Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—Espero que pueda —dijo—. Espero que pueda decir algo, lo que sea, señor Vitoller.

Él volvió a ponerse el sombrero. Sus ojos se encontraron, con la mirada larga y calculada de un profesional sopesando la valía de otro. Vitoller se rindió el primero, y trató de fingir que no había sido una competición.

—Bien, ¿a qué debo la visita de tres damas tan encantadoras?

La verdad era que había ganado. A Yaya se le abrió la boca involuntariamente. Ella no se habría descrito más que con un «bien conservada para su edad». Por su parte, Tata tenía las encías desnudas de un bebé, y su rostro parecía una pasa. De Magrat, lo mejor que se podía decir era que se trataba de una mujer decentemente vulgar, plana como una tabla de planchar con dos guisantes bajo el forro, aunque tuviera la cabeza demasiado llena de fantasías. Yaya advirtió que allí había una especie de magia, una magia poderosa a la que no estaba acostumbrada.

Era la voz de Vitoller. Sólo con pronunciar una palabra, transformaba el objeto al que se refería.

Mira a estas dos, se dijo, envanecidas como un par de adolescentes. Yaya consiguió contenerse para no darse una palmada en el duro trasero, y carraspeó, pensativa.

—Queremos hablar con usted, señor Vitoller. —Señaló a los actores, que estaban desmontando el escenario procurando mantenerse bien lejos de ella—. En algún lugar privado —añadió en un susurro de conspiración.

—Délo por hecho, mi querida señora —replicó él—. Actualmente, me alojo en el establecimiento público de la zona.

Las brujas miraron a su alrededor. Al final, Magrat se atrevió a preguntar:

—¿En el pub?

La Sala Principal del Castillo Lancre era fría, llena de corrientes, y la vesícula del nuevo chambelán ya no era la de otros tiempos. Se irguió y se estremeció bajo la mirada de Lady Felmet.

—Oh, sí —dijo—. Claro que tenemos. Muchas.

—¿Y la gente no hace nada? —le interrogó la duquesa.

El chambelán parpadeó.

—¿Perdón?

—¿La gente las tolera?

—Oh, por supuesto —respondió el hombre alegremente—. Se dice que trae buena suerte tener a una bruja en el pueblo. Claro que sí.

—¿Por qué?

El chambelán titubeó. La última vez que había acudido a una bruja fue a causa de ciertos problemas rectales que convertían el excusado en una cámara de torturas cotidiana, y el tarro de ungüento que le entregó la mujer convertía el mundo en un lugar mucho más agradable.

—Ellas allanan las pequeñas asperezas de la vida —respondió.

—En el lugar donde yo nací, no toleramos a las brujas —insistió la duquesa, tozuda—. Y aquí tampoco las toleraremos. Tú nos proporcionarás sus direcciones.

—¿Sus direcciones, señora?

—El lugar donde viven. Supongo que los recaudadores de impuestos las tendrán.

—Ah… —titubeó el chambelán.

El duque se inclinó hacia delante en el trono.

—Supongo que pagarán impuestos —dijo.

—Pues… no exactamente, mi señor.

Hubo un silencio.

—Sigue, hombre —le animó el duque.

—Bueno, más que «no exactamente», debería haber dicho «no en absoluto». Nunca nos pareció, es decir, el viejo rey nunca pensó…, en fin, que no pagan impuestos.

El duque apoyó una mano en el brazo de su esposa.

—Ya —dijo fríamente—. Muy bien, puedes marcharte.

El chambelán le dedicó una breve reverencia de alivio, y retrocedió hacia la puerta caminando como un cangrejo.

—¡Desde luego! —se indignó la duquesa.

—Ciertamente.

—Así gobierna un reino tu familia, ¿eh? Tenías el deber moral de asesinar a tu primo. Obviamente, era en beneficio de la especie. Los débiles no merecen sobrevivir.

El duque se estremeció. Su mujer no dejaba de recordárselo. En esencia, no veía nada de malo en matar a la gente, o al menos en ordenar que mataran a la gente y presenciarlo. Pero eso de matar a un pariente lo tenía atascado en la garganta, o (recordó) en el hígado.

—Más o menos —consiguió responder—. Pero claro, parece que hay muchas brujas, quizá sea difícil encontrar a las tres del páramo.

—Eso no importa.

—Por supuesto que no.

—Pon manos a la obra.

—Sí, mi amor.

Manos a la obra. Claro que pondría manos a la obra. Si cerraba los ojos, podía ver el cuerpo derrumbándose escaleras abajo. ¿Se había oído un siseo atragantado, en la oscuridad de la sala? Desde luego, no había estado solo. ¡Manos a la obra! Seguía intentando limpiárselas de sangre. Si lo lograba, se dijo, sería como si nada hubiera sucedido. Se las frotaba una y otra vez. Se las frotaba hasta gritar de dolor.

Yaya no se encontraba a gusto en los locales públicos. Se sentaba rígida tras su combinado de limón, como si fuera un escudo contra las tentaciones del mundo.

Por el contrario, Tata Ogg engullía con entusiasmo su tercera copa. Yaya pensó con amargura que se iba adentrando por el camino que conducía con sus habituales bailes sobre la mesa, enseñando las enaguas y cantando la canción del puercoespín.

La mesa estaba cubierta de monedas de cobre. Vitoller y su esposa, sentados cada uno a un extremo, las contaban. Era como una especie de carrera.

Yaya examinó a la señora Vitoller mientras ella arrebataba monedas a su marido casi de debajo de los dedos. Era una mujer de aspecto inteligente, que parecía tratar al hombre de la misma manera que un perro pastor a su cordero favorito. Yaya sólo conocía por referencias las complejidades de la vida marital, al igual que un astrónomo sólo puede ver la superficie de un mundo remoto y extraño, pero ya había adivinado que la esposa de Vitoller tenía que ser una mujer muy especial, con una infinita paciencia, capacidad de organización y dedos hábiles.

—Señora Vitoller —dijo al final—, ¿puedo tener el atrevimiento de preguntar si su unión ha recibido la bendición de algún fruto?

La pareja se quedó boquiabierta.

—Quiere decir… —empezó Tata Ogg.

—No, ya entiendo —la interrumpió la señora Vitoller con tranquilidad—. No, aunque tuvimos una niña.

Un pequeño nubarrón pendió sobre la mesa. Durante un segundo o dos, Vitoller pareció del tamaño de un simple ser humano, y mucho más viejo. Contempló el montoncito de dinero que tenía ante él.

—Verán, tenemos a este niño… —señaló Yaya, haciendo un gesto en dirección al bebé que Tata Ogg tenía entre sus brazos—. Necesita un hogar.

Los Vitoller se miraron. Luego, el hombre suspiró.

—Ésta no es vida para un niño —dijo—. Siempre en movimiento. Cada día en una ciudad nueva. Sin colegios. Y eso es muy importante en estos tiempos, me han dicho.

Pero no apartaba los ojos del bebé.

—¿Por qué necesita un hogar? —se interesó la señora Vitoller.

—Porque no lo tiene —replicó Yaya—. Al menos, no tiene un hogar donde lo quieran.

Se hizo un largo silencio.

—Y ustedes —dijo la señora Vitoller—, ¿qué son del niño?

—Sus madrinas —intervino rápidamente Tata Ogg.

Yaya se quedó sin habla. A ella jamás se le habría ocurrido.

Vitoller jugueteaba con las monedas que tenía delante. Su esposa le acarició la mano por encima de la mesa, y hubo un momento de comunicación sin palabras. Yaya apartó la vista. Se había convertido en una auténtica experta a la hora de leer en los rostros, pero en algunas ocasiones le gustaría no serlo.

—Es que no nos sobra el dinero… —empezó Vitoller.

—Pero lo estiraremos —replicó su mujer con firmeza.

—Sí, creo que sí. Nos encantará cuidar de él.

Yaya asintió, y rebuscó entre los más profundos pliegues de su capa. Por último, sacó una bolsita de piel que vació sobre la mesa. Había mucha plata, incluso unas moneditas de oro.

—Esto bastará para… —Se atragantó—. Para pañales y esas cosas. Ropa y todo eso. Supongo.

—Unas cien veces, más o menos —respondió Vitoller débilmente—. ¿Por qué no lo mencionó antes?

—Si tenía que comprarlos a ustedes, no valdrían la pena.

—¡Pero no sabe nada de nosotros! —se asombró la señora Vitoller.

—No, ¿verdad? —asintió Yaya con calma—. Por supuesto, querremos saber cómo van las cosas. Ustedes deberán enviarnos cartas y cosas así. Pero será mejor que no vuelvan a mencionar el tema cuando se vayan, ¿comprenden? Es por el bien del niño.

La señora Vitoller miró a las dos ancianas.

—Hay algo que no nos están contando, lo sé —dijo—. Algo importante.

Yaya titubeó, luego asintió.

—¿Y será mejor que no sepamos qué es?

Otro asentimiento.

Yaya se levantó cuando entraron varios actores, rompiendo el embrujo. Los actores tienen la costumbre de llenar todo el espacio que los rodea.

—Tengo que encargarme de algunas cosas —dijo—. Discúlpenme un momento.

—¿Cómo se llama el niño? —preguntó Vitoller.

—Tom —respondió Yaya sin titubear.

—John —dijo Tata al mismo tiempo.

Las dos brujas intercambiaron miradas. Yaya venció.

—Tom John —señaló con firmeza antes de salir.

Se reunió con una jadeante Magrat junto a la puerta.

—Encontré una caja —dijo la joven—, tenían guardadas todas las coronas y esas cosas. Así que la puse dentro, como dijiste, debajo de todas.

—Bien.

—¡Nuestra corona parecía la peor!

—Sólo es para el teatro —replicó Yaya—. ¿Te vio alguien?

—No, todos estaban muy ocupados, pero…

Magrat titubeó, y se sonrojó.

—Habla ya, chica.

—Cuando ya la había guardado, vino un hombre y me pellizcó en el trasero.

—¿De veras? —dijo Yaya—. ¿Y luego?

—Luego…, luego…

—¿Sí?

—Me dijo…, me dijo…

—¿Qué te dijo?

—Me dijo: «Hola, chata, ¿qué haces esta noche?».

Yaya meditó un momento.

—La Abuela Whemper no salía a menudo, ¿verdad? —preguntó al final.

—Tenía la pierna pachucha, ya sabes.

—Pero ¿te enseñó todo lo de la obstetricia, a asistir en los partos?

—Ah, eso sí —asintió Magrat—. Lo he hecho muchas veces.

—Pero… —Yaya titubeó, avanzaba por un territorio que le resultaba poco familiar—. Pero nunca te habló de lo que podríamos considerar… previo.

—¿Cómo dices?

—Ya sabes —insistió Yaya, al borde de la desesperación—. De los hombres, y todo eso.

Magrat parecía a punto de gritar.

—¿Qué pasa con los hombres?

Yaya Ceravieja había hecho muchas cosas desacostumbradas durante su vida, y era extraño que rechazase un desafío. Pero, esta vez, se rindió.

—Me parece —suspiró, impotente—, que sería buena idea que tuvieras una charla tranquila con Tata Ogg un día de estos. Cuanto antes, mejor.

Les llegó una ráfaga de carcajadas por la ventana, tras ellas. Los vasos entrechocaron, y una voz seca entonó una canción:

—… con una jirafa si te subes a un taburete. Pero el puercoespín…

Yaya dejó de escuchar.

—Pero que no sea ahora mismo —añadió.

La compañía teatral se puso en marcha unas horas antes del anochecer. Los cuatro carros traqueteaban por la carretera que llevaba a las llanuras Sto y a las grandes ciudades. Según la ley de Lancre, todos los cómicos, feriantes y otros criminales en potencia tenían que encontrarse antes del anochecer fuera de los muros de la ciudad. La cosa no tenía mayor importancia, porque la ciudad no tenía muros; además, a nadie le importaría si volvían a entrar en cuanto anocheciera. Pero las apariencias eran muy importantes.

Las brujas vigilaban desde la casita de Magrat, utilizando la vieja bola de cristal verde de Tata.

—Ya era hora de que aprendieras a hacer funcionar este cacharro —murmuró Yaya.

Le dio un empujoncito, llenando la imagen de ondulaciones.

—Era muy extraño —suspiró Magrat—. Lo que había en esos carros… ¡Qué cosas tenían! Árboles de papel, todo tipo de disfraces y… —Hizo amplios gestos con las manos—. Y un gran cuadro del extranjero, con todos los templos y esas cosas. Era precioso.

Yaya gruñó.

—Me pareció sorprendente cuando los actores se transformaron en reyes y nobles, ¿a vosotras no? Fue como magia.

—Magrat Ajostiernos, ¿qué estás diciendo? No era más que papel pintado. Se veía a la legua.

Magrat abrió la boca para decir algo, imaginó la discusión que seguiría, y volvió a cerrarla.

—¿Dónde está Tata? —preguntó.

—Ha salido a tumbarse en la hierba. Se encontraba mal.

Desde fuera les llegó el sonido de Tata Ogg encontrándose mal a pleno pulmón.

Magrat suspiró.

—¿Sabes una cosa? —dijo—. Si somos sus madrinas, deberíamos haberle hecho tres regalos. Es lo tradicional.

—¿De qué hablas, niña?

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