?

—No.

—Qué extraño.

—Y tanto.

Tata Ogg contempló el sol poniente.

—No tengo noticia de que haya otros reinos que se comporten así —dijo—. Ya viste el teatro. Los reyes y esa gente se pasan el día matándose unos a otros. Los reinos se las arreglan como pueden. ¿Por qué le habrá dado a éste por ofenderse tan de repente?

—Lleva aquí mucho tiempo —replicó Yaya.

—Como todas partes —señaló Tata. Luego añadió con aires de intelectual de toda la vida—: Todos los lugares están donde están desde que los pusieron ahí. Es cosa de geografía.

—Eso sólo se refiere a la tierra. Con los reinos, no es lo mismo. Un reino está compuesto por todo tipo de cosas. Ideas. Lealtades. Recuerdos. Todo eso existe a la vez, y crea una especie de idea viviente. Compuesta por todo lo que está vivo y por lo que esto piensa. Y por lo que pensó lo que existió antes.

Magrat volvió y encendió la hoguera como si estuviera en trance.

—Ya veo que has meditado mucho sobre el tema —dijo Tata, con cautela—. Y este reino quiere un rey mejor, ¿es eso?

—¡No! Es decir, sí. Mira… —Se inclinó hacia delante—. No le gustan o le desagradan las mismas cosas que a la gente, ¿sabes?

Tata Ogg se inclinó hacia detrás.

—Parece lógico —aventuró.

—No le importa si la gente es buena o mala. Ni siquiera creo que lo sepa, igual que tú no sabes si una hormiga es buena o mala. Pero quiere que el rey lo ame.

—Sí, pero… —Tata titubeó. Le empezaba a dar un poco de miedo el brillo en los ojos de Yaya—. Hay muchos que han matado a otros para llegar a ser reyes de Lancre. Han cometido asesinatos de lo más variado.

—¡No importa! ¡No importa! —exclamó Yaya, sacudiendo los brazos. Empezó a contar con los dedos—. Razones —dijo—: Una, los reyes van por ahí matándose unos a otros porque es cosa del destino y todo eso, así que no son asesinatos de verdad, y dos, matan por el reino. Eso es lo más importante. Pero este nuevo sólo quiere el poder. Detesta el reino.

—Claro, es como un perro —asintió Magrat.

Yaya la miró boquiabierta. Luego, su expresión se suavizó.

—Una cosa así —asintió—. A un perro no le importa si su amo es bueno o malo, mientras lo quiera.

—Ya —dijo Tata—. Y a nadie ni a nada le gusta Felmet. ¿Qué podemos hacer?

—Nada. Ya sabes que no podemos entrometernos.

—Tú salvaste a aquel bebé —señaló Tata.

—¡Aquello no fue una intromisión!

—Como quieras. Pero quizá vuelva un día. Por eso del destino. Y tú dijiste que escondiéramos la corona. Oye lo que te digo, volverá. Date prisa con el té, Magrat.

—¿Y qué harás con esos peces gordos? —preguntó Yaya.

—Les dije que se las arreglaran solos. Una vez se empieza con la magia, no hay manera de pararla. Ya lo sabes.

—Claro —asintió Yaya, pero algo pensativa.

—La verdad es que no les hizo mucha gracia. Se marcharon de muy mal humor.

—¿Conocéis al bufón, al que vive en el castillo? —intervino Magrat.

—¿El bajito que bizquea? —preguntó Tata, aliviada al ver que la conversación se centraba en temas más normales.

—No es tan bajo —replicó Magrat—. ¿Tenéis idea de cómo se llama?

—Lo llaman bufón, y nada más —replicó Yaya—. Eso no es trabajo para un hombre, mira que andar por ahí con cascabeles…

—Su madre era de Beldame, más allá de Cristal Negro —dijo Tata Ogg, cuyos conocimientos sobre la genealogía de todo Lancre eran legendarios—. Una belleza, de joven. Rompió más de un corazón, y tanto que sí. Me enteré de que hubo un par de escándalos. Pero Yaya tiene razón, un bufón no es más que un bufón.

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