Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—Ha sido una idea de lo más idiota —gimió Tata—. Nunca me han gustado las alturas.

—¿Has traído algo para beber?

—Por supuesto. Como me dijiste.

—¿Y?

—Me lo he bebido, claro —replicó Tata—. Mira que tenerme aquí, a mi edad… Bueno se pondrá mi Jason si se entera.

Yaya apretó los dientes.

—En fin, pásame la energía —dijo—. Me estoy quedando sin impulso. Es increíble como…

La voz de Yaya se convirtió en un grito cuando, sin previo aviso, su escoba se precipitó hacia abajo y desapareció entre las nubes.

El bufón y Magrat se sentaron en un tronco, en un pequeño saliente desde donde se dominaba el bosque. La verdad era que las luces de Lancre no parecían muy lejanas, pero ninguno de los dos había sugerido la posibilidad de marcharse.

El aire entre ellos chisporroteaba con pensamientos no formulados y esperanzas locas.

—¿Hace mucho que eres un bufón? —preguntó Magrat educadamente.

La joven se sonrojó en la oscuridad. En aquel ambiente, parecía la menos educada de las preguntas.

—Toda la vida —respondió el bufón con amargura—. Eché los dientes con un cascabel, en vez de con un chupete.

—Supongo que es hereditario, pasa de padres a hijos —dijo Magrat.

—La verdad es que no vi mucho a mi padre. Se marchó para ser el bufón de los señores de Quirm cuando yo era pequeño —dijo el bufón—. Se peleó con mi abuelo. Vuelve de vez en cuando para ver a mi madre.

—Es terrible.

Sonó un triste tintineo cuando el bufón se encogió de hombros. Recordaba vagamente a su padre como un hombrecillo bajo, simpático, con ojos semejantes a un par de ostras. Una hazaña tan valerosa como enfrentarse al viejo debió de ser algo contrario a su naturaleza. El sonido de los dos juegos de cascabeles sacudidos por la ira aún poblaba sus pesadillas, que ya tenían material de sobra.

—Aun así —siguió Magrat, con la voz más aguda que de costumbre por la inseguridad—, debe de ser una vida muy alegre. Eso de hacer reír a la gente, quiero decir.

Al no recibir respuesta, se volvió hacia el hombre. Su rostro estaba rígido como la piedra. En voz baja, como si la joven no estuviera allí, el bufón habló.

Habló del Gremio de Bufones y Payasos en Ankh-Morpork.

Al principio, muchos visitantes lo confundían con las oficinas del Gremio de asesinos, que era el edificio agradable y soleado de al lado (los asesinos siempre tenían mucho dinero). A veces los jóvenes bufones, albergados en habitaciones que siempre eran frías, incluso en verano, oían a los jóvenes asesinos jugar al otro lado de la pared, y los envidiaban, aunque el numero de voces agudas disminuía considerablemente al final de cada trimestre (los asesinos tenían exámenes competitivos).

De hecho, ningún sonido tenía muchos problemas para colarse por encima de los grandes muros sombríos, desprovistos de ventanas. Los jóvenes bufones habían interrogado cuidadosamente a los criados, obteniendo así una imagen de la ciudad donde se encontraban. Allí fuera había tabernas, y parques. Había todo un mundo bullicioso en el que los estudiantes y aprendices de diferentes Gremios y Universidades tomaban parte, ya fuera gastando bromas en él, corriendo por él, gritando a través de él o destrozando partes de él. Había risas que no se atenían a las Cinco Cadencias ni a las Doce inflexiones. Y, aunque los estudiantes discutían estos temas en sus dormitorios, de noche, se decía que había humor no autorizado, estilos libres, sin referencia alguna al Súper libro de la Risa, ni al Consejo, ni a nadie.

Allí fuera, tras los sucios muros, la gente contaba chistes no aprobados.

Era una idea que daba que pensar. Bueno, no exactamente, porque en el Gremio no se permitía pensar. Pero, si se permitiera, lo sería.

