Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

Hwel puso los ojos en blanco. Se había criado en las montañas, donde las tormentas de truenos saltaban de pico en pico sobre patas de rayos. Recordaba tormentas que cambiaban la forma de las cordilleras, que arrasaban bosques enteros. Y una hoja de latón no era lo mismo, por mucho entusiasmo que se pusiera a la hora de sacudirla.

Sólo por una vez, pensó. Sólo por una vez.

Abrió los ojos y miró a las brujas.

—¿Qué hacéis ahí de pie! —gritó—. ¡Salid al escenario y maldecid a todo el mundo!

Los vio situarse en su lugar, y entonces Tomjon le dio un toquecito en la cabeza.

—No encuentro la corona, Hwel.

—¿Mm? —preguntó el enano, mientras su mente buscaba formas de construir máquinas para simular rayos y truenos.

—Que no encuentro la corona, y necesito una.

—¡Cómo que no la encuentras! Es la grande, la de los cristales rojos, muy impresionante, la usamos en aquel pueblo de la plaza cuadrada…

—Pues creo que nos la dejamos allí.

Se oyó otro amago de trueno, pero, aún así, la parte de Hwel que vivía la obra oyó un tartamudeo en el escenario. Corrió hacia las bambalinas.

—…he acabado con más de una vida… —susurró, y volvió corriendo con Tomjon—. Bueno, pues ponte otra —dijo vagamente—. Están en la caja de accesorios. Eres el Malvado Rey, tienes que llevar corona. Vamos, chico, te toca salir en pocos minutos. Improvisa.

Tomjon volvió hacia la caja. Había vivido siempre entre coronas, grandes coronas doradas hechas de madera y masilla, adornadas con cristales de colores. Había echado los dientes con los Símbolos de la Autoridad. Pero la mayor parte de ellas se habían quedado en el Dysko. Apartó a un lado dagas falsas, cráneos y jarrones, en estratos de años, y por fin, justo al fondo, sus dedos se cerraron en torno a algo delgado y con forma de corona, que nadie había querido ponerse nunca porque era muy poco regia.

Sería bonito decir que vibró en sus manos. Quizá fue así.

Yaya estaba sentada, inmóvil como una estatua y casi igual que fría. Horrorizada, empezaba a comprender.

—Somos nosotras —dijo—, en torno a ese estúpido caldero. Se supone que somos nosotras, Gytha.

Tata Ogg hizo una pausa, con una nuez a medio camino de sus encías. Escuchó a los actores.

—¡Yo nunca he provocado un naufragio! —exclamó—. ¡Dicen que me dedico a provocar naufragios! ¡Es mentira!

En la torre, Magrat dio un codazo en las costillas al bufón.

—Lleva colorete verde —dijo, mirando a la Tercera Bruja—. Yo no tengo esa pinta, ¿verdad?

—Ni por lo más remoto —respondió el bufón.

—¡Ni ese pelo!

El bufón escudriñó entre las almenas, como una gárgola ansiosa.

—Parece paja —dijo—. Y no muy limpia, por cierto.

Titubeó, pasando los dedos por el musgo que cubría la piedra. Antes de marcharse de la ciudad, había pedido a Hwel algunas frases adecuadas para decírselas a una joven, y las había memorizado durante el camino de vuelta. Era ahora o nunca.

—Me gustaría saber si puedo compararte con un día de verano. Porque… bueno, el 12 de junio fue muy bonito y… Oh. Te has ido.

El rey Verence se agarró al borde de su asiento. Sus dedos lo atravesaron. Tomjon acababa de salir al escenario.

—Ése es mi hijo, ¿verdad?

La nuez sin abrir se cayó de entre los dedos de Tata Ogg y rodó por el suelo. La anciana asintió.

Verence volvió hacia ella el rostro transparente, demacrado.

—Pero ¿qué hace? ¿Qué dice?

Tata sacudió la cabeza. El rey escuchaba boquiabierto a Tomjon, que recorría el escenario en medio de su mejor soliloquio.

—Creo que se supone que eres tú —dijo Tata, distante.

—¡Pero si yo en mi vida he caminado así! ¿Por qué tiene una joroba en la espalda? ¿Qué le ha pasado en la pierna? —Escuchó unos segundos más y añadió—: ¡Y desde luego, jamás hice semejante cosa! ¡Ni eso tampoco! ¿Por qué dice que lo hice?

La mirada que lanzó a Tata estaba cargada de súplicas. Ella se encogió de hombros.

El rey alzó los brazos, se quitó la corona espectral y la examinó.

—¡Y lleva puesta mi corona! ¡Mirad, es ésta! Y dice que hice todas ésas… —Tras una pausa de cosa de un minuto para escuchar las últimas frases, prosiguió—: Muy bien, quizás eso sí lo hice. Vale, prendí fuego a unas cuantas casas. Pero eso es cosa corriente. Además, favorece al desarrollo de la industria inmobiliaria.

Volvió a ponerse la corona fantasma.

—¿Por qué dice todas esas cosas de mí? —suplicó.

—Es el arte —respondió Tata—. Hace nosequé de poner un espejo ante la vida.

Yaya se giró lentamente y contempló al público. Todo el mundo contemplaba la actuación como en trance. Las palabras calaban en ellos, surcando el aire silencioso. Aquello era real. Aquello era más real que la realidad. Aquello era historia. Quizá no fuera la verdad, pero eso no importaba.

Yaya nunca había dedicado mucho tiempo a las palabras. Eran insustanciales. Ahora deseaba haberles prestado más atención. Eran suaves como el agua, pero también tan poderosas como el agua, inundaban al público, erosionaban los matices de la realidad y arrasaban el pasado en sus oleadas.

Ésas de ahí somos nosotras, pensó. Todo el mundo nos conoce en la realidad, pero lo que recordarán de verdad es lo que ven ahora…, tres viejas repugnantes y malvadas con gorros puntiagudos. Todo lo que hemos hecho, todo lo que hemos sido, dejará de existir.

Contempló el fantasma del rey. Bueno, no había sido peor que cualquier otro rey. Claro, quemaba alguna que otra casa de cuando en cuando, con una cierta indiferencia, pero sólo cuando estaba enfadado por alguna razón. Además, podía dejarlo cuando quisiera. Hería al mundo, pero las heridas que infligía eran de las que se curan.

Quienquiera que hubiera escrito aquel Teatro, entendía de magia. Hasta yo creo lo que estoy viendo, y sé que no puede ser más falso.

Esto es el Arte que refleja la vida como un espejo. Por eso todo se ve al revés.

Estamos perdidas. No podemos hacer nada contra esto sin convertirnos precisamente en lo que no somos.

Tata Ogg le dio un violento codazo en las costillas.

—¿Has oído eso? —preguntó, escandalizada—. ¡Uno ha dicho que metemos bebés en el caldero! ¡Me han llamado asesina! ¡No pienso quedarme aquí sentada para oír cómo dicen que metemos bebés en el caldero!

Yaya la agarró por el chal para impedir que se levantara.

—¡No se te ocurra hacer nada! —siseó—. Sólo serviría para empeorar las cosas.

—«Parteras del infierno», dicen. Ésa debe de ser la pequeña Millie Hipwood, que no se atrevió a decírselo a su madre y salió a recoger leña. El suyo me tuvo despierta toda la noche —murmuró Tata—. Bonita cría tuvo. ¿Qué es una partera?

—Palabras —dijo Yaya, casi para sí misma—. Es lo único que queda. Palabras.

—Y ahora viene un hombre con una trompeta. ¿Qué va a hacer? Oh. Fin del Primer Acto.

Nadie olvidará las palabras, pensó Tata. Tienen poder. Y son palabras condenadamente buenas.

Resonó otro trueno, que terminó con un golpe muy semejante al que produce una hoja de latón al caerse de las manos de alguien que la sacude y chocar contra la pared de enfrente.

En el mundo, fuera del escenario, el calor era agobiante como una almohada sobre la boca, arrancaba la vida al aire mismo. Yaya vio a un paje susurrar algo al oído del duque. No, no iba a interrumpir la obra. Claro que no. Quería que siguiera su curso.

El duque debió de sentir el fuego de la mirada de Yaya en la nuca. Se volvió, la localizó, y le dirigió una extraña sonrisita. Luego dio un codazo a su esposa. Ambos se echaron a reír.

Yaya Ceravieja se enfadaba a menudo. Creía que era una de sus mejores cualidades. La ira genuina era una de las mejores fuerzas creativas del mundo. Pero había que aprender a controlarla. Eso no significaba que hubiera que disiparla, todo lo contrario: había que acumularla, permitir que desarrollara una cabeza pensante, dejar que invadiera los valles de la mente, y entonces, cuando toda la estructura parecía a punto de derrumbarse, había que abrir un pequeño escape en la base para que la corriente de ira dura como el acero alimentara las turbinas de la venganza.

