Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

El duque se estremeció. Algunos detalles de la noche anterior le resultaban a la vez nebulosos y horribles.

Trató de infundirse ánimos, de convencerse de que lo más desagradable ya había pasado, de que ahora tenía un reino. No era lo que se dice un gran reino, estaba compuesto de árboles en su mayoría, pero era un reino, y tenía su corona.

Si la encontraba, claro.

El castillo Lancre se alzaba sobre un saliente de roca. Lo había edificado un arquitecto que había oído hablar de Gormenghast, pero no tenía presupuesto. Había puesto su mejor voluntad con pequeñas torretas prefabricadas, vigas de rebajas y almenas, ventanucos, gárgolas torreones, patios, celdas y mazmorras de rebajas. Casi todo lo que necesita un castillo, excepto quizás unos cimientos decentes y ese mortero que no se va con la lluvia.

El castillo descendía en un picado vertiginoso hacia las blancas aguas agitadas del río Lancre, que corría trescientos metros más abajo. De cuando en cuando algunos fragmentos se precipitaban hacia la corriente.

Pero, pese a ser bastante pequeño, en aquel castillo había mil sitios donde esconder una corona.

La duquesa se marchó en busca de otra víctima a la que atormentar, dejando a Lord Felmet contemplando el paisaje con gesto sombrío. Empezaba a llover.

Fue entonces cuando alguien llamó vigorosamente a la puerta del castillo. Esto molestó mucho al portero, que en aquel momento jugaba a las cartas con el cocinero y el bufón de la corte, al calor de la cocina.

Lanzó un gruñido y se levantó.

—¿Y yo qué sé, idiota?

—Llaman afuera —dijo.

—¿Dónde? —preguntó el bufón.

—Fuera de la puerta, idiota.

El bufón le dirigió una mirada preocupada.

—El Zen enseña la relatividad de ese tipo de conceptos.

Cuando el portero se alejó gruñendo en dirección a la entrada, el cocinero echó otro leño al fuego y miró al bufón por encima de sus cartas.

—¿Qué es un Zen? —preguntó.

Las campanillas del bufón tintinearon mientras examinaba sus naipes.

—Oh, un subsector del sistema filosófico de Sumtin en Klatch dextro —respondió sin pensar—. Famoso por su sencilla austeridad y la promesa de tranquilidad personal y plenitud, que se adquieren mediante la meditación y la práctica de técnicas respiratorias. Uno de sus aspectos más interesantes es la formulación de preguntas, aparentemente sin sentido, con el objetivo de ampliar los márgenes de la percepción.

—¿Y eso cómo se come? —preguntó el cocinero, malhumorado.

Tenía los nervios de punta. Mientras desayunaba en la Sala Principal, había tenido la sensación de que alguien intentaba quitarle la bandeja de las manos. Y, por si fuera poco, el nuevo duque le había hecho preparar… Se estremeció. ¡Tostadas! ¡Y un huevo pasado por agua! El cocinero no tenía edad ya para aquellas cosas. Se aferraba a sus costumbres. Era un cocinero de la mejor tradición feudal. No preparaba nada que no tuviera una manzana en la boca y no se pudiera meter en el horno.

El bufón titubeó con una carta en la mano, disimuló el pánico y pensó a toda velocidad.

—Cosas que oye uno, pero ni idea de lo que significan —se apresuró a tartamudear.

El cocinero se tranquilizó.

—Ah, bueno —dijo, no del todo seguro.

El bufón perdió las tres bazas siguientes, sólo para convencerlo del todo.

Entretanto, el portero desatrancaba la puerta y miraba hacia el exterior.

—¿Quién hay ahí fuera? —rugió.

El soldado, pese a estar empapado y aterrado, titubeó.

—¿Fuera? ¿Fuera de dónde?

—¡Oye, si me vas a tomar el pelo, te quedas ahí todo el día!

—¡No! ¡Tengo que ver al duque ahora mismo! —gritó el guardia—. ¡Las brujas han cruzado las fronteras!

El portero estaba a punto de replicar «han elegido una buena época del año», o «ya me gustaría a mí hacer lo mismo», pero se contuvo al ver el rostro del hombre. No era el rostro de un hombre que se tomaría a bien la broma. Era el rostro de un hombre que ha visto cosas que nadie debe ver…

—¿Brujas? —preguntó Lord Felmet.

—¡Brujas! —exclamó la duquesa.

