Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—¿Esme? —dijo Tata Ogg tras un rato.

—¿Qué?

—Significa «Falta de éxito».

Volaron en un silencio helado durante varios segundos.

—Hablaba en sentido comosellame. Figurado —dijo Yaya.

—Ah. Bueno. Haberlo dicho.

La línea de luz se hacía más ancha, más brillante. Por primera vez, un atisbo de duda entró en la mente de Yaya, desconcertado al hallarse en un terreno tan poco familiar.

—¿Cuántos gallos habrá en Lancre? —preguntó en voz baja.

—¿Es una de esas preguntas comosellamen?

—No, simple curiosidad.

Tata Ogg se acomodó en la escoba. Había treinta y dos en edad de cantar. Lo sabía porque se había enterado la noche anterior (esta noche), antes de dar instrucciones detalladas a su Jason. Tenía quince hijos adultos e innumerables nietos y tataranietos, que habían tenido toda la velada para colocarse cada uno en su posición. Con eso debería bastar.

—¿Has oído eso? —dijo Yaya—. Allá, por la zona de Rorcual.

Tata contempló el paisaje neblinoso con aire inocente. El sonido viajaba con toda claridad a aquellas horas de la mañana.

—¿El qué?

—Una especie de «arg».

—No.

Yaya se volvió.

—Otra vez, ahora por allí —dijo—. Lo he oído con toda claridad. Sonaba algo así como «kikiriagggh».

—No he oído nada, Esme —replicó Tata, sonriendo hacia el cielo—. El Puente de Lancre está ahí delante.

—¡Otra vez! ¡Lo he oído con toda claridad!

—No tengo ni idea de a qué te refieres, Esme. Mira, queda menos de un kilómetro.

Yaya clavó la vista en la nuca de su colega.

—Aquí está pasando algo —dijo.

—A mí que me registren.

—¡Te tiemblan los hombros!

—Es que he perdido el chal, tengo un poco de frío. Mira, casi hemos llegado.

Yaya miró hacia delante, con la mente convertida en un laberinto de sospechas. Llegaría al fondo de aquello. En cuanto tuviera tiempo.

Los húmedos troncos del principal enlace de Lancre con el mundo exterior se mecieron suavemente bajo ellas. De la granja de pollos que se encontraba a un kilómetro de allí, les llegó un coro de graznidos estrangulados, seguidos por varios golpes.

—¿Y eso? ¿Qué me dices de eso? —insistió Yaya.

—¿Y yo qué sé? Ten cuidado, que bajamos.

—¿Te estás riendo de mí?

—Qué va, Esme, estoy orgullosa de ti. Esto hará que pases a la historia.

Descendieron sobre los tablones del puente. Yaya Ceravieja descendió con cautela, y se arregló el vestido.

—Sí. Bueno —añadió, complacida en el fondo.

—Todo el mundo dirá que eres mejor que Aliss la Negra —siguió Tata Ogg.

—Alguien lo dirá, sí —asintió Yaya.

Examinó las aguas turbulentas, más abajo, y luego alzó la vista hacia el saliente donde se alzaba el Castillo Lancre.

—¿Tú crees? —añadió, halagada.

—No lo dudes.

—Mm.

—Pero claro, antes tienes que completar el hechizo.

Yaya Ceravieja asintió. Se volvió de cara al amanecer, alzó los brazos y completó el hechizo.

Es casi imposible describir el transcurso repentino de quince años y dos meses con palabras.

En las películas es mucho más sencillo, sólo hace falta un calendario al que se le van cayendo las páginas, o un reloj cuyas manecillas giran cada vez más deprisa hasta que son sólo un borrón, o árboles floreciendo y dando frutos en cuestión de segundos…

Bueno, ya sabéis. O el sol se convierte en una estela roja que surca el cielo, y los días y las noches pasan a toda velocidad, y los cambios en la moda se reflejan en la tienda de ropa de un escaparate, cambiando más deprisa que un noctámbulo de bar.

Hay cantidad de maneras, pero no nos hacen falta, porque la verdad es que nada de esto sucedió.

El sol, sí, titubeó un poco, y pareció que los árboles de la zona periferia del desfiladero eran un poco más altos, y Tata tuvo la sensación de que alguien se había sentado de golpe sobre ella, aunque luego se hubiera levantado muy deprisa.

Esto fue porque el reino no se movió a través del tiempo en el sentido normal, el de las fotografías a toda velocidad. Más bien dio un rodeo, una técnica mucho más limpia y sencilla, que encima ahorra la molestia de tener que poner el laboratorio enfrente de una tienda de ropa que conserve el mismo maniquí en el escaparate durante sesenta años.

El beso duró más de quince años.

Eso no lo soportan ni las ranas.

El bufón se apartó con los ojos brillantes y una expresión de asombro en el rostro.

—¿Sentiste cómo se movía el mundo? —preguntó, arrobado.

Magrat volvió la vista hacia el bosque.

—Creo que lo ha logrado —dijo.

—¿El qué?

La joven titubeó.

—Oh. Nada. Nada importante, de veras.

—¿Probamos otra vez? Me parece que no lo hemos hecho del todo bien.

Magrat asintió.

Esta vez duró sólo quince segundos, pero pareció más largo.

Un temblor sacudió el castillo, haciendo vibrar la bandeja del desayuno del duque Felmet. Éste había descubierto aliviado que las gachas no tenían demasiada sal.

Lo notaron los fantasmas que ahora abarrotaban la casa de Tata Ogg como un equipo de rugby en una cabina telefónica.

Se extendió por todos los gallineros del reino, y un montón de manos apretadas abrieron los dedos. Y treinta y dos gallos, con los rostros amoratados, tomaron aliento y cantaron como locos, pero era demasiado tarde, demasiado tarde…

—Sigo pensando que hiciste algo —dijo Yaya Ceravieja.

—Tómate otra taza de té —sugirió Tata con voz agradable.

—No le habrás puesto nada de alcohol, ¿verdad? El alcohol tuvo la culpa de lo de anoche. Yo jamás me habría lanzado de aquella manera. Es una vergüenza.

—Aliss la Negra no hizo nada tan importante —la animó Tata—. Sí, fueron cien años, claro, pero sólo movió un castillo. Y un castillo lo puede mover cualquiera.

A Yaya se le arqueó una de las comisuras de la boca.

—Y además, dejó que crecieran hierbajos por todas partes —señaló.

—Eso mismo.

—Muy bien hecho —intervino rápidamente el rey Verence—. A todos nos pareció sensacional. Por supuesto, al estar en el plano etéreo, nos encontrábamos en posición de observar con detalle.

—Muy bien, majestad —aprobó Tata Ogg.

Se volvió y observó a la multitud de fantasmas tras el, que no habían recibido permiso para sentarse a (o en parte a través de) la mesa de la cocina.

—¡Eh, todos vosotros, marchaos al trastero! —ordenó Tata—. Excepto los niños, ellos pueden quedarse. Pobrecitos míos —añadió.

—¡Es tan agradable salir del castillo…! —suspiró el rey.

Yaya Ceravieja bostezó.

—Sea como sea —dijo—, ahora tenemos que localizar al chico. Ése es el siguiente paso.

—Lo buscaremos directamente después de comer.

—¿Comer?

—Hay pollo —replicó Tata—. Y tú estás cansada. Además, para hacer una búsqueda como debe ser, se necesita tiempo.

—Estará en Ankh-Morpork —afirmó Tata—. Oye bien lo que te digo. Todo el mundo acaba allí. Empezaremos por Ankh-Morpork. Cuando una persona tiene un destino, no necesitas buscarla. Basta con que la esperes en Ankh-Morpork.

Tata se animó.

—Mi Karen se casó con un tabernero de allí —dijo—. Aún no he visto al bebé. Además, tendremos casa gratis.

—No tenemos que ir. Lo importante es que él venga. Esa ciudad tiene algo… —suspiró Yaya—. Absorbe a la gente.

—¡Está a ochocientos kilómetros! —exclamó Magrat—. ¡Estarás fuera siglos!

—No puedo evitarlo —se quejó el bufón—. El rey me ha dado instrucciones especiales. Confía en mí.

—¡Bah! Para contratar más soldados, supongo.

—No, no nada de eso. No es nada tan malo.

El bufón titubeó. Había mostrado a Felmet el mundo de las palabras. Sin duda aquello era mejor que matar a la gente con la espada, ¿no? ¿No serviría para ganar tiempo? ¿No era lo mejor para la mayoría, dadas las circunstancias?

—¡Pero no tienes que ir! ¡No quieres ir!

—Eso no tiene nada que ver. Le prometí lealtad…

—Sí, sí, hasta la muerte. ¡Y eso que ni siquiera crees en esas promesas! ¡Me contaste cuánto detestabas el Gremio, y todo aquello!

—Bueno, sí, pero eso no quita que deba hacerlo. Di mi palabra.

Magrat estuvo a punto de dar una patada contra el suelo, pero no cayó tan bajo.

—¡Justo cuando empezábamos a conocernos! —gritó—. ¡Eres patético!

El bufón entrecerró los ojos.

—Sólo sería patético si rompiera mis promesas —dijo—. En cambio, quizás esté muy mal aconsejado. Lo siento. Volveré en pocas semanas.

—¿No comprendes que te estoy pidiendo que le desobedezcas?

—Ya te he dicho que lo siento. ¿Puedo volver a verte antes de irme?

—Me estaré lavando el pelo —replicó Magrat, rígida.

—¿Cuándo?

—¡Cuando sea!

Hwel se pellizcó la nariz y contempló débilmente el papel lleno de salpicaduras de cera.

La obra no le estaba saliendo nada bien.

Había eliminado el candelabro que se caía, había encontrado sitio para que un villano se pusiera una máscara para ocultar su rostro desfigurado, y había reescrito uno de los diálogos divertidos para añadir que el héroe había nacido en un bolso. Pero los que le daban problemas eran los payasos, otra vez. Seguían cambiando cada vez que pensaba en ellos. Los prefería por parejas, era lo tradicional, pero ahora parecía haber un tercero, y no se le ocurrían frases divertidas para él.

La pluma arañó la última hoja de papel, tratando de reflejar las voces que habían pasado como un rayo por su mente soñadora, y tan divertidas le parecieron en aquel momento.

Asomó la punta de la lengua por la comisura de la boca. Estaba sudando.

Hwel contempló horrorizado lo que había escrito. En la página, parecía un sinsentido ridículo. Pero…, ante el público embelesado de su mente…

Mojó la pluma en el tintero, y persiguió los ecos aún más allá.

Segundo payaso: Esasto, jefe.

Tercer payaso: (Toca la bocina) Honk, honk.

Hwel se rindió. Sí, era divertido, él sabía que era divertido, había oído las carcajadas en sus sueños. Pero no estaba bien. Aún no. Quizá nunca. Era como la otra idea con los dos payasos, uno gordo, el otro flaco… En bonito lío me has metido, Stanley… Se había reído hasta que le dolió el pecho, y el resto de la compañía lo miró con asombro. Pero, en sus sueños, resultaba desternillante.

Dejó la pluma y se frotó los ojos. Debía de ser casi medianoche, y la costumbre de toda una vida le dijo que ahorrase velas, aunque la verdad es que ahora se podían permitir todas las velas que quisieran, dijera lo que dijera Vitoller.

Las campanadas de las horas resonaron en toda la ciudad, y los serenos proclamaron que sí, que era medianoche, y que parecía que todo iba bien. Muchos de ellos consiguieron acabar la frase antes de que los asaltaran.

Hwel abrió la ventana y contempló Ankh-Morpork.

Era tentador decir que la ciudad doble estaba en su mejor época del año, pero eso no sería del todo correcto. Estaba en su época más típica del año.

El río Ankh, cloaca de medio continente, ya era bastante ancho y espeso cuando llegaba a las afueras de la ciudad. Cuando la abandonaba, más que fluir, exudaba. Debido a los sedimentos depositados durante siglos, el lecho del río era más elevado que algunas zonas bajas de la ciudad, y ahora, cuando la nieve fundida alimentaba su cauce, las áreas pobres de Morpork se inundaban, si es que se puede utilizar tal palabra para hablar de un líquido que podría recogerse con red. Esto sucedía todos los años, y habría provocado serios problemas en los desagües y cloacas, así que era una suerte que no hubiera muchos en la ciudad. Sus habitantes se limitaban a tener una barcaza en el patio trasero y, periódicamente, añadían un ala nueva al edificio.

Se decía que era una ciudad muy saludable. Pocos gérmenes sobrevivían.

Hwel contempló el mar de niebla en que los edificios se amontonaban como una competición de castillos de arena durante la marea alta. Las antorchas y las ventanas iluminadas trazaban alegres dibujos en la superficie iridiscente, pero había una luz concreta, mucho más cercana, que le llamaba especialmente la atención.

En una zona de terreno ligeramente más elevada, junto al río, adquirida por Vitoller por una suma ruinosa, se estaba construyendo un nuevo edificio. Crecía incluso por la noche, como una seta… Hwel alcanzaba a ver las antorchas en los andamios mientras los obreros contratados e incluso algunos actos se negaban a que una simple oscuridad en el cielo interrumpiera su trabajo.

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