Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

Vitoller sacudió la cabeza.

—Lo siento.

—¡Pero si viene mucho público a vernos! —exclamó Tomjon.

—Sí, hijo, sí. Pero pagan en monedas de cobre. Los fabricantes de esas máquinas quieren plata. Si queríamos ser hombres…, si queríamos ser gente rica —se corrigió apresuradamente—, tendríamos que haber nacido carpinteros —dijo, intranquilo—. Le debo a Chrystophrase el Troll más de lo conveniente.

Los otros dos se miraron.

—¿El que arranca los miembros a la gente? —preguntó Tomjon.

—¿Cuánto le debes? —quiso saber Hwel.

—No pasa nada —los tranquilizó Vitoller—. Voy pagando los intereses. Más o menos.

—Sí, pero ¿qué quiere?

—Un brazo y una pierna.

El enano y el muchacho se miraron, horrorizados.

—¿Cómo puedes haber sido tan…?

—¡Lo hice por vosotros dos! Tomjon se merece un escenario mejor, no debe perder la salud durmiendo en carromatos, sin conocer nunca un hogar. Y tú, amigo mío, tienes que asentarte, debes tener todas las cosas que quieres, trampillas, máquinas para hacer olas, todo eso. Vosotros me convencisteis, y me pareció bien. Estar siempre en los caminos no es vida, es terrible tener que hacer dos funciones al día ante un puñado de granjeros, y luego pasar el sombrero, ¿qué clase de futuro tendríais? Pensé que necesitábamos un lugar fijo, con asientos cómodos para la gente importante, con un público que no tire patatas al escenario. Cueste lo que cueste, pensé. Sólo quería que vosotros dos…

—¡Vale, vale! —exclamó Hwel—. ¡Escribiré esa obra!

—Y yo actuaré —dijo Tomjon.

—No quiero obligaros, claro —señaló Vitoller—. Sois vosotros quienes elegís.

Hwel frunció el ceño. Debía admitir que la idea tenía puntos interesantes. Las tres brujas estaban muy bien. Con dos no habría suficiente, y cuatro serían demasiadas. Se entrometerían en el destino de los hombres, y todo eso. Montones de humo, luces verdes. A tres brujas se les podía sacar mucho jugo. Era sorprendente que a nadie se le hubiera ocurrido antes.

—Bien, ¿podemos decirle a ese bufón que aceptamos? —preguntó Vitoller, con la mano sobre la bolsa de plata.

Y además, una buena tormenta siempre era impactante. También estaba el papel del fantasma, que Vitoller había cortado en Como gustéis, alegando que no podían permitirse gastar tanta muselina. Y quizá pudiera meter también a la Muerte. El joven Dafe hace muy bien la Muerte, con maquillaje blanco y suelas altas…

—¿De dónde dijo que venía? —preguntó.

—De las Montañas del Carnero —dijo Vitoller—. De un pequeño reino que nadie conoce, tiene un nombre como de enfermedad.

—Tardaremos meses en llegar allí.

—Aún así, me gustaría ir —aseguró Tomjon—. Allí fue donde nací.

Vitoller clavó la vista en el techo. Hwel clavó la vista en el suelo. Cualquier cosa era mejor que mirarse el uno al otro.

—Eso me habéis contado —siguió el muchacho—. Que nací mientras estabais de gira por las montañas.

—Sí, pero no recuerdo exactamente donde —aseguró el director—. A mí todas esas pequeñas ciudades rurales me parecen iguales. Nos pasábamos más tiempo subiendo colinas y cruzando puentes en los carros que en el escenario.

—Podría llevarme a algunos de los más jóvenes, sería durante el verano —insistió Tomjon—. Representaríamos obras viejas. Y estaríamos de vuelta antes del Día del Pastel de Gracias. Tú te quedarás aquí para encargarte del teatro, regresaremos para la inauguración. —Sonrió a su padre—. Será bueno para ellos —añadió astutamente—. Siempre dices que algunos de los jóvenes no saben lo que es la vida de un actor.

—Hwel aún tiene que escribir la obra —señaló Vitoller.

El enano se quedó en silencio. Tenía la mirada perdida. Tras un rato, rebuscó en un cajón y sacó una hoja de papel, un tintero y un manojo de plumas.

Lo observaron mientras, sin prestarles atención, abría el tintero, mojaba una pluma, la sostenía un instante como un halcón a la espera de su presa, y luego empezaba a escribir.

Vitoller hizo una señal a Tomjon.

Caminando tan silenciosamente como les fue posible, salieron de la habitación.

A mediodía le subieron una bandeja con comida y un paquete de hojas de papel.

La bandeja seguía intacta a la hora del té. El papel había desaparecido.

Unas horas más tarde, un miembro de la compañía informó de que había oído un grito de «¡No puede ser así! ¡No tiene garra!», y el ruido de algo lanzado contra una pared.

A la hora de la cena, Vitoller oyó gritos pidiendo más velas y plumas nuevas.

Tomjon trató de acostarse temprano, pero la creatividad que tenía lugar en la habitación contigua le impidió dormir. Escuchó murmullos sobre balcones, y sobre si el mundo necesitaba realmente máquinas para simular olas. El resto fue silencio, rasgado sólo por el insistente arañar de la pluma sobre el papel.

Al final, Tomjon se durmió. Y soñó.

—Venga. ¿Lo tenemos todo esta vez?

—Sí, Yaya.

—Enciende el fuego, Magrat.

—Sí, Yaya.

—Bien. A ver…

—Lo tengo todo escrito, Yaya.

—Sé leer, niña, gracias. Veamos: «Alrededor del caldero, con las entrañas del sacrificio…». ¿Qué es esto?

—Mi Jason mató un cerdo ayer, Esme.

—Aquí se puede aprovechar mucho más, Gytha. Se le pueden sacar por lo menos dos raciones.

—¡Por favor, Yaya!

—Hay mucha gente que se muere de hambre en Klatch, seguro que ellos no harían tantos ascos… Bueno, bueno. «Trigo entero y lentejas también, que hiervan en el caldero.» ¿Qué pasa con el sapo?

—¡Por favor, Yaya, no haces más que poner pegas! Ya sabes que la Abuela era contraria a toda crueldad innecesaria. La proteína vegetal es perfectamente aceptable como sustituto.

—Supongo que entonces tampoco habrá escorpiones, ni ojos de serpiente.

—No, Yaya.

—¿Y la uña de tigre?

—Aquí tienes.

—¿Qué diantres es esto?

—Una uña de tigre. Mi Wane se la compró a un comerciante de fuera.

—¿Seguro?

—Seguro, Esme.

—Pues a mí me parece una vulgar uña de cabra. Oh, bueno. «Hierve, hierve, caldero…» ¿POR QUÉ no hierve el caldero, Magrat?

Tomjon se despertó temblando. La habitación estaba a oscuras. Fuera, unas cuantas estrellas perforaban las nieblas sobre la ciudad, y de cuando en cuando se oían las pisadas de los atracadores, dedicados a su honrado negocio.

La habitación contigua estaba en silencio, pero por la rendija de la puerta se veía la luz de una vela.

Volvió a la cama.

Al otro lado del espeso río, el bufón también se había despertado. Se alojaba en el Gremio de Bufones, no porque le gustara, sino porque el duque no le había dado dinero para gastos, y le estaba resultando muy difícil conciliar el sueño. Las gélidas paredes le traían demasiados recuerdos. Además, si prestaba atención, oía los sollozos ahogados procedentes de los dormitorios de los estudiantes, que veían con horror la vida que les esperaba.

Dio un puñetazo a la almohada, dura como la roca, y se sumergió en un sueño intranquilo. Acaso para soñar.

—Bate el ungüento, dice. Pero no dice qué consistencia debe tener.

—La Abuela Whemper recomendaba probarlo con el dorso de una cuchara metálica, como si fuera caramelo.

—Lástima que no hayamos traído ninguna, Magrat.

—Creo que deberíamos empezar ya, Esme. Amanecerá dentro de nada.

—Bueno, pero luego no me echéis la culpa si no funciona. A ver… «Un pelo de gorila y…» ¿Quién tiene el pelo de gorila? Ah, gracias, Gytha, aunque más bien parece un pelo de gato, pero no importa. «Un pelo de gorila y raíz de mandrágora», y si esto es auténtica mandrágora, que me aspen, «zumo de zanahoria y una lengua de bota», ya veo, el toque humorístico…

—¡Haz el favor de darte prisa!

—Vale, vale. «Vuele el búho, brille el gusano…, ¡hierva el caldero por mi mano!»

—Esto no sabe nada mal, Esme.

—¡No tienes que bebértelo, decana estúpida!

Tomjon se incorporó como un resorte. Eran ellas otra vez, las mismas caras, las mismas voces cascadas distorsionadas por el tiempo y el espacio.

Incluso después de mirar por la ventana, de ver que la luz del día se derramaba sobre la ciudad, seguía oyendo las voces a lo lejos, como un trueno que se perdiera en la distancia.

—¡Pues a mí lo de la lengua de bota me parece muy raro!

—Y además no se ha disuelto. ¿Espesamos el brebaje con un poco de harina?

—Da igual aunque esté líquido. Sólo pueden pasar dos cosas, que venga o que no venga…

Se levantó y se lavó la cara en la jofaina.

El silencio entraba a oleadas procedente de la habitación de Hwel. Tomjon se vistió y abrió la puerta.

Parecía como si hubiera nevado allí dentro, grandes copos pesados que ocupaban hasta el último rincón. Hwel estaba sentado en su taburete alto, con la cabeza apoyada sobre un montón de papeles, roncando.

Tomjon recorrió la habitación de puntillas, y cogió un papel arrugado. Lo alisó y leyó:

Rey: Ahora pondré la corona sobre este arbusto, y vosotros me diréis si alguien intenta cogerla, ¿de acuerdo?

Mosqueteros: ¡Sí!

Rey: Ahora tengo que buscar mi caballo…

(El primer asesino sale de detrás de una roca.)

Público: ¡Detrás de ti!

(El primer asesino desaparece.)

Rey: Estáis intentando engañar al rey, malos, malos…

Había muchos tachones y una mancha de tinta. Tomjon tiró el papel a un lado y eligió otra bola al azar.

Rey: ¿Es una daga un cuchillo lo que veo detrás delante en frente ante mí, con la punta el puño señalando hacia mi corazón» mano?

Asesino 1: Os juro que no lo es. ¡Os lo juro!

Asesino 2: Decís bien, señor. ¡Así es!

A juzgar por el estado del papel, aquel trozo había recibido un golpe especialmente fuerte contra la pared. Hwel había explicado una vez a Tomjon su teoría sobre las inspiraciones, y al parecer aquella noche había habido toda una lluvia de ellas.

Fascinado por aquella visión del proceso creativo, Tomjon eligió otro intento descartado.

Reina: ¡Cielos, oigo ruido afuera! Quizá sea mi esposo que regresa. ¡Rápido, entra en el armario, yo te diré cuándo puedes salir!

Asesino: ¡Pero si tu doncella aún no me ha traído las pantuflas!

Doncella (abriendo la puerta): El arzobispo, majestad.

Sacerdote (bajo la cama): ¡Cielos!

Tomjon se deslizó cautelosamente hacia la mesa y, con mucho cuidado, sacó las hojas de papel de debajo de la cabeza del enano dormido, y se la apoyó suavemente en un cojín.

La hoja superior decía.

Verence Felmet Víspera do los Dioses menoresNoche de Cuchillos Dagas Reyes, por Hwel, de la Compañía Vitoller. Una Comedia Tragedia en Ocho Cinco Sois Tres Nueve Actos.

Personajes:

Felmet, un rey bueno.

Verence, un rey malo

Peraciega, una bruja mala

Hogg, otra bruja mala

Magerat, una sirena…

Tomjon pasó a la página siguiente.

Escena: Un Salón Barco en el Mar Callejón en Pseudópolis Páramo Perdido. Entran las Tres Brujas…

El chico leyó durante un rato, y luego pasó a la última página.

Amigos, permitidnos bailar y cantar, y desear larga vida al rey (Salen todos, cantan, bailan, etcétera. Llueven pétalos de rosas. Suenan las campanas. Los dioses descienden de los cielos, los demonios se alzan del infierno, el escenario gira, etcétera.) Fin.

Hwel roncaba.

En sus sueños, los dioses subían y bajaban los barcos se movían por océanos de lona, las imágenes cambiaban y se sucedían con precisión. Los hombres volaban con ayuda de alambres, sin ayuda de alambres, grandes barcos de ilusión luchaban unos contra otros en cielos imaginarios, los mares se abrían, había mil y un efectos especiales. Trataba de abarcar todo aquello con los brazos, aun sabiendo que nada existía ni existiría jamás, y que lo único que tenía eran unos metros cuadrados de tablas, algo de lona y pintura para atrapar las imágenes que invadían su mente.

Sólo en los sueños somos libres. El resto del tiempo dependemos del presupuesto.

—Es una buena obra —dijo Vitoller—, si exceptuamos lo del fantasma.

—El fantasma se queda —afirmó Hwel.

—Pero la gente siempre se ríe, y le tira cosas. Además, ya sabes lo que cuesta quitar el polvo de tiza de la ropa después.

—El fantasma se queda. Es un personaje imprescindible.

—También era un personaje imprescindible en la última obra.

—Lo era.

—Y en Como gustéis, y en El Mago de Ankh, y en todas las demás.

—Me gustan los fantasmas.

Autore(a)s: