Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

En cambio, no conseguía infundir la misma magia a la nueva obra. La probaron unas cuantas veces para ver cómo iba. El público la seguía con atención, y luego se iban a casa. Ni siquiera se molestaban en lanzar fruta podrida. No les parecía una mala obra. Sencillamente, no les parecía nada.

Y tenía todos los ingredientes, ¿verdad? La tradición estaba llena de pueblos que se libraban de sus malos gobernantes. Las brujas siempre gustaban. La aparición de la Muerte era especialmente buena, tenía unos diálogos estupendos. Todo junto… parecía anularse, convertirse en una caótica manera de llenar el escenario durante un par de horas.

Por la noche, cuando el resto de la compañía dormía, Hwel se sentaba en uno de los carromatos y lo rescribía todo con energía febril. Reorganizó las escenas, cortó diálogos, añadió diálogos, incluyó un payaso, metió otra pelea, mejoró los efectos especiales… Nada pareció surtir efecto. La obra era como un cuadro maravilloso e intrincado, un festín de impresiones desde cerca, un mero borrón desde lejos.

Cuando las inspiraciones llegaban a toda velocidad, probó incluso a cambiar el estilo. Por la mañana, los más madrugadores se habían acostumbrado a encontrarse con los experimentos fallidos adornando el césped en torno a las carretas, como setas muy cultas.

Tomjon conservaba uno de los más extraños.

bruja 1: Llega tarde. (Pausa)

bruja 2: Dijo que vendría. (Pausa)

bruja 3: Eso dijo, pero no viene. Éste es mi último tritón. Lo guardaba para él. Pero no ha venido. (Pausa)

—Creo que no deberías esforzarte tanto —le dijo luego Tomjon—. Has hecho lo que te pidieron. Nadie exige que sea genial.

—Pero podría serlo, lo sabes. Es que no doy con ello.

—¿Estás completamente seguro de lo del fantasma?

El tono del muchacho dejaba bien claro que él no lo estaba.

—El fantasma es perfecto —estalló Hwel—. La escena del fantasma es la mejor que he escrito.

—Ya, pero quizá no sea ésta la obra adecuada para ella, es lo único que digo.

—El fantasma se queda. Vamos, muchacho.

Dos días más tarde, cuando las Montañas del Carnero eran ya un muro azul y blanco en el horizonte Eje, la compañía fue asaltada. No hubo mucho drama; acababan de cruzar un riachuelo con los carromatos y estaban descansando a la sombra de unos árboles, cuando de pronto llovieron ladrones como frutos maduros.

Hwel contempló la hilera formada por media docena de filos oxidados. Sus propietarios no parecían muy seguros de lo que tenían que hacer.

—Tenemos un recibo, esperad que lo busque… —empezó.

Tomjon le dio un codazo.

—No parecen ladrones del Gremio —susurró—. Creo que éstos son profesionales liberales.

Sería bonito decir que el jefe de los ladrones era un bestia de barba negra, con un pañuelo rojo en la cabeza, un pendiente de oro y una barbilla con la que se podían fregar cacharros. En realidad, era toda una tentación. Y reflejaba la realidad. Hwel opinaba que la pata de palo era un poco excesiva, pero, obviamente, el hombre había estudiado mucho su papel.

—Bien, bien —dijo el jefe de los bandidos—. ¿Qué tenemos aquí, llevarán dinero encima?

—Somos actores —respondió Tomjon.

—Eso responde a las dos preguntas —asintió Hwel.

—Nada de réplicas ingeniosas —advirtió el bandido—. He estado en la ciudad, ¿eh? Y las cazo al vuelo. —Se volvió a sus hombres y arqueó una ceja para indicar que su siguiente frase iba a ser divertida—. Si no andáis con cuidado, yo también puedo dar respuestas cortantes.

Se hizo un silencio mortal detrás de él, hasta que hizo un gesto impaciente con la navaja.

—Suficiente —dijo al coro de risas inseguras—. Nos llevaremos las monedas que tengáis, los objetos vendibles, la comida y la ropa.

—¿Puedo decir algo? —preguntó Tomjon.

La compañía retrocedió un paso. Hwel sonrió, mirándose los pies.

—Vas a suplicar piedad, ¿eh? —dijo el bandido.

—Más o menos.

Hwel se metió las manos en los bolsillos y alzó la vista hacia el cielo, silbando entre dientes y tratando de no esbozar una sonrisa. Sabía que los demás actores también miraban a Tomjon con expectación.

Les va a largar el discurso de la piedad de La Leyenda del Troll, pensó…

—Lo que me gustaría señalar —dijo Tomjon, y su voz cambió sutilmente, se hizo más profunda, su mano derecha se alzó automáticamente—, es que «la valía de un hombre no se mide por sus hazañas con las armas, ni por la fiereza de sus rapiñas…».

Será como cuando aquel hombre intentó atracarnos en Sto Lat, pensó Hwel. Si acaban entregándonos las espadas, ¿qué demonios hacemos con ellas? Y es muy embarazoso cuando se echan a llorar…

En aquel momento, el mundo que lo rodeaba adquirió un tinte verdoso, y le pareció distinguir otras voces, justo por encima del umbral de audición.

—¡Hay hombres con espadas, Yaya!

—… ganados con las brillantes hojas que maravillan al mundo… —dijo Tomjon, y las voces al borde de la imaginación dijeron «un rey no va por ahí pidiendo piedad. Pásame esa jarra de leche, Magrat».

—…el corazón de la compasión, el beso…

—Fue un regalo de mi tía.

—… esta joya de joyas, esta corona de coronas.

Se hizo el silencio. Dos de los bandidos lloraban ocultando el rostro entre las manos.

El jefe de los ladrones lo miró.

—¿Ya está?

Por primera vez en su vida, Tomjon se quedó desconcertado.

—Bueno…, sí —dijo—. Eh… ¿quieres que lo repita?

—Ha sido un buen discurso —reconoció el bandido—, pero no sé qué tiene que ver conmigo. Yo soy un hombre práctico. Entregadme todo lo que tengáis de valor.

Su espada descendió hasta quedar a la altura de la garganta de Tomjon.

—Y los demás, no os quedéis ahí quietos como idiotas —añadió—. Obedeced o el chico se la carga.

Wimsloe, el aprendiz, alzó cautelosamente una mano.

—¿Qué pasa? —preguntó el bandido.

—¿S-seguro que h-ha oído bien, señor?

—¡No pienso repetirlo! ¡Lo que quiero oír ahora es el tintineo de las monedas, si no vosotros oiréis un último grito!

En realidad, lo que todos oyeron fue un silbido procedente del cielo, y el golpe de una jarra de leche, congelada por el frío de las alturas, que golpeó al jefe de los bandidos en el casco.

Los ladrones restantes observaron los resultados y, en consecuencia, echaron a correr.

Los actores se quedaron mirando al bandido tirado en el suelo. Hwel dio una patada a un trozo de leche helada.

—Vaya, vaya —dijo débilmente.

—¡No les hizo efecto! —susurró Tomjon.

—Un crítico nato —lo consoló el enano.

Era una jarra azul y blanca. Es gracioso cómo los pequeños detalles destacan en momentos así. Se había roto varias veces en el pasado, eso saltaba a la vista, porque algunos trozos habían sido cuidadosamente pegados. Alguien había apreciado sinceramente aquella jarra.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó, buscando a la desesperada algún fragmento de lógica—. Es un tornado raro. Obviamente.

—Pero las jarras de leche no caen del cielo —dijo Tomjon, demostrando la asombrosa capacidad del ser humano para negar lo evidente.

—La verdad, no sé. He oído hablar de lluvias de peces, de ranas y de piedras —señaló Hwel—. No veo por qué no puede llover loza. Es uno de esos fenómenos extraños. Suceden constantemente en esta zona, no tiene nada de raro.

Volvieron a los carromatos y avanzaron en un silencio desacostumbrado. El joven Wimsloe recogió todos los trocitos de jarra que encontró, los guardó cuidadosamente en la caja de accesorios, y se pasó el resto del día observando el cielo, a la espera de un azucarero.

Los carromatos viajaron por las polvorientas laderas de las Montañas del Carnero, como simples motas en el nebuloso cristal de la bola.

—¿Están bien? —preguntó Magrat.

—No hacen más que desviarse —dijo Yaya—. Quizá se les dé muy bien lo de actuar, pero en cuestiones de viajar les queda mucho que aprender.

—Era una jarra estupenda —suspiró Magrat—. Ya no las fabrican así. Si me hubieras dicho para qué la querías, tengo una plancha de hierro en la estantería.

—Hay cosas más importantes que las jarras de leche.

—Tenía un dibujo de una margarita en la tapa.

Yaya hizo caso omiso de la afirmación.

—Creo —dijo—, que va siendo hora de que veamos a este nuevo rey. De cerca.

Lanzó una carcajada.

—Te has reído a carcajadas, Yaya —señaló Magrat, sombría.

—¡No es verdad! —Yaya buscó la palabra adecuada—. Ha sido una risita.

—Seguro que Aliss la Negra se reía a carcajadas.

—Ten cuidado o acabarás igual que ella —intervino Tata, desde su silla junto a la chimenea—. Al final se volvió algo chalada, ya sabes. Le dio por envenenar manzanas y esas cosas.

—Sólo porque me haya reído… un poco fuerte… —bufó Yaya. Notaba que se estaba poniendo a la defensiva—. Además, las carcajadas no tienen nada de malo. Con moderación, claro.

—Creo que nos hemos perdido —dijo Tomjon.

Hwel alzó la vista hacia los páramos purpúreos que los rodeaban. Se extendían hasta las imponentes torres de las montañas. Incluso en aquella época, la cúspide del verano, en los picos más altos quedaban algunos jirones de nieve. Es un paisaje de belleza descriptible.

Las abejas estaban ajetreadas, o al menos fingían estar ajetreadas entre los matorrales que bordeaban la carretera. Las sombras de las nubes se dibujaban sobre los prados alpinos. Todo estaba inmerso en uno de esos silencios avasalladores, vacíos, provocados por un entorno donde no hay gente ni maldita la falta que hace.

Donde no hay tampoco carteles indicadores.

—Nos perdimos hace quince kilómetros —replicó Hwel—. La situación en que nos encontramos ahora debe de tener otro nombre.

—Dijiste que las montañas estaban llenas de minas de enanos —dijo Tomjon—. Dijiste que un enano nunca se perdía en las montañas.

—Bajo tierra, dije bajo tierra. Todo es cuestión de estratos y formaciones rocosas. En la superficie, no. El paisaje nos impide ver bien.

—Podríamos cavarte un agujero —sugirió Tomjon.

Pero era un día agradable, y el sendero serpenteaba entre robles y pinos, las afueras del bosque, con lo que permitieron que las muías avanzaran a su paso. Hwel tenía la sensación de que el camino debía llevar a alguna parte.

Esta ficción geográfica había sido la perdición de mucha gente. Los caminos no tienen por qué llevar a algún lugar obligatoriamente. Lo único que es obligatorio es que empiecen en algún lugar.

—Nos hemos perdido, ¿verdad? —insistió Tomjon.

—Por supuesto que no.

—Entonces, ¿dónde estamos?

—En las montañas. Resultan evidentes en cualquier atlas.

—Tendríamos que parar y preguntar a alguien.

Tomjon miró a su alrededor. En algún lugar se oía el canto de un mirlo solitario, o tal vez fuera un ruiseñor… Hwel no era experto en asuntos rurales, al menos en aquellos que tenían lugar por encima del suelo. No había otro ser humano en kilómetros a la redonda.

—¿Se te ocurre alguien en concreto? —preguntó, sarcástico.

—A aquella mujer del sombrero raro —señaló Tomjon—. Hace un rato que la estoy mirando. Cuando cree que la he visto, se esconde entre los arbustos.

Hwel se volvió hacia las matas de tomillo.

—Hola, abuela —saludó.

Del arbusto brotó una cabeza indignada.

—¿Abuela de quién? —preguntó al bufón.

Hwel titubeó.

—Era una manera de hablar, señora…, señorita…

—Señorita —le espetó Yaya—. Y no soy más que una pobre anciana que recoge leña —añadió, desafiante. Se aclaró la garganta—. Ejem —siguió—. Me has asustado, joven. Mi pobre corazón.

Los carromatos quedaron en silencio. Tomjon fue quien lo rompió.

—¿Cómo dices?

—¿Qué?

—¿Qué le pasa a tu pobre corazón?

—¿Cómo que qué le pasa a mi pobre corazón? —gruñó Yaya, que no estaba acostumbrada a comportarse como una anciana, y tenía un repertorio muy limitado sobre el tema.

Pero la tradición ordena que los jóvenes herederos en busca de su destino reciban ayuda de ancianas misteriosas que recogen leña, y ella respetaba ese tipo de cosas.

—Nada, que lo has mencionado —intervino Hwel.

—Bueno, no tiene importancia. Ejem. Supongo que buscáis el camino a Lancre —dijo Yaya, apresurándose a ir al grano.

—Pues sí —asintió Tomjon—. Llevamos buscándolo todo el día.

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