Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—¿Qué demonios es eso? —siseó Tomjon.

—Creo que es un orangután —respondió Hwel—. Un simio.

—Un mono es un mono —dijo el hombre de la barba, ante lo cual algunos de los clientes más precavidos del Tambor empezaron a dirigirse hacia la puerta—. Y lo decía en serio, ¿qué pasa? Pero estos malditos adornos para el césped…

El primer golpe de Hwel le acertó a la altura de la ingle.

Los enanos tienen fama de ser unos luchadores temibles. Cualquier raza de gente que mida noventa centímetros y use hachas para entrar en combate como si se tratara de un concurso de tala de árboles adquiere fama muy pronto. Pero los años de esgrimir una pluma en vez de un martillo había quitado a los puñetazos de Hwel parte de su energía, y aquello habría podido ser su final cuando el hombre gritó y desenfundó la espada, de no ser porque un par de manos delicadas y cuerudas se la quitaron al momento y, con poco esfuerzo, la doblaron por la mitad.[16]

Cuando el gigante rugió y se dio la vuelta, un brazo semejante a dos mangos de escoba unidos por una goma y cubiertos de pelo rojizo se desplegaron en un complicado movimiento y le golpearon en la mandíbula con tal fuerza que se alzó varios centímetros por encima del suelo antes de caer sobre una mesa.

Para cuando la mesa chocó contra otra y volcó un par de bancos, ya tenía impulso más que suficiente como para iniciar la cotidiana pelea nocturna, sobre todo teniendo en cuenta que el de la barba iba acompañado por varios amigos. Como ninguno de ellos tenía muchas ganas de atacar al simio, que con gesto soñador había cogido una botella del estante y le había roto la base contra el mostrador, golpearon a cualquiera que estuviera cerca. Este comportamiento entra dentro de la etiqueta de cualquier pelea de taberna.

Hwel se metió bajo una mesa y arrastró con él a Tomjon, que observaba el espectáculo con interés.

—¿Esto es una juerga? Nunca había visto una.

—No sería mala idea que nos marcháramos —sugirió el enano con firmeza—. Antes de que nos metamos en problemas, ya sabes.

Alguien aterrizó sobre la mesa que les servía de refugio. Se rompieron más cristales.

—¿Será una juerga de verdad, o una simple fiestecita? —preguntó Tomjon sonriente.

—¡En cualquier momento, se convertirá en una auténtica carnicería, chico!

Tomjon asintió, y salió de debajo de la mesa. Hwel lo oyó golpear la barra del bar con algo para pedir silencio.

El enano se llevó las manos a la cabeza, aterrado.

—No quería decir… —empezó.

En realidad, el hecho de pedir silencio ya era suficientemente raro en medio de una pelea de taberna, así que Tomjon obtuvo su silencio. Y llenó ese silencio.

Hwel se sobresaltó al oír la voz del chico, sonora, llena de confianza, con una proyección de primera.

—¡Hermanos! Porque hermanos llamo a todos los hombres esta noche…

El enano se asomó para ver a Tomjon, de pie en una silla, con un brazo alzado en aire declamatorio. En torno a él, los hombres se habían congelado en el acto de golpearse unos a otros, y todos lo miraban.

A la altura del tablero de la mesa, Hwel movía los labios en perfecta sincronía con las palabras de Tomjon, a medida que éste desarrollaba el familiar discurso. Se arriesgó a lanzar otra mirada.

Todos los clientes se habían erguido, recuperaban la compostura, se arreglaban las ropas y se lanzaban miradas de disculpa unos a otros. Más de uno se había puesto firme.

Hasta Hwel sintió con cosquilleo en la sangre, y él había escrito aquellas frases. Lo habían mantenido despierto una noche entera, hacía ya años, cuando Vitoller le dijo que necesitaban otros cinco minutos en el Acto III de El rey de Ankh.

—Escribe algo con marcha —pidió—. Ya sabes, algo que haga hervir la sangre a nuestros amigos de las localidades caras. Algo para que nos dé tiempo a cambiar el decorado.

En su momento, se había sentido un tanto avergonzado de aquella obra. Sospechaba que la famosa Batalla de Morpork había consistido en unos dos mil hombres perdidos en un cenagal en un día frío y húmedo, asesinándose unos a otros con espadas oxidadas. ¿Qué habría dicho el último rey de Ankh a un montón de hombres harapientos, que sabían que los superaban en número, en estrategia y en todo? Algo con garra, algo con filo, algo como un trago de coñac para un moribundo. Nada de lógica, nada de explicaciones, sólo palabras que llegaran directas al cerebro de un hombre cansado, lo agarraran por los testículos y lo pusieran en pie.

Y ahora estaba viendo su efecto.

Empezó a creer que las paredes habían caído, que había una niebla fría sobre los pantanos, con un silencio asfixiante roto sólo por los graznidos de las aves carroñeras.

Y aquella voz…

Hwel había escrito las palabras, eran suyas, ningún rey medio loco había hablado jamás así. Y las había escrito para llenar un hueco, de manera que un castillo pintado sobre tela de saco tuviera tiempo de encajar en un bastidor tras el telón, pero aquella voz estaba quitando el polvo de carbón a sus palabras, y llenaba la habitación de diamantes.

Yo hice esas palabras, pensó Hwel. Pero no me pertenecen. Le pertenecen a él.

Mira a esa gente. Ni uno ha tenido jamás un pensamiento patriótico, pero si Tomjon se lo pidiera, esta manada de borrachos atacaría el palacio del patricio esta misma noche. Y lo arrasarían.

Espero que su boca nunca caiga en malas manos…

Cuando las últimas sílabas murieron, mientras sus ecos al rojo blanco penetraban en todas las mentes de la ciudad, Hwel se repuso, salió de su escondrijo y agarró a Tomjon por la rodilla.

—Vámonos ya, idiota —siseó—. Antes de que se les pase.

Cogió al chico por el brazo con firmeza, entregó un par de entradas para el teatro al asombrado tabernero, y subió a toda velocidad por los escalones. No se detuvo hasta que no estuvieron a una calle de distancia.

—Pues yo creí que lo estaba haciendo bastante bien —dijo Tomjon.

—Demasiado bien.

El chico se frotó las manos.

—Estupendo. ¿Adónde vamos ahora?

—¿Ahora?

—¡La noche es joven!

—No, la noche ha muerto. Es el día el que es joven —aclaró apresuradamente el enano.

—Pues yo no me voy a casa todavía. ¿No hay algún lugar con gente más amable? La verdad es que no hemos bebido nada.

Hwel suspiró.

—Una taberna de trolls —dijo Tomjon—. Me han hablado bien de ellas. Hay algunas en las Sombras.[17] Quiero ver una taberna de trolls.

—Son sólo para trolls, chico. Beben lava fundida, ponen música rock y de aperitivo sirven guijarros con queso.

—¿Y los bares para enanos?

—No te gustarían —respondió Hwel de todo corazón—. Además, te darías con la cabeza contra el techo.

—Ya, están hechas a medida.

—Mira, ¿cuánto tiempo seguido crees que podrías cantar sobre el oro?

—«Es amarillo, y tintinea, y sirve para comprar cosas» —probó Tomjon mientras atravesaban la atestada Plaza de las Lunas Rotas—. Unos cuatro segundos, más o menos.

—Exacto. Tras cinco horas, se vuelve un poco repetitivo.

Hwel dio una patada a una piedra, malhumorado. Había investigado en unos cuantos bares de enanos la última vez que se detuvieron en una ciudad, y no le gustaron. Por algún motivo extraño, sus compañeros expatriados, que en su hogar no hacían nada más reprobable que practicar la minería y cazar criaturitas peludas, en la ciudad se sentían impulsados a vestir calzoncillos de hierro, pasear con hachas colgadas del cinturón y adoptar nombres como Timkin Sacatripas. Y, en cuestión de echarse tragos entre pecho y espalda, nadie ganaba a un enano de ciudad. A veces ni siquiera usaban la boca.

—Además —añadió—, te echarían por ser demasiado creativo. La letra de las canciones es «Oro, oro, oro, oro, oro, oro».

—¿Y el estribillo?

—Oro, oro, oro, oro, oro —dijo Hwel.

—Te has dejado un «oro».

—Es porque no estoy cortado para ser un enano.

—Yo diría que te cortaron demasiado, adorno para el césped —sonrió Tomjon.

Hwel tomó aliento.

—Lo siento —se apresuró a añadir el muchacho—. Es que como mi padre…

—A tu padre lo conozco desde hace mucho —dijo Hwel—, en lo bueno y en lo malo, aunque ha habido bastante más malo que bueno. Desde antes de que tú nacie… —Titubeó—. Eran tiempos difíciles —murmuró—. Lo que quiero decir es que… algunas cosas uno tiene que ganárselas.

—Sí. Lo siento.

—Es que, verás… —Hwel se detuvo ante la entrada de un callejón oscuro—. ¿No has oído nada? —preguntó.

Escudriñaron la negrura del callejón, demostrando otra vez que acababan de llegar a la ciudad. Los morporkianos no miran en los callejones oscuros, oigan los ruidos que oigan. Si ven cuatro figuras peleando, su primer instinto no es correr en ayuda de nadie, o al menos no correr en ayuda de nadie que parezca ir perdiendo. No gritan, «¡Ayuda!» y, sobre todo, no ponen cara de asombro cuando los asaltantes, en vez de huir con gesto culpable, les muestran una tarjeta.

—¿Qué es esto? —preguntó Tomjon.

—¡Es un payaso! —exclamó Hwel—. ¡Han atracado a un payaso!

—Licencia de Robo —dijo Tomjon, sosteniendo la tarjeta cerca de la luz.

—Exacto —dijo uno de los tres hombres, el jefe—. Pero ahora no podemos atenderos, ya nos íbamos a casa.

—Cierto —asintió uno de los ayudantes—. Es por eso de la cuota.

—¡Pero si le estabais dando patadas!

—Qué va, sólo unas pocas. Eran patadas flojitas.

—Sí el muy cretino se enfrentó a Ron, ¿verdad?

—Sí. Hay gente que no sabe comportarse.

—Malditos despiadados… —empezó Hwel, pero Tomjon le puso una mano en la cabeza, en gesto de advertencia.

El chico dio la vuelta a la tarjeta. El reverso decía:

J. H. «Pie de Paja» Boggis y Sobrinos

Ladrones Profesionales

La Firma Original

(Fundada en 1789)

Se realizan todo tipo de robos.

Se desvalijan casas. Servicio las 24 horas.

Ningún encargo es demasiado pequeño.

PREGUNTE POR NUESTRAS TARIFAS FAMILIARES.

—Parece en orden —dijo, de mala gana. Hwel se detuvo mientras ayudaba a levantarse a la maltratada víctima.

—¿En orden? —gritó—. ¿Robar a alguien?

—Le daremos un recibo, claro —dijo Boggis—. Menos mal que se ha encontrado con nosotros. Algunos de los recién llegados al negocio no tienen ni idea.[18]

—Intrusismo —asintió Tomjon.

Boggis abrió la bolsa del bufón, que se había colgado del cinturón. Entonces, palideció.

—Oh, demonios —gimió.

Los sobrinos se agruparon en torno a él.

—La hemos hecho buena.

—Y es la segunda vez este año, tío.

Boggis miró a la víctima.

—¿Cómo iba a saberlo? No había manera, ¿o sí? Miradlo bien. ¿Cuánto habríais supuesto que llevaba encima? Un par de monedas, ¿a que sí? Si no, no nos habríamos encargado, pero nos caía de camino a casa. Esto es lo que pasa por hacerle favores a la gente.

—¿Cuánto tiene? —preguntó Tomjon.

—Aquí debe de haber cien monedas de plata —gimió Boggis, señalando la bolsa—. Eso cae fuera de mis tarifas, no tengo autorización. No puedo encargarme de tanto dinero. Para robar estas cantidades hay que estar en el Gremio de Abogados, o algo así.

—En ese caso, devuélveselo —sugirió Tomjon.

—¡Pero si ya le he hecho el recibo!

—El Gremio es muy estricto con las cuentas —explicó uno de los sobrinos.

Hwel cogió a Tomjon por la mano.

—¿Nos disculpas un momento? —pidió al nervioso jefe de los ladrones. Arrastró a Tomjon al otro lado del callejón—. A ver —dijo—. ¿Quién se ha vuelto loco? ¿Ellos? ¿Yo? ¿Tú?

Tomjon se lo explicó.

—¿Así que es legal?

—Hasta cierto punto. Fascinante, ¿eh? Un tipo me lo contó en el bar.

—¿Pero han robado demasiado!

—Eso parece. Tengo entendido que el Gremio es muy estricto con las cuotas.

La víctima, agarrada a sus brazos, dejó escapar un gemido. Tintineaba.

—Cuida de él —dijo Tomjon—. Arreglaré esto.

Volvió con los ladrones, que parecían muy preocupados.

—Mi cliente opina que podría resolverse la situación si le devolvéis el dinero —explicó.

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