Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—¿Por eso fuiste a la ciudad?

—Sí.

—¡Es repugnante!

El bufón se sentó con toda tranquilidad.

—¿Prefieres los métodos de la duquesa? —preguntó—. Ella es partidaria de matar a todo el mundo. Se le dan muy bien esas cosas. Y luego habría guerras y todo eso. Moriría mucha gente. Quizás esto sea más sencillo.

—¡No tienes agallas!

—¿Qué?

—¿No quieres morir por una causa justa?

—Preferiría vivir en paz por una causa justa. Para vosotras las brujas es muy fácil, podéis hacer lo que queráis, pero yo tengo unos deberes.

Magrat se sentó junto a él. Averigua todo lo posible sobre esa obra, le había dicho Yaya. Habla con tu amigo, el de los cascabeles. Es muy leal, había replicado ella. Puede que no quiera decirme nada. Y Yaya había lanzado uno de sus legendarios bufidos. No es momento para andarse con zarandajas. Si es necesario, sedúcelo.

—¿Y cuándo se hará esa obra? —preguntó acercándose más a él.

—Cielos, sé que no se me permite decírtelo —respondió el bufón—. El duque me dijo, «que no se enteren las brujas de que es mañana por la noche».

—Entonces, no me lo digas —asintió Magrat.

—A las ocho.

—Claro.

—Pero se reunirán a las siete y media para tomar un aperitivo.

—Supongo que tampoco puedes decirme quiénes son los invitados —suspiró la joven.

—Es cierto. La mayor parte de los dignatarios de Lancre. Comprenderás que no debo decírtelo.

—Claro, claro.

—Pero creo que tienes derecho a saber lo que no te digo.

—Bien pensado. ¿Sigue existiendo esa puertecita trasera, la que lleva a las cocinas?

—¿Ésa que casi siempre está sin guardia?

—Sí.

—Pues sigue igual que siempre.

—¿Crees que habrá alguien por allí mañana a las ocho?

—Quizás esté yo. Solo.

—Bien.

El bufón apartó el morro húmedo de una vaca inquisitiva.

—El duque os estará esperando —añadió.

—Si has dicho que dijo que no debíamos enterarnos.

—Dijo que yo no debía decíroslo. Pero también dijo: «Vendrán de todos modos, o eso espero». Es muy extraño. Parecía de buen humor. Mm…, ¿podré verte después cuando acabe la obra?

—¿No dijo nada más?

—Sí, algo sobre enseñar su futuro a las brujas. No lo entendí. De verdad, me gustaría verte después de la obra. He comprado…

—Creo que estaré lavándome el pelo —replicó Magrat vagamente—. Perdona, tengo que irme.

—Pero es que te he traído un rega…

El bufón se quedó mirando la espalda de la joven que se alejaba.

Cuando desapareció entre los árboles, suspiró y contempló el collar que llevaba firmemente entrelazado entre los dedos. Sabía que era de un gusto pésimo, pero era como a ella le gustaban, todo de plata y cráneos. Le había costado más de lo que podía gastar.

Una vaca, engañada por los cuernos de su gorro, le metió la lengua en la oreja.

Es verdad lo que dicen, pensó el bufón. A veces las brujas hacen cosas terribles a la gente.

Llegó mañana por la noche, y las brujas se dirigieron hacia el castillo de mala gana, dando un rodeo.

—Si él quiere que vayamos, yo no quiero ir —bufó Yaya—. Debe de tener algún plan. Está usando la cabezología.

—Pasa algo —asintió Magrat—. Anoche sus hombres incendiaron tres casitas en mi pueblo. Siempre da esas órdenes cuando está de buen humor. El nuevo sargento tiene la cerilla fácil.

—Mi Daff me ha dicho que ha visto a los actores practicar esta mañana —dijo Tata Ogg, que llevaba una bolsa de nueces y una petaca de bolsillo, de la que se elevaba un olor punzante—. Dice que no había más que gritos y apuñalamientos, y luego todo el mundo se preguntaba quién lo había hecho, y la gente se murmuraba cosas a gritos.

—Actores —gruñó Yaya—. Como si en el mundo no hubiera ya bastantes historias, van ellos y se inventan más.

—Además, gritan tan alto… —se quejó Tata—. No se oye lo que te dice el de al lado.

También llevaba, en un bolsillo del delantal, un trozo de piedra hechizada del castillo. El rey vería la función gratis.

Yaya asintió. Pero valdrá la pena, pensó. No tenía ni la menor idea de las intenciones de Tomjon, pero su innato sentido de lo teatral le garantizaba que el chico haría algo importante. Se preguntó si saltaría del escenario y apuñalaría al duque, y se dio cuenta de que lo estaba deseando.

—Larga vida a comosellame —dijo entre dientes—. Al rey que viene ahora.

—A ver si nos damos prisa —las acució Tata—. Si no, cuando lleguemos no quedarán canapés.

El bufón aguardaba nervioso junto a la puertecita trasera. Su rostro se animó al ver a Magrat, pero se congeló en una expresión de educada sorpresa al encontrarse también con las otras dos.

—No causaréis ningún problema, ¿verdad? —rogó—. No quiero que pase nada. Por favor.

—No entiendo a qué te refieres —bufó Yaya, pasando de largo junto a él.

—¿Qué tal, cascabeles? —saludó Tata, al tiempo que le daba un codazo en las costillas—. No nos canses mucho a la niña, ¿eh?

—¡Tata! —exclamó Magrat, horrorizada.

El bufón sonrió con la mueca desesperada de todos los jóvenes cuando se encuentran con una anciana impertinente que se mete en su vida íntima.

Las brujas mayores entraron. El bufón agarró a Magrat por un brazo.

—Conozco un lugar desde donde lo veremos todo muy bien —dijo.

Ella titubeó.

—No pasará nada —insistió el bufón—. Conmigo estás a salvo.

—Sí. Claro —murmuró Magrat, tratando de mirar a su alrededor para ver dónde se ponían las otras.

—Representarán la obra en el patio grande. La veremos muy bien desde la puerta de la torre, además allí no habrá nadie. He dejado una botella de vino para nosotros, y todo.

Al ver que todavía dudaba, añadió:

—También hay una cisterna de agua y una chimenea que los guardias usan a veces. Por si quieres lavarte el pelo.

El castillo estaba lleno de gente que se miraba de esa manera educada y algo afectada de quienes suelen verse todo el día, pero en circunstancias sociales diferentes, como en una fiesta en la oficina. Las brujas pasaron desapercibidas, y encontraron asientos en las hileras de bancos situados en el patio principal, ante el escenario rápidamente improvisado.

Tata Ogg ofreció la bolsa de nueces a Yaya.

—¿Quieres una?

Un caballero de Lancre pasó ante ella y señaló educadamente el asiento de su izquierda.

—¿Hay alguien en este sitio? —preguntó.

—Sí —respondió Tata.

El caballero contempló distraídamente el resto de los bancos, que empezaban a ocuparse a toda velocidad, y luego al espacio claramente libre que tenía delante. Se recogió los faldones de la túnica con expresión decidida.

—Creo que, en vista de que la obra comienza a empezar, sus amigos tendrán que buscarse otro sitio cuando lleguen —dijo, y se sentó.

En pocos segundos, la cara se le puso blanca. Los dientes le castañetearon. Se llevó las manos al estómago y gimió.[20]

—Yatelodije—señalóTatamientraselhombresealejabadandotumbos—. ¿Para qué preguntas, si luego no haces lo que te dicen? —Se inclinó hacia el asiento vacío—. ¿Nueces?

—No, gracias —respondió el rey Verence, haciendo un gesto con su mano espectral—. Ya sabes que me atraviesan.

—Por favor, estimados espectadores, escuchad nuestra historia…

—¿Qué es esto? —siseó Yaya—. ¿Quién es el tipo de los leotardos?

—Es el Prólogo —respondió Tata—. Tienes que tenerlo al principio, para que la gente sepa de qué va la obra.

—Pues no le entiendo nada. ¿Qué es un espectador?

—No estoy segura, pero creo que tengo un jarabe para eso.

Hubo un coro de «shhh».

—Estas nueces están durísimas —siguió Tata sin inmutarse. Escupió una que había intentado cascar con los dientes—. Las tendré que abrir con el zapato.

Yaya, en cambio, se sumergió en un silencio desacostumbrado, preocupado, e intentó prestar atención al prólogo. El teatro la hacía sentir incómoda. Tenía una magia propia, una magia que ella no controlaba, una magia que no le pertenecía. Cambiaba el mundo, decía que las cosas no eran como eran. Y lo peor de todo… era una magia que no pertenecía a las brujas y a los magos. Estaba a las órdenes de la gente común, de personas que no conocían las normas. Se dedicaban a alterar el mundo sólo porque así les parecía mejor.

El duque y la duquesa estaban sentados en sus tronos, ante el escenario. Cuando Yaya los miró, el duque se dio media vuelta, y le vio sonreír.

Quiero que el mundo siga siendo como es, pensó Yaya. Quiero que el pasado permanezca inalterado. El pasado ya no es lo que era.

La orquesta empezó a tocar.

Hwel miraba desde los bastidores, e hizo una señal a Wimsloe y a Brattsley, que salieron a la luz de las antorchas.

anciano primero: ¿Qué le sucede a la tierra?

anciana primera: Ahora impera el terror…

El enano los observó unos instantes, moviendo los labios sin emitir sonido alguno. Luego regresó a la habitación de la guardia, donde el resto del reparto terminaba de vestirse apresuradamente. Hwel lanzó el tradicional grito de rabia de los directores.

—¡Vamos! —ordenó—. ¡Soldados del rey, firmes! Y las brujas… ¿Dónde están las condenadas brujas?

Los aprendices más jóvenes se presentaron ante él.

—¡He perdido mi verruga!

—¡Este caldero está lleno de hollín!

—¡En esta peluca hay algo vivo!

—¡Calma, calma! —gritó Hwel—. ¡Todo saldrá bien la noche del estreno!

—¡Ésta es la noche del estreno, Hwel!

El enano cogió un puñado de masilla de la mesa de maquillajes, y estampó una verruga del tamaño de una naranja. La peluca de paja fue colocada bruscamente sobre la cabeza de su propietario, con habitantes y todo, y el caldero recibió una breve inspección tras lo cuál su hollín fue calificado de perfecto y adecuadísimo a las circunstancias.

En el escenario, a un guardia se le cayó el escudo, se agachó para recogerlo y se le cayó la lanza. Hwel puso los ojos en blanco y rezó en silencio a cualquier dios que le estuviera escuchando.

Las cosas ya iban mal. En las primeras representaciones, habían tenido problemas, cierto, pero Hwel había conocido un par de fracasos monumentales, y aquello llevaba camino de ser el peor de todos. Aquella compañía estaba más temblorosa que un cubo de flanes. Los diálogos eran entrecortados y tartamudeantes.

—… vengar el terror de la muerte de vuestro padre —siseó a modo de apuntador, antes de volverse hacia las temblorosas brujas.

Dejó escapar un gemido. Hubiera dado cualquier cosa por poder hacer mutis. Se suponía que aquel trío estaba aterrorizando al reino. Sólo quedaba un minuto para que entraran en escena.

—¡Bien! —exclamó, recuperando el dominio—. ¿Qué sois? Malvadas hechiceras, ¿verdad?

—Sí, Hwel —asintieron con aire sumiso.

—¡Decidme qué sois! —ordenó.

—Somos malvadas hechiceras, Hwel.

—¡Más alto!

—¡Somos Malvadas Hechiceras!

Hwel dio unos pasos, luego se giró bruscamente sobre los talones.

—¿Y qué vais a hacer?

La Segunda Bruja se rascó la poblada peluca.

—¿Vamos a maldecir a la gente? —aventuró—. Lo pone en el libreto…

—¡No os OIGO!

—¡Vamos a maldecir a la gente! —corearon los tres, mirando hacia arriba para no encontrarse con los ojos del enano.

Hwel volvió a pasear con las manos a la espalda.

—¿Qué sois?

—¡Somos brujas, Hwel!

—¿Qué clase de brujas?

—¡Brujas crueles y sanguinarias! —gritaron los tres, captando el espíritu.

—¿Qué clase de brujas crueles y sanguinarias?

—¡Malvadas brujas crueles y sanguinarias!

—¿Sois perversas?

—¡Sí!

—¿Sois astutas?

—¡Sí!

Hwel se irguió en toda su altura, por poca que fuera.

—¿Qué-sois-vo-so-tras?

—¡Somos perversas y astutas brujas malvadas, crueles y sanguinarias!

—¡Eso es!

Señaló con dedo vibrante hacia el escenario, bajó la voz y, en ese momento, una inspiración dramática se precipitó hacia él procedente de la estratosfera y acertó de lleno en su módulo creativo, haciéndole añadir:

—Ahora quiero que salgáis y los pongáis de pie. No por mí. No por el maldito capitán. —Se pasó el imaginario puro de una comisura a otra de la boca, se echó hacia atrás un casco inexistente, y rugió—. Sino por el cabo Walkowski y su perro.

Lo miraron, incrédulos.

Como si le hubieran dado el pie, a alguien se le cayó la hoja de latón, y rompió el hechizo.

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