Sintió la tierra bajo ella, incluso a través de muchos metros de cimientos, losas, suelas y calcetines. Sintió que la tierra aguardaba.

Oyó la voz del rey.

—¡Es carne de mi carne! ¿Por qué me hace esto? ¡Me enfrentaré a él!

Yaya cogió suavemente la mano de Tata Ogg.

—Vamos, Gytha —dijo.

Lord Felmet se sentó en su trono y sonrió desde su locura al mundo, que en aquel momento le parecía un buen lugar. Todo iba saliendo mejor de lo que se había atrevido a esperar. Sentía cómo el pasado se fundía a sus espaldas, como el hielo entre las garras de la primavera.

Impulsivamente, llamó de nuevo al paje.

—Busca al capitán de la guardia —ordenó—. Dile que arreste a las brujas.

La duquesa lanzó un gruñido.

—¿Recuerdas lo que pasó la última vez, idiota?

—Dejamos sueltas a dos —replicó el duque—. Esta vez…, tendremos a las tres. La opinión pública está de nuestra parte. Eso afectará a las brujas, puedes estar segura.

La duquesa hizo crujir sus nudillos para indicar lo que pensaba de la opinión pública.

—Tendrás que admitir, tesoro mío, que el experimento está funcionando de maravilla.

—Eso parece.

—Muy bien. No te quedes ahí, hombre. Dile que las arreste antes de que acabe la obra. Quiero tener a esas brujas entre rejas.

La Muerte se ajustó el cráneo de cartón ante el espejo, dio una forma aceptable a su capucha, retrocedió un paso y valoró el efecto general. Iba a ser su primer papel con diálogos. Quería hacerlo bien.

—Temblad ahora, mortales —dijo—. Porque soy la Muerte, contra quien ninguna…, ninguna…, ¿contra ningún qué, Hwel?

—Ay, por lo que más quieras, Dafe. «Contra quien ninguna cerradura resiste, ni vale de nada candado alguno». No entiendo cómo te puede resultar tan difícil… ¡No tan arriba, idiotas!

Hwel corrió hacia el escenario oculto por el telón, en busca de los ineptos que estaban colocando los decorados.

—Perfecto —dijo la Muerte, sin dirigirse a nadie en concreto. Se miró de nuevo al espejo—. «Contra quien ninguna…, tumpitum…, ni tumpitumpi…, alguno» —declamó, inseguro.

Blandió su guadaña. La hoja cayó al suelo.

—¿Te parezco suficientemente temible? —preguntó mientras trataba de colocarla de nuevo.

Tomjon, que estaba sentado sobre su joroba y bebía un té, le dirigió un asentimiento alentador.

—Estás perfecto, amigo mío —dijo—. Comparada contigo, la Muerte en persona no es tan temible. Pero creo que deberías hablar con tonos más huecos.

—¿A qué te refieres?

Tomjon dejó a un lado la taza. Las sombras parecieron cubrir su rostro. Sus ojos se hundieron en las órbitas, sus labios dejaron al descubierto los dientes, su piel se tensó y palideció.

—He venido a buscarte, mal actor —entonó, haciendo que cada sílaba encajara como la tapa de un ataúd.

Luego, sus rasgos volvieron a la normalidad.

—Así —añadió.

Dafe, que se había acurrucado contra la pared, se relajó un poco y dejó escapar una risita nerviosa.

—Dioses, no sé cómo lo haces —dijo—. Jamás seré tan buen actor como tú.

—No es tan difícil, de verdad. Venga, sal ya. A Hwel le va a dar un ataque.

Dafe le dirigió una mirada de gratitud, y corrió a ayudar con las modificaciones del escenario.

Tomjon bebió otro sorbo de té, intranquilo. Los ruidos del escenario lo rodeaban como una niebla. Estaba preocupado.

Hwel había dicho que la obra no tenía nada de malo, excepto la obra. Y Tomjon seguía teniendo la sensación de que la obra misma trataba de cambiar de forma, de adquirir un rumbo diferente. En su mente, había estado escuchando otras palabras, sólo que demasiado lejanas, demasiado débiles, casi como si escuchara a hurtadillas una conversación en susurros. Se había sentido obligado a gritar más para ahogar el zumbido de su cabeza.

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