Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

Hwel se encaramó al borde de la estrecha cama.

—Los sueños son muy graciosos —dijo.

—Éste no tenía nada de gracioso.

—No, pero por ejemplo yo, anoche, soñé con un hombrecillo de piernas torcidas que venía por el camino —dijo Hwel—. Llevaba un sombrero negro, y caminaba como si tuviera las botas llenas de agua.

Tomjon asintió educadamente.

—¿Sí? —dijo—. ¿Y luego?

—Luego, nada. Iba haciendo cabriolas con un bastón, era increíble…

La voz del enano se apagó. En el rostro de Tomjon había una expresión de asombro educado y un poco condescendiente, la misma que Tomjon había llegado a conocer y a temer.

—Bueno, pues a mí me pareció muy gracioso —dijo casi para sus adentros.

Pero sabía que tenía que convencer al resto de la compañía. Ellos opinaban que, si nadie lanzaba una tarta, no tenía gracia.

Tomjon saltó de la cama y empezó a vestirse.

—No pienso volver a dormir —dijo—. ¿Qué hora es?

—Más de medianoche —replicó Hwel—. Y ya sabes lo que opina tu padre sobre acostarse tarde.

—Nomevoyaacostartarde—señalóTomjonmientrasseponíalasbotas—. Me estoy levantando temprano. Levantarse temprano es una costumbre saludable. Y ahora me voy a tomar una copa muy saludable. ¿Por qué no vienes? —añadió—. Para vigilarme, claro.

Hwel le dirigió una mirada dubitativa.

—También sabes lo que opina tu padre sobre beber —dijo.

—Sí. Contó que lo hacía constantemente cuando era joven. Que le encantaba meterse la cerveza entre pecho y espalda y volver a casa a las cinco de la madrugada, destrozando ventanas por el camino. Contó que era un juerguista nato, no como esos blandengues de hoy en día, que no saben beber. —Tomjon terminó de arreglarse ante el espejo, y añadió—: ¿Sabes, Hwel? Creo que la responsabilidad se adquiere cuando te haces mayor. Como las varices.

Hwel suspiró. La memoria de Tomjon para las cosas que uno no debería haber dicho era legendaria.

—Muy bien —dijo—. Pero sólo una copa. Y en algún lugar decente.

—Te lo prometo.

Tomjon se puso el sombrero. Tenía una pluma.

—Por cierto —dijo—. ¿Cómo se mete uno la cerveza entre pecho y espalda?

—Bebiendo parte de ella y echándose encima el resto.

Si el agua del río Ankh era más espesa, con más personalidad que el agua de cualquier otro río, el aire del Tambor Remendado estaba más cargado que el de cualquier otro sitio. Era como una niebla seca.

Tomjon y Hwel observaron cómo se derramaba hacia el exterior. La puerta se abrió de golpe y un hombre salió de espaldas, sin tocar el suelo hasta que no chocó contra el muro al otro lado de la calle.

Un gigantesco troll, contratado por los propietarios para mantener una apariencia de orden en el local, salió arrastrando otros dos cuerpos inertes, que depositó sobre el asfalto antes de darles unas patadas en lugares blandos.

—Parece que ahí dentro hay una juerga, ¿no crees? —señaló Tomjon.

—Da esa impresión —asintió Hwel con un escalofrío.

Detestaba las tabernas. Todo el mundo le apoyaba la jarra en la cabeza.

Entraron rápidamente mientras el troll sostenía a un borracho inconsciente por una pierna, y le sacudía la cabeza contra el suelo en busca de cualquier objeto valioso.

Beber en el Tambor ha sido comparado a nadar en un pantano, pero en los pantanos los cocodrilos no te vacían los bolsillos antes. Doscientos ojos se clavaron en la pareja cuando se abrió camino entre la multitud hacia la barra, cien bocas se detuvieron mientras bebían, maldecían o suplicaban, y noventa y nueve ceños se fruncieron con el esfuerzo de tratar de adivinar si los recién llegados entraban en la categoría A, gente de la que tener miedo, o B, gente a la que dar miedo.

Tomjon caminó entre la gente como si el local fuera suyo y, con el ímpetu de la juventud, dio una palmada sobre la barra. El ímpetu no era bueno para la supervivencia en el Tambor Remendado.

