Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

En el escenario, Tomjon sudaba bajo el peso del libreto. Wimsloe era una incoherencia con forma de hombre. Ahora Gumridge, que representaba a la Duquesa Buena con una peluca de lino, había perdido también el hilo.

—Ajá, me llamáis rey malvado, aunque lo habéis susurrado para que sólo yo lo oyera —gimió el muchacho—. Y también habéis llamado a la guardia, posiblemente con una señal secreta, sin usar para nada los labios y la lengua.

Un guardia entró en escena caminado de espaldas, aún tambaleándose por el empujón de Hwel. Miró a Yaya Ceravieja.

—¿Qué es esto? —siguió Tomjon—. ¿Te he oído decir Aquí estoy, mi señora?

—¿Qué hacen éstas aquí?

Tomjon avanzó hacia la parte delantera del escenario.

—Balbuceas incoherencias, soldado. Observa cómo esquivo tu lanza traicionera. Tu lanza, hombre. Tienes agarrada la maldita lanza.

El guardia le dirigió una mirada desesperada, era incapaz de reaccionar.

Tomjon titubeó. Los tres actores que lo rodeaban miraban fijamente a las brujas. Tenía ante él, con la inevitabilidad de una declaración de renta, un duelo a espada durante el cual, si las cosas no cambiaban, tendría que detener sus propias estocadas y acabar dándose muerte de un sablazo.

Se volvió hacia las tres brujas. Se quedó boquiabierto.

Por primera vez en la vida, su asombrosa memoria lo abandonó. No se le ocurrió nada que decir.

Yaya Ceravieja se irguió. Avanzó hacia el borde del escenario. El público contuvo el aliento. Yaya alzó una mano.

—Fantasmas de la mente, engaños, marchaos. Ordeno que la verdad…, tumpitu tumpi tu tum…, impere.

Tomjon sintió que el frío lo envolvía. Los otros también se sobresaltaron.

Desde las profundidades de sus mentes en blanco, surgieron nuevas palabras, palabras teñidas de sangre y venganza, palabras que habían resonado entre las piedras del castillo, palabras acumuladas en el silicio, palabras que querían hacerse oír, palabras que aferraban sus bocas con tal fuerza que cualquier intento de no decirlas hubiera tenido como resultado una mandíbula rota.

—¿Le temes ahora? —preguntó Gumridge, la duquesa—. Está ebrio. Toma su daga, esposo…, sólo la longitud de esta hoja te separa del reino.

—No me atrevo —replicó Wimsloe atónito, tratando de mirarse los labios.

—¿Quién lo sabrá? —Gumridge movió una mano en dirección al público. Nunca había actuado tan bien—. Mira, sólo hay noche sin ojos. Toma la daga ahora, toma el reino mañana. Clava el puñal ya.

La mano de Wimsloe tembló.

—Ya la tengo, esposa, —dijo—. ¿Es una daga lo que veo ante mí?

—Claro que es una daga. Adelante, hazlo ahora. Los débiles no merecen piedad. Diremos que cayó por las escaleras.

—¡Pero la gente sospechará!

—¿Acaso no hay mazmorras? ¿No tenemos patíbulos? La propiedad es el noventa por ciento de la ley cuando esa propiedad es un cuchillo, esposo.

Wimsloe bajó el brazo.

—¡No puedo! ¡Ha sido la bondad personificada conmigo!

—Y tú puedes ser la muerte personificada para él…

Dafe oía las voces a lo lejos. Se ajustó la máscara, comprobó lo mortífero de su apariencia en el espejo, y leyó el guión en la penumbra tras el escenario.

—Temblad ahora, mortales —dijo—. Porque soy la Muerte, contra que…, contra que…

quien.

—Oh, gracias —asintió el chico, distraído—. «Contra quien ninguna cerradura aguanta…»

resiste.

—Contra quien ninguna cerradura resiste, ni vale de nada candado alguno, porque he de cobrar mi presa en esta noche de reyes.

Dafe suspiró.

—A ti te sale mucho mejor —gimió—. Pones la voz adecuada, y recuerdas los diálogos. —Se dio media vuelta—. No son más que tres líneas, pero…, Hwel… me… despellejará…

Se quedó paralizado. Sus ojos se abrieron de par en par, se convirtieron en dos platos de miedo, y la Muerte chasqueó los dedos ante su rostro rígido.

olvida —ordenó.

Se dio la vuelta y caminó silenciosamente hacia el escenario.

Su cráneo sin ojos se fijó en las perchas de disfraces, en los restos depositados sobre la mesa de maquillajes. Sus fosas nasales descarnadas olfatearon la mezcla de olores a naftalina, polvos y sudor.

Allí había algo que casi pertenecía a los dioses, pensó. Los humanos habían construido un mundo dentro del mundo, que lo reflejaba igual que una gota de agua refleja el paisaje. Y aún así…

Dentro de este pequeño mundo, se habían molestado en meter todas las cosas de las que uno habría pensado que querían escapar: odio, miedo, tiranía… La Muerte estaba intrigada. Los humanos querían estar por encima de ellos mismos, pero sus sueños los arrastraban hacia el interior de su propio ser. La Muerte estaba fascinada.

Había acudido con un objetivo muy concreto. Tenía que recoger un alma. No había tiempo para menudencias. Pero, al fin y al cabo, ¿qué era el tiempo?

Involuntariamente, esbozó unos pasos de claque sobre las losas.

… la próxima noche colgarán una estrella en la puerta de tu camerino…

Recuperó la compostura, se colocó bien la guadaña, y aguardó en silencio a que llegara su turno.

Siempre lo había hecho.

Iba a dejarlos en el sitio.

—Y tú puedes ser la muerte personificada para él. ¡Ahora!

La Muerte entró, arrastrando los pies por el escenario.

temblad ahora mortales —dijo—, porque soy la muerte, contra quien… contra quien…

Titubeó. Titubeó por primera vez en la eternidad de su existencia.

Porque, aunque la Muerte del Mundodisco estaba acostumbrada a encargarse de la defunción de millones de personas, al mismo tiempo cada muerte era un acto íntimo y personal.

Raro era que alguien viera a la muerte, sólo aquellos con poderes psíquicos. Y sus clientes, por supuesto. El motivo de que nadie más la viera era que el cerebro humano es lo suficientemente inteligente como para pasar por alto aquellas visiones demasiado espantosas, pero lo malo era que, en aquel momento, allí había varios cientos de personas esperando ver a la Muerte. Por tanto, la veían.

La Muerte se giró lentamente y contempló los centenares de ojos vigilantes.

Pese a encontrarse en las garras de la verdad, Tomjon sabía cuándo un colega actor estaba en apuros, y luchó por recuperar el control de sus labios.

—«… contra quien ninguna cerradura resiste…» —susurró entre dientes.

La Muerte lo miró con la sonrisa enloquecida de quien sufre el pánico del escenario.

¿qué? —susurró con una voz semejante a un yunque golpeado por un martillo de plomo.

—«… contra quien ninguna cerradura resiste, ni vale de nada…» —la alentó Tomjon.

contra quien ninguna cerradura resiste… Ni vale de nada… eh… —repitió la Muerte a la desesperada, sin dejar de mirar los labios del chico.

—… candado alguno…

candado alguno.

—¡No, no puedo hacerlo! —gimió Wimsloe—. ¡Me verán! ¡Hay alguien abajo, en la sala, vigilando!

—¡No hay nadie!

—¡Siento su mirada!

—¡Idiota balbuceante! ¿Tendré que hacerlo yo? ¡Mira, su pie está ya en la escalera!

El rostro de Wimsloe se contrajo de miedo e inseguridad. Hizo un gesto con la mano.

—¡No!

El grito venía de entre el público. El duque se había incorporado en su asiento, y se mordía los nudillos atormentados. Ante los ojos atónitos de todo el mundo, se dirigió hacia el escenario.

—¡No! ¡Yo no lo hice! ¡No fue así! ¡No podéis decir que fue así! ¡Vosotros no estabais allí!

Contempló los rostros asombrados que lo rodeaban, y se estremeció.

—Yo tampoco, claro —siguió con una risita—. Yo estaba durmiendo, ¿sabéis? Lo recuerdo muy bien. Había sangre en la escalera, sangre en el suelo, no había manera de lavar la sangre, pero eso no prueba nada. No se puede permitir una investigación que afecte a la seguridad de la nación. No fue más que un sueño, y cuando despierte, mañana él estará vivo. Y mañana no habrá sucedido porque nadie lo hizo. Y mañana podréis decir que no lo sabía. ¡Qué ruido hizo al caer! Como para despertar a los muertos… ¿quién habría pensado que tenía tanta sangre dentro?

A estas alturas, el duque ya había subido al escenario, y sonreía a la compañía congregada.

—Espero que esto lo aclare todo. Ja. Ja.

En el silencio que siguió, Tomjon abrió la boca para decir algo adecuado, algo tranquilizador, y descubrió que no se le ocurría nada.

Pero otra personalidad entró en él, se adueñó de sus labios y dijo:

—¡Con mi propia daga, canalla! ¡Sabía que fuiste tú! ¡Te vi en la cima de aquellas escaleras, chupándote el pulgar! Te mataría ahora mismo, pero no quiero pasarme el resto de la eternidad escuchando tus gimoteos. Yo, Verence, antes rey de…

—¿Qué clase de testigo es éste? —intervino la duquesa. Se situó ante el escenario, con media docena de soldados junto a ella—. No sois más que traidores, un montón de cómicos locos.

—¡Yo fui el rey de Lancre! —gritó Tomjon.

—En ese caso, eres la supuesta víctima —replicó la duquesa con toda tranquilidad—. Por tanto, no puedes ser testigo de la acusación. No hay precedentes.

El cuerpo de Tomjon se giró hacia la Muerte.

—¡Tú estabas allí! ¡Lo viste todo!

tengo la sospecha de que no soy una testigo apropiada.

—Por tanto, no hay pruebas, y sin pruebas no hay crimen —zanjó la duquesa. Hizo un gesto a los soldados para que se adelantaran—. Mira lo que pasa con tu experimento —dijo a su marido—. Me parece que mi sistema es mejor.

Paseó la vista por el escenario, y localizó a las brujas.

—Arrestadlas —ordenó.

—No —dijo el bufón, saliendo de entre bastidores.

—¿Qué has dicho?

—Yo lo vi todo —se limitó a responder—. Yo estaba en la Sala Principal aquella noche. Tú mataste al rey, mi señor.

—¡No es verdad! —gritó el duque—. ¡Tú no estabas allí! ¡No te vi! ¡Te ordeno que no estuvieras allí!

—Antes no te atreviste a decirlo —señaló Lady Felmet.

—Cierto, señora. Pero ahora, debo hacerlo.

El duque clavó una mirada temblorosa en él.

—Me juraste lealtad hasta la muerte, bufón —siseó.

—Es verdad, mi señor. Lo siento.

—Estás muerto.

El duque arrancó la daga de la mano de Wimsloe, se precipitó hacia delante y la hundió hasta el puño en el corazón del bufón. Magrat gritó.

El bufón se tambaleó, inseguro.

—Menos mal que todo ha terminado —murmuró.

Magrat se abrió paso hacia él entre los actores y lo estrechó contra lo que podríamos llamar su seno. El bufón se dio cuenta de que nunca había visto un seno tan de cerca, al menos desde que era un bebé. El mundo era muy cruel al reservarle tal experiencia para después de la muerte.

Con toda suavidad, apartó uno de los brazos de Magrat, se quitó el detestado gorro de picos y lo lanzó tan lejos como pudo. Comprendió que ya no tenía que ser un bufón, ni hacer reverencias, ni nada por el estilo. Eso, unido a lo de los senos, convertía la muerte en algo deseable.

—Yo no lo hice —dijo el duque.

No duele, pensó el bufón. Es raro. Pero claro, nadie siente dolor cuando está muerto. Sería una pérdida de tiempo.

—Todos habéis visto que no lo hice yo —insistió el duque.

La Muerte miró al bufón, asombrada. Luego rebuscó entre los pliegues de su túnica, y extrajo un reloj de arena. Estaba adornado con cascabeles. Lo sacudió suavemente, con lo que tintineó.

—No he ordenado que se hiciera semejante cosa —dijo el duque con tranquilidad.

Su voz parecía venir de muy lejos, de allí donde estaba ahora su mente. La compañía lo miró sin decir nada. No era posible odiar a alguien así, sólo sentir mucha vergüenza por encontrarse a su lado. Hasta el bufón sentía vergüenza, y eso que estaba muerto.

La Muerte examinó el reloj de arena, y se lo llevó a la oreja por si se había parado.

—Todos mentís —siguió el duque con su voz tranquila—. Mentir es de niños malos.

Apuñaló a los actores más cercanos con gesto soñador, suavemente, y luego mostró la daga a todo el mundo.

—¿Veis? ¡No hay sangre! ¡No fui yo! —Miró a la duquesa, que se lanzaba sobre él como un gigantesco tsunami rojo sobre un pueblecito de pescadores—. Fue ella. Ella lo hizo.

La apuñaló un par de veces como quien no quiere la cosa, luego se clavó la daga en su propio corazón, y la dejó caer.

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