El bufón habló con amargura del corpulento Hermano Chanzas, con su rostro enrojecido, de las noches aprendiendo las Bromas Alegres, de las largas mañanas en el gélido gimnasio aprendiendo las Dieciocho Caídas y la trayectoria aprobada para una tarta. Y haciendo juegos malabares, ¡juegos malabares! El hermano Bolo, un hombre con el alma más fría que el hielo, les enseñaba malabarismo. El hecho de que el bufón hiciera los juegos malabares mal no era lo que lo llevaba al límite de la furia. Se supone que los bufones deben hacerlos mal, sobre todo si los juegos incluyen elementos tan divertidos como tartas, antorchas encendidas o cuchillos muy afilados. Lo que volvía loco de rabia al hermano Bolo era que el Bufón hacía mal los juegos malabares porque no sabía hacerlos bien.

—¿No querías ser otra cosa? —preguntó Magrat.

—¿El qué? —suspiró el bufón—. Jamás he podido elegir.

En el último año de aprendizaje, los aprendices de bufón podían salir, pero sometidos a una temible serie de restricciones. Haciendo lastimosas reverencias por las calles, había visto por primera vez a los magos, que se movían como dignas carrozas de carnaval. Había visto a los asesinos supervivientes, jóvenes divertidos vestidos de seda negra, afilados como cuchillos bajo ella. Había visto a los sacerdotes, cuyos fantásticos trajes sólo desmerecían un poco por los grandes delantales de goma que utilizaban para los sacrificios. Cada carrera o profesión tenía su traje distintivo, según pudo advertir, y por primera vez se dio cuenta de que el uniforme que llevaba había sido diseñado meticulosamente con el único objetivo de hacer que el que lo llevara pareciera un perfecto imbécil.

Aun así, había perseverado. Se había pasado la vida perseverando.

Perseveró precisamente porque no tenía el menor talento, y porque de lo contrario su abuelo lo habría despellejado vivo. Memorizó los chistes autorizados hasta que le dolió la cabeza, y se levantó aún más temprano cada mañana para hacer juegos malabares hasta que le dolieron los codos. Perfeccionó su dominio del vocabulario cómico hasta que sólo los expertos más avanzados pudieron entenderle. Hizo reverencias y payasadas con sombría determinación, y se graduó el primero de su promoción, y le premiaron con la Vesícula de Honor. La tiró por el retrete en cuanto llegó a casa.

Magrat guardó silencio.

—¿Cuánto hace que eres bruja? —preguntó el bufón.

—¿Eh?

—O sea, ¿fuiste a clases, o algo así?

—Oh. No. La Abuela Whemper bajó un día al pueblo, nos puso en fila a todas las niñas, y me eligió a mí. Una no elige el Arte, ¿sabes? Es el Arte el que te elige.

—Sí, pero ¿cuándo te conviertes en bruja?

—Supongo que cuándo las demás brujas te tratan como si lo fueras —suspiró Magrat—. Si es que alguna vez llegan a hacerlo —añadió—. Pensé que me respetarían después de lo que hice en el pasillo. La verdad es que me salió muy bien.

—Fue una especie de rito de iniciación —comentó el bufón sin poder contenerse.

Magrat le miró sin comprender. Él carraspeó.

—¿Las otras brujas son esas dos ancianas? —añadió, cayendo de nuevo en su melancolía habitual.

—Sí.

—Supongo que tienen una personalidad muy fuerte.

—Mucho —asintió Magrat con toda su alma.

—Quizá conocieron a mi abuelo…

Magrat se miró los pies.

—La verdad es que son buenas personas —dijo—. Sólo que, cuando eres una bruja, no piensas en los demás. Bueno, sí, piensas en los demás, pero no en sus sentimientos, no sé si me comprendes. A menos que lo intentes, claro.

Volvió a mirarse los pies.

—Tú no eres así —dijo el bufón.

—Oye, me gustaría que dejaras de trabajar para el duque —suplicó Magrat, desesperada—. Ya sabes cómo es, tortura a la gente, prende fuego a las casas y todo eso.

—Pero yo soy su bufón. Un bufón tiene que ser leal a su amo. Hasta la muerte. Me temo que es la tradición. Y la tradición es muy importante.

—¡Pero si ni siquiera te gusta ser bufón!

—Lo detesto. Pero eso no tiene nada que ver. Si tengo que ser un bufón, seré el mejor.

—Eso es una payasada.

—Yo prefiero la palabra «bufonada».

El bufón se había estado acercando milímetro a milímetro.

—Si te beso —añadió con cautela—, ¿me convertiré en rana?

Magrat se miró los pies de nuevo. Se escondieron bajo su vestido, avergonzados de ser objeto de tanta atención.

Casi podía ver las sombras de Gytha Ogg y Esme Ceravieja a ambos lados de ella. El espectro de Yaya la miraba. Una bruja domina todas las situaciones, decía.

Sobre todo éstas, añadía la visión de Tata Ogg, al tiempo que le hacía un breve gesto lleno de sonrisas y movimiento de brazos.

—Tendremos que comprobarlo —dijo.

Estaba destinado a ser el beso más impresionante de la historia de los besos.

El tiempo, como había dicho Yaya Ceravieja, es una experiencia subjetiva. Los años que el bufón había pasado en el Gremio fueron una eternidad, mientras que las horas con Magrat pasaron como un par de minutos. Y, sobre Lancre, unos cuantos segundos se dilataron hasta convertirse en horas de terror aullante.

—¡Helada! —gritó Yaya—. ¡Está helada!

Tata Ogg se situó junto a ella, haciendo esfuerzos desesperados por seguir el rumbo de la tambaleante escoba. Llamas octarinas chisporroteaban en las cerdas heladas, erizándolas al azar. Se inclinó hacia delante y agarró la falta de Yaya.

—¡Ya te dije que era una tontería! —gritó—. Primero atraviesas toda esa niebla húmeda, y luego no se te ocurre más que subir hasta el aire helado, ¡vieja boba!

—¡Suéltame la falda, Gytha Ogg!

—Venga, agárrate a mí. ¡Tienes la escoba ardiendo!

Atravesaron la base del banco de nubes y gritaron al unísono cuando el suelo cubierto de arbustos apareció de la nada y se dirigió directo hacia ellas.

Y pasó de largo.

Tata bajó la vista hacia la negra perspectiva, al fondo de la cuál las aguas hirvientes resultaban apenas visibles. Estaban sobre el Desfiladero de Lancre.

De la escoba de Yaya brotaba un humo azulado, pero ella se agarró con decisión y la forzó a girar.

—¿Qué demonios haces? —rugió Tata.

—Puedo seguir el curso del río —gritó Yaya Ceravieja por encima del crepitar de las llamas—. ¡No te preocupes!

—¡Haz el favor de subir a bordo! Se ha terminado, no vas a poder…

Hubo una pequeña explosión detrás de Yaya, y un puñado de cerdas en llamas se precipitó hacia las rugientes profundidades del desfiladero. El palo de la escoba se inclinó peligrosamente, y Tata tuvo que agarrarla por los hombros.

La escoba ardiente se escapó de entre las piernas de Yaya, giró en el aire y ascendió como una flecha, dejando un rastro de chispas y produciendo un sonido semejante al de un dedo húmedo que frotara el borde de una copa.

De esta manera, Tata quedó volando cabeza abajo, sujetando a Yaya como podía. Se miraron.

—¡No puedo subirte! —gritó Tata.

—Bueno, pues es obvio que yo no puedo subir, ¿verdad? ¡Compórtate como una mujer adulta, Gytha!

Tata meditó sobre el significado de la frase. Luego, la soltó.

Tres matrimonios y una adolescencia aventurera habían proporcionado a Tata Ogg unos músculos con los que se podían cascar nueces, y la fuerza de la gravedad la absorbió en cuanto apuntó hacia abajo su escoba. Descendió como una flecha.

Más abajo, distinguió a Yaya Ceravieja, que caía a plomo mientras se sujetaba el sombrero con una mano y con la otra trataba de impedir que la gravedad le levantara las faldas. Tata enderezó la escoba con tal energía que la hizo crujir, agarró a su colega por la cintura, controló el rumbo del vuelo y, sólo entonces, respiró.

Fue Yaya Ceravieja la que rompió el silencio que siguió.

—No vuelvas a hacer eso, Gytha Ogg.

—Te lo prometo.

—Ahora, da la vuelta. Nos dirigimos al Puente de Lancre, ¿recuerdas?

Obediente, Tata hizo girar la escoba, pasando a milímetros de las paredes del cañón.

—Aún faltan kilómetros —señaló.

—Pienso hacerlo. Queda mucha noche.

—Me temo que no suficiente.

—Una bruja no conoce el significado de la palabra «fracaso», Gytha.

Surcaron de nuevo el aire claro. El horizonte era una línea de luz dorada mientras el lento amanecer del Disco empezaba a inundar la tierra, derribando los suburbios de la noche.

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