En los fríos pasillos, una voz tan tenue como el viento al cruzar una cerradura distante dijo, con cierto tono de esperanza:

—¡Brujas!

Los que tenían ciertos poderes psíquicos…

—Esto es meterse en líos, no cabe duda —dijo Yaya Ceravieja—. No puede salir nada bueno.

—A mí me parece muy romántico —insistió Magrat apasionadamente, al tiempo que dejaba escapar un suspiro.

—Cuchi cuchi cuchi —dijo Tata Ogg.

—Además —siguió Magrat—, ¡tú mataste a ese hombre horrible!

—En absoluto. No hice más que… potenciar el curso normal de los acontecimientos. —Yaya Ceravieja frunció el ceño—. No tenía el menor respeto. Cuando la gente pierde el respeto a los demás, empieza a haber problemas.

—Cuchiguapo, cuchinene, chiquitín.

—¡Ese otro hombre lo trajo aquí para salvarlo! —gritó Magrat—. ¡Quería que lo cuidáramos! ¡Es obvio! ¡Es el destino!

—Vaya, obvio —le espetó Yaya—. Claro que es obvio. Lo malo es que porque una cosa sea obvia no quiere decir que sea cierta.

Sostuvo la corona entre sus manos. Parecía muy pesada, en un sentido que no tenía nada que ver con los kilos y los gramos.

—Sí, pero lo que importa… —empezó Magrat.

—Lo que importa —la interrumpió Yaya—, es que va a venir gente a buscarlo. Gente seria. Con aspecto serio. Con aspecto de derribar muros y quemar techos de paja. Y…

—Mi nenitobonito, nenitobonito, ¿gugu?

—… y, Gytha, te garantizo que seré mucho más feliz si dejas de balbucear tonterías —estalló Yaya.

Tenía los nervios a flor de piel. Siempre le pasaba lo mismo cuando no estaba segura. Además, ahora se encontraban en la casita de Magrat, y la decoración empezaba a darle náuseas, porque Magrat creía en la sabiduría de la naturaleza, en los elfos, en el poder curativo de los colores, en el ciclo de las estaciones y en muchas otras cosas que a Yaya Ceravieja le parecían simplezas.

—¡No irás a explicarme cómo se cuida a un niño! —replicó Tata Ogg—. ¡A mí, que he tenido quince!

—Lo único que digo es que tenemos que pensarlo —insistió Yaya.

Las otras dos la miraron durante un rato.

—¿Y? —preguntó al final Magrat.

Los dedos de Yaya tamborilearon sobre el borde de la corona. Frunció el ceño.

—Lo primero que tenemos que hacer es alejarlo de aquí —dijo, y alzó una mano—. No, Gytha, estoy segura de que tu casa es ideal y todo eso, pero no es segura. Tenemos que llevarlo lejos de aquí, muy lejos, donde nadie sepa quién es. Y luego queda esto.

La corona pasó de mano en mano.

—Bah, eso es fácil —la tranquilizó Magrat—. No hay más que esconderla bajo una piedra, o algo por el estilo. Es fácil. Mucho más que los bebés.

—No lo es —replicó Yaya—. Evidentemente, el mundo está lleno de bebés y todos son parecidos, pero no he visto muchas coronas. Además, se hacen encontrar. Es como si llamaran mentalmente a la gente. Si la escondemos aquí, bajo una piedra, en menos de una semana se hará descubrir por accidente. Créeme.

—Eso es verdad, sí —se apresuró a apoyarla Tata Ogg—. ¿Cuántas veces has arrojado un anillo mágico a lo más profundo del océano y luego, cuando vuelves a casa a prepararte un té, te lo encuentras en la tetera?

Lo meditaron en silencio.

—Ninguna —replicó Yaya, enfadada—. Y tú tampoco. Además, puede que quiera recuperarla. Si es suya por derecho, claro. Los reyes aprecian mucho sus coronas. La verdad, Gytha, a veces dices unas…

—¿Queréis que prepare un poco de té? —interrumpió rápidamente Magrat, al tiempo que se precipitaba hacia la despensa.

Las dos brujas mayores se quedaron sentadas junto a la mesa, en educado (aunque tenso) silencio. Fue Tata Ogg quien lo rompió.

—Tiene una casa muy graciosa, ¿verdad? Con tantas flores y todo eso. ¿Qué son esas cosas de las paredes?

—Signos cabalísticos —contestó Yaya con amargura—. O algo por el estilo.

—Qué… curiosos —dijo Tata Ogg, educadamente—. Y todas esas túnicas, esas varas…

—Moderneces —bufó Yaya Ceravieja—. Cuando yo tenía su edad, nos teníamos que conformar con un trozo de cera y unos cuantos alfileres. En aquellos tiempos una tenía que hacerse sus propios hechizos.

—Oh, bueno, ha llovido mucho desde entonces —asintió Tata Ogg con tono de entendida.

Dedicó un gorgoteo al bebé.

Yaya Ceravieja bufó de nuevo. Tata Ogg había estado casada tres veces, y gobernaba una tribu de hijos y nietos dispersos por todo el reino. Desde luego, las brujas no tenían prohibido casarse. Yaya lo aceptaba, aunque de mala gana. De muy mala gana. Bufó otra vez, desaprobadora. Era un error.

—¿Qué es ese olor? —gruñó de repente.

—¡Ah! —exclamó Tata Ogg. Movió al bebé con todo cuidado—. Iré a ver si Magrat tiene alguna tela que me sirva…

Y Yaya se quedó sola. Se sentía cohibida, como le pasa a todo el mundo que se queda a solas en la habitación de otra persona. Tuvo que luchar contra el impulso de levantarse para inspeccionar los libros de la estantería, o averiguar si había polvo en la repisa de la chimenea. Dio más vueltas a la corona entre sus manos. Volvía a tener la impresión de que era más grande, más pesada de lo que parecía.

Vio el espejo colgado sobre la chimenea, bajó la vista hacia la corona. Era una tentación. Prácticamente le suplicaba que se la probara. Bueno, ¿por qué no? Se aseguró de que las otras brujas no estaban cerca y, con un rápido movimiento, se quitó el sombrero y se puso la corona.

Parecía hecha a medida. Yaya se irguió orgullosamente, y alzó una mano imperiosa en dirección a la repisa.

—Más te vale obedecer —dijo. Contempló con arrogancia el reloj de pared—. ¡Que le corten la cabeza! —ordenó.

Sonrió con gesto torvo.

Y se quedó helada al oír los gritos, el galope de los caballos, el silbido mortífero de las flechas, el golpe sonoro de las lanzas contra la carne. En su cabeza, la espada chocó contra el escudo, o contra otra espada, o contra el hueso…, sin cesar, una y otra vez. Los años pasaron por su mente en un segundo. En ocasiones se encontraba entre los muertos, o colgada de la rama de un árbol. Pero siempre había unas manos que la recogían y la colocaban sobre un cojín de terciopelo…

Lenta, cuidadosamente, Yaya se la quitó. Le costó todo un esfuerzo, porque la corona no se dejaba. La puso sobre la mesa.

—¿Así que en eso consiste ser rey? —dijo en voz baja—. Entonces, ¿por qué todo el mundo quiere el puesto?

—¿Lo tomas con azúcar? —preguntó Magrat tras ella.

—Hay que nacer idiota para querer ser rey —replicó Yaya.

—¿Cómo dices?

La anciana bruja se volvió.

—No te vi entrar —se disculpó—. ¿Qué me decías?

—Que si tomas el té con azúcar.

—Tres cucharaditas —pidió Yaya rápidamente.

Una de las pocas desilusiones que Yaya Ceravieja había sufrido en la vida era que, pese a todos sus esfuerzos, conservaba la complexión de una manzana bien sana, y todos los dientes. No había hechizo capaz de hacerle crecer una verruga en el rostro atractivo, aunque algo equino, y la ingestión constante de azúcar sólo había servido para proporcionarle un vigor ilimitado. Un mago con el que consultó le había explicado que se debía a que tenía un metabolismo, cosa que al menos le permitía sentirse vagamente superior a Tata Ogg, de quien sospechaba que en su vida había visto uno.

Obedientemente, Magrat le sirvió tres cucharaditas bien colmadas, al tiempo que pensaba que un «gracias» de cuando en cuando sería una agradable novedad.

Se dio cuenta de que la corona la miraba.

—Lo notas, ¿verdad? —dijo Yaya—. ¡Ya os lo dije! ¡Las coronas llaman a la gente!

—Es horrible.

—No, no. Es lo que es. No lo puede evitar.

—¡Pero es mágica!

—Sólo es lo que es —repitió Yaya.

—Quiere que me la ponga —dijo Magrat, con la mano suspendida sobre la corona.

—Sí.

—Pero seré fuerte.

—Estoy segura —replicó Yaya, con una expresión repentinamente rígida—. ¿Qué hace Gytha?

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