Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—Ah, sí. Me aseguró que lo soltaría enseguida, Tata.

Yaya Ceravieja lanzó un bufido.

—¿Oísteis las risitas entre la multitud? —dijo—. ¡Alguien se rió!

Tata Ogg fue a sentarse junto a ella.

—Y uno o dos nos señalaron —asintió—. Lo vi.

—¡No podemos consentirlo!

Magrat se sentó en el otro extremo del tronco.

—Hay otras brujas —dijo—. Hay muchas brujas en las Montañas del Carnero. Quizá podrían ayudarnos.

Las otras dos la miraron, dolorosamente sorprendidas.

—No creo que haya que llegar tan lejos —replicó Yaya—. Pedir ayuda.

—Muy mala costumbre —asintió Tata Ogg.

—Pero si pedimos a un demonio que nos ayudara —se quejó Magrat.

—En absoluto —dijo Yaya.

—Jamás hemos hecho tal cosa.

—Le ordenamos que colaborara con nosotras.

—Exacto.

Yaya Ceravieja estiró las piernas y se miró las botas. Eran unas botas buenas, bien fuertes y resistentes.

—Por ejemplo, está esa bruja que vive de camino a Skund —dijo—. La hermana Nosequé, su hijo se hizo marinero…, ya sabes a quién me refiero, Gytha, la que te mira por encima del hombro y pone un pañito en la silla antes de que te sientes…

—Grodley —dijo Tata Ogg—. La que levanta el dedo meñique al beber el té y siempre arrastra las erres.

—Esa misma. No me he rrrebajado a hablarrr con ella desde aquel asunto de las hierrrbas, como rrrecorrrdarrrás. Le encantarrría venirrr a meterrr las narrrices, a decirrrrnos cómo tenemos que hacerlo todo. Ayuda. Menuda cosa. Estaríamos buenas si nos pasáramos el día por ahí ayudando.

—Sí, y en Skund los árboles te hablan y caminan por la noche —asintió Tata—. Sin siquiera pedir permiso. Están muy mal organizados.

—¿No están tan bien organizados como nosotras? —preguntó Magrat con toda la mala intención.

Yaya se levantó, decidida.

—Me voy a casa —dijo.

Hay miles de razones por las que la magia no domina el mundo. Se llaman «magos» y «brujas», reflexionó Magrat mientras seguía a las otras dos por el camino.

Seguramente era alguna maravillosa defensa de la naturaleza para protegerse. Se encargaba de que cualquier persona con talento para la magia estuviera tan dispuesta a cooperar como una osa con dolor de muelas, de manera que todo el peligroso poder se dispersaba sin riesgos en rivalidades y enfrentamientos personales. Había diferencias en el estilo, claro. Los magos se asesinaban unos a otros en pasillos llenos de corrientes, las brujas en cambio se limitaban a ponerse verdes en la calle. Todos eran tan ególatras como peonzas. Incluso cuando se ayudaban, en secreto lo hacían por razones egoístas. Niños creciditos, eso es lo que eran.

Excepto yo, pensó con cierto orgullo.

—Está muy enfadada, ¿verdad? —dijo a Tata Ogg.

—Bueno, ya sabes —suspiró Tata—. Es por ese problema. Cuanto más te acostumbras a la magia, más quieres usarla. Y más se interpone en tu camino. Supongo que, cuando estabas empezando, aprendiste unos cuantos hechizos de la Abuela Whemper, quenpazdescanse, y los usabas constantemente, ¿a que sí?

—Sí, claro. Todo el mundo lo hace.

—Cierto, cierto —asintió Tata—. Pero, cuando conoces más el Arte, descubres que la magia más difícil es la que no usas nunca.

Magrat meditó sobre la idea.

—No será una especie de Zen, ¿verdad?

—No sé. Nunca he visto uno.

—Cuando estábamos en las mazmorras, Yaya dijo algo sobre «probar con las rocas». A mí eso me parece magia muy difícil.

—Bueno, es que a la Abuela no se le daban muy bien las rocas —respondió Tata—. Pero no es tan difícil. No hay más que sondear sus recuerdos. Ya sabes, los viejos tiempos. Cuando estaban calientes y fluidas.

Titubeó, y se llevó la mano al bolsillo. Tocó el trozo de piedra del castillo, y se tranquilizó.

—Por un momento se me había olvidado —dijo al tiempo que lo sacaba—. Ya puedes salir.

El rey Verence era apenas visible con la claridad del día. Parpadeó. No estaba acostumbrado al sol.

—Esme —llamó Tata—. Aquí hay alguien que quiere verte.

Yaya se volvió muy despacio y miró al fantasma.

—Te vi en la mazmorra, ¿no? —dijo—. ¿Quién eres?

—Verence, rey de Lancre —respondió el fantasma. Hizo una reverencia—. ¿Tengo el honor de dirigirme a Yaya Ceravieja, decana de las brujas?

Ya hemos mencionado que el hecho de que Verence procediera de una larga estirpe de reyes no significaba que fuera del todo idiota, y un año sin las distracciones de la carne había obrado maravillas con su intelecto. Yaya Ceravieja se consideraba inmune a todo tipo de peloteo, pero el rey estaba acostumbrado a hacer tragar píldoras doradas a todo un país. La reverencia fue todo un detalle.

Yaya alzó ligeramente una comisura de la boca. Hizo una reverencia breve y rígida, porque no sabía muy bien qué significaba «decana».

—Soy yo —reconoció—. Ya puedes levantarte —añadió con regia cortesía.

Verence permaneció arrodillado, a unos cinco centímetros por encima del suelo.

—Suplico una merced —dijo.

—Venga, ¿cómo has salido del castillo? —preguntó Yaya.

—La inestimable Tata Ogg, aquí presente, me ayudó —dijo el rey—. Razoné que, si estoy atado a las piedras de Lancre, entonces también puedo ir allí a donde vayan las piedras. Me temo que he puesto en práctica un pequeño truco por mis intereses. Actualmente, vivo en su vestido.

—No eres el primero —señaló Yaya.

—¡Esme!

—Quiero suplicarte, Yaya Ceravieja, que instales a mi hijo en el trono.

—¿Instalar?

—Ya me entiendes. ¿Goza de buena salud?

Yaya asintió.

—La última vez que lo Observamos, se estaba comiendo una manzana —dijo.

—¡Su destino es ser rey de Lancre!

—Sí, bueno…, ya sabes que el destino juega malas pasadas.

—¿No me ayudarás?

Yaya parecía deprimida.

—Eso sería entrometerme —explicó—. Si te entrometes en la política, todo va de mal en peor. Y cuando empiezas, ya no hay manera de parar. Es una de las reglas básicas de la magia. Y las reglas básicas son algo muy serio.

—Entonces, ¿no me ayudarás?

—Bien…, naturalmente, algún día, cuando tu hijo sea un poco mayor…

—¿Dónde está ahora? —preguntó el rey con voz gélida.

Las brujas trataron de no mirarse entre ellas.

—Nos encargamos de que saliera del país —titubeó Yaya.

—Con una familia excelente —añadió Tata Ogg rápidamente.

—¿Qué clase de familia? —quiso saber el rey—. Espero que no será gente vulgar.

—En absoluto —respondió Yaya, recordando a Vitoller—. De vulgares no tienen nada en absoluto.

Miró a Magrat, suplicante.

—Son tespianos —dijo la joven con firmeza.

Su voz irradiaba tal aprobación que el rey asintió automáticamente.

—Oh —dijo—. Bien.

—¿De verdad? —susurró Tata Ogg—. No lo parecían.

—No haces más que demostrar tu ignorancia, Gytha Ogg —bufó Yaya. Se dirigió de nuevo al fantasma del rey—. Perdona, majestad. Esta mujer es terrible. Ni siquiera sabe dónde está Tespia.

—Esté donde esté, espero que allí sepan cómo educar a un hombre en las artes de la guerra —dijo Verence—. Conozco a Felmet. Dentro de diez años, estará más instalado aquí que un sapo sobre una piedra. —Miró a las brujas alternativamente—. ¿Qué reino se encontrará cuando regrese? He oído lo que está pasando, y eso en tan poco tiempo. ¿Os limitaréis a verlo cambiar con los años, a presenciar cómo se estropea y se pervierte?

El fantasma del rey se desvaneció. Su voz permaneció un instante en el aire, tenue como una brisa.

—Recordad, bondadosas hermanas —dijo—. El rey y la tierra son uno.

Y desapareció del todo.

Magrat rompió el silencio embarazoso sonándose la nariz.

—¿Uno? ¿Un qué?

—Tenemos que hacer algo —dijo Magrat, con la voz ahogada por la emoción—. ¡Con reglas o sin ellas!

—Esto es irritante —asintió Yaya en voz baja.

—Sí, pero ¿qué vas a hacer?

—Reflexionar sobre el tema. Pensar en ello.

—Llevas casi un año pensando —señalo Magrat.

—¿Cómo que son uno? ¿Un qué?

—No sirve de nada reaccionar así por que sí. Hay que…

Un carromato se acercó traqueteante por el camino de Lancre. Yaya hizo caso omiso.

—… considerar este asunto con mucho cuidado.

—No sabes qué hacer, ¿verdad? —dijo Magrat.

—Tonterías, sé…

—Viene una carreta, Yaya.

Yaya Ceravieja se encogió de hombros.

—Lo que los jóvenes no comprendéis… —empezó a decir.

Las brujas nunca se molestan por asuntos de seguridad vial. Todo el tráfico de los caminos de Lancre daba un rodeo en torno a ellas o, si no era posible, esperaba a que se apartaran. Yaya Ceravieja había vivido toda la vida dándolo por hecho. Si no murió sabiendo que no era un hecho fue porque Magrat, con unos reflejos mucho mejores, la empujó, y fue a caer a una zanja junto al camino.

Era una zanja muy interesante. Allí había cosas resbaladizas, descendientes directas de las cosas que habían estado en el caldo primordial de la creación. Cualquiera que pensase que el agua estancada era aburrida, podría pasar media hora muy instructiva en aquella zanja con un buen microscopio. También había plantas, hojas, piedras, y ahora tenía a Yaya Ceravieja.

Se puso en pie como pudo, roja de rabia, y se irguió como una Venus, sólo que más vieja y con plantas acuáticas.

—T-t-t… —dijo, señalando con un dedo tembloroso en dirección al carro que se alejaba.

—Era el joven Nesheley, de Tapón de Tinta —explicó Tata Ogg desde un arbusto cercano—. Su familia siempre ha sido un poco rara. Claro, su madre era de Espinilla.

—¡Casi nos atropella! —exclamó Yaya.

—Os podríais haber apartado —señaló Magrat.

—¿Apartarnos? —rugió Yaya—. ¡Somos brujas! ¡Es la gente la que se aparta de nosotras!

Salió al sendero, con el dedo aún señalando hacia el carro lejano.

—Por Hoki, le haré desear no haber nacido…

—Recuerdo que fue un bebé muy grande —dijo el arbusto—. Su madre lo pasó fatal.

—Jamás me había pasado nada semejante —siguió Yaya, todavía vibrando como la cuerda de un arco—. ¡Ya le enseñaré a atropellarnos como si fuéramos…, como si fuéramos gente normal!

—Ya sabe hacerlo —señaló Magrat—. ¿Quieres ayudarme a sacar a Tata de ese arbusto?

—Lo convertiré en…

—La gente ya no sabe lo que es el respeto, desde luego —dijo Tata mientras Magrat la ayudaba a quitarse las espinas—. ¡Supongo que es porque el rey es uno, seguro!

—¡Somos brujas! —gritó Yaya, mirando al cielo y sacudiendo los puños.

—Sí, sí —dijo Magrat—. El equilibrio armonioso del universo y esas cosas. Creo que Tata está un poco cansada.

—¿Qué he estado haciendo todo este tiempo? —dijo Yaya, con una retórica que habría hecho enmudecer a Vitoller.

—No gran cosa —señaló la joven.

—¡Se han reído de mí! ¡Se han reído de mí! ¡Y en mis propios caminos! —gritó Yaya—. ¡Esto es el colmo! ¡No pienso soportarlo durante diez años más! ¡No pienso soportarlo ni durante un día más!

En torno a ella, los árboles se sacudieron y el polvo del camino se levantó formando formas que intentaban por todos los medios apartarse de su paso. Yaya Ceravieja extendió un largo brazo y al final de él desplegó un largo dedo, de cuya uña curva brotó una breve llamarada de fuego octarino.

A un kilómetro de distancia, las cuatro ruedas se desprendieron del carromato a la vez.

—Conque encerrar a una bruja, ¿eh? —gritó Yaya a los árboles.

Tata se puso en pie como pudo.

—Será mejor que la sujetemos —susurró a Magrat.

Las dos saltaron sobre Yaya y le sujetaron los brazos al cuerpo.

—¡Le demostraré lo que puede hacer una bruja! —aulló.

—Sí, sí, muy bien, muy bien —la tranquilizó Tata—. Pero no ahora, y no así, ¿eh?

—¡Hermanas de escoba! ¡Nada menos! —gritó Yaya—. ¡Le haré…!

—Sujétala un momento, Magrat —dijo Tata Ogg mientras se arremangaba—. Con las personas versadas en el Arte, tiene que ser así —añadió.

Y le estampó una bofetada que elevó a ambas brujas por encima del suelo.

Tras el silencio sin aliento que siguió, Yaya Ceravieja dijo:

—Gracias.

Se arregló el vestido con cierta dignidad.

—Pero lo decía en serio —añadió—. Nos reuniremos esta noche junto a la piedra y haremos lo que haya que hacer.

Se ajustó las horquillas del sombrero y echó a andar con paso inseguro en dirección a su casa.

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