—Dos jarras de tu mejor cerveza, posadero —dijo con un tono tan calculado que el camarero se sorprendió de verse llenando obedientemente la primera jarra antes de que el joven hubiera terminado la frase.

Hwel alzó la vista. Había un hombre muy grande a su derecha, vestido con las pieles de varios búfalos y adornado con más cadenas de las necesarias para anclar un buque de guerra. Un rostro que parecía un solar para construcción pero con pelo lo miró desde arriba.

—Demonios —dijo—. Si es un adorno para el césped.

Hwel se quedó helado. Pese a ser cosmopolitas, los habitantes de Morpork tenían una manera muy radical de tratar a los no humanos, por ejemplo, golpearles la cabeza con un ladrillo y luego tirarlos al río. Eso no se aplicaba a los troll, claro, porque es muy difícil tener prejuicios raciales contra criaturas de más de dos metros capaces de derribar una pared a mordiscos, al menos durante mucho tiempo. Pero la gente de noventa centímetros se prestaba a todo tipo de discriminaciones.

El gigante dio una palmada a Hwel en la cabeza.

—¿Dónde te has dejado la caña de pescar, adorno para el césped?

El camarero empujó las jarras sobre la encharcada barra.

—Aquí tenéis —dijo alegremente—. Una jarra. Y media jarra.

Tomjon abrió la boca para decir algo, pero Hwel le dio un codazo en la rodilla. Aguanta, aguanta, salgamos lo antes posible, es la única manera…

—¿Y el sombrerito puntiagudo? —insistió el barbudo.

La taberna se había quedado en silencio. Aquello parecía el comienzo de algo bueno.

—He dicho que dónde está tu sombrero puntiagudo, microbio.

El camarero cogió el grueso bastón con clavos que vivía bajo el mostrador, por si acaso.

—Eh… —dijo.

—Estoy hablando con el adorno para el césped.

El hombre cogió su jarra y la vació lentamente sobre la cabeza del silencioso enano.

—No volveré a esta taberna —murmuró al ver que ni aquello surtía efecto—. Ya es bastante malo que dejen entrar a los monos, pero a los pigmeos…

Ahora el silencio del bar adquirió una nueva intensidad, en la cual el sonido de un taburete apartado muy despacio fue como el crujido de las puertas del infierno. Todos los ojos se volvieron hacia el otro lado de la habitación, donde se encontraba el único cliente del Tambor Remendado que entraba en la Categoría C.

Lo que Tomjon había imaginado que era un saco viejo tirado sobre la barra, empezó a extender los brazos y…, y otros brazos, aunque estos ocupaban el lugar de las piernas. Una cara triste, con tacto de caucho, se volvió hacia el hombre de la barba con una expresión tan melancólica como las nieblas de la evolución. Sus graciosos labios se contrajeron sobre unos dientes que no tenían nada de gracioso.

—Eh… —insistió el camarero, con una voz que lo asustó hasta a él en el terrible silencio simiesco—. No lo decías en serio, ¿verdad? Lo de los monos, ¿eh? Era en broma, ¿a que sí?

—¿Qué demonios es eso? —siseó Tomjon.

—Creo que es un orangután —respondió Hwel—. Un simio.

—Un mono es un mono —dijo el hombre de la barba, ante lo cual algunos de los clientes más precavidos del Tambor empezaron a dirigirse hacia la puerta—. Y lo decía en serio, ¿qué pasa? Pero estos malditos adornos para el césped…

El primer golpe de Hwel le acertó a la altura de la ingle.

Los enanos tienen fama de ser unos luchadores temibles. Cualquier raza de gente que mida noventa centímetros y use hachas para entrar en combate como si se tratara de un concurso de tala de árboles adquiere fama muy pronto. Pero los años de esgrimir una pluma en vez de un martillo había quitado a los puñetazos de Hwel parte de su energía, y aquello habría podido ser su final cuando el hombre gritó y desenfundó la espada, de no ser porque un par de manos delicadas y cuerudas se la quitaron al momento y, con poco esfuerzo, la doblaron por la mitad.[16]

Cuando el gigante rugió y se dio la vuelta, un brazo semejante a dos mangos de escoba unidos por una goma y cubiertos de pelo rojizo se desplegaron en un complicado movimiento y le golpearon en la mandíbula con tal fuerza que se alzó varios centímetros por encima del suelo antes de caer sobre una mesa.

Para cuando la mesa chocó contra otra y volcó un par de bancos, ya tenía impulso más que suficiente como para iniciar la cotidiana pelea nocturna, sobre todo teniendo en cuenta que el de la barba iba acompañado por varios amigos. Como ninguno de ellos tenía muchas ganas de atacar al simio, que con gesto soñador había cogido una botella del estante y le había roto la base contra el mostrador, golpearon a cualquiera que estuviera cerca. Este comportamiento entra dentro de la etiqueta de cualquier pelea de taberna.

Hwel se metió bajo una mesa y arrastró con él a Tomjon, que observaba el espectáculo con interés.

—¿Esto es una juerga? Nunca había visto una.

—No sería mala idea que nos marcháramos —sugirió el enano con firmeza—. Antes de que nos metamos en problemas, ya sabes.

Alguien aterrizó sobre la mesa que les servía de refugio. Se rompieron más cristales.

—¿Será una juerga de verdad, o una simple fiestecita? —preguntó Tomjon sonriente.

—¡En cualquier momento, se convertirá en una auténtica carnicería, chico!

Tomjon asintió, y salió de debajo de la mesa. Hwel lo oyó golpear la barra del bar con algo para pedir silencio.

El enano se llevó las manos a la cabeza, aterrado.

—No quería decir… —empezó.

En realidad, el hecho de pedir silencio ya era suficientemente raro en medio de una pelea de taberna, así que Tomjon obtuvo su silencio. Y llenó ese silencio.

Hwel se sobresaltó al oír la voz del chico, sonora, llena de confianza, con una proyección de primera.

—¡Hermanos! Porque hermanos llamo a todos los hombres esta noche…

El enano se asomó para ver a Tomjon, de pie en una silla, con un brazo alzado en aire declamatorio. En torno a él, los hombres se habían congelado en el acto de golpearse unos a otros, y todos lo miraban.

A la altura del tablero de la mesa, Hwel movía los labios en perfecta sincronía con las palabras de Tomjon, a medida que éste desarrollaba el familiar discurso. Se arriesgó a lanzar otra mirada.

Todos los clientes se habían erguido, recuperaban la compostura, se arreglaban las ropas y se lanzaban miradas de disculpa unos a otros. Más de uno se había puesto firme.

Hasta Hwel sintió con cosquilleo en la sangre, y él había escrito aquellas frases. Lo habían mantenido despierto una noche entera, hacía ya años, cuando Vitoller le dijo que necesitaban otros cinco minutos en el Acto III de El rey de Ankh.

—Escribe algo con marcha —pidió—. Ya sabes, algo que haga hervir la sangre a nuestros amigos de las localidades caras. Algo para que nos dé tiempo a cambiar el decorado.

En su momento, se había sentido un tanto avergonzado de aquella obra. Sospechaba que la famosa Batalla de Morpork había consistido en unos dos mil hombres perdidos en un cenagal en un día frío y húmedo, asesinándose unos a otros con espadas oxidadas. ¿Qué habría dicho el último rey de Ankh a un montón de hombres harapientos, que sabían que los superaban en número, en estrategia y en todo? Algo con garra, algo con filo, algo como un trago de coñac para un moribundo. Nada de lógica, nada de explicaciones, sólo palabras que llegaran directas al cerebro de un hombre cansado, lo agarraran por los testículos y lo pusieran en pie.

Y ahora estaba viendo su efecto.

Empezó a creer que las paredes habían caído, que había una niebla fría sobre los pantanos, con un silencio asfixiante roto sólo por los graznidos de las aves carroñeras.

Y aquella voz…

Hwel había escrito las palabras, eran suyas, ningún rey medio loco había hablado jamás así. Y las había escrito para llenar un hueco, de manera que un castillo pintado sobre tela de saco tuviera tiempo de encajar en un bastidor tras el telón, pero aquella voz estaba quitando el polvo de carbón a sus palabras, y llenaba la habitación de diamantes.

Yo hice esas palabras, pensó Hwel. Pero no me pertenecen. Le pertenecen a él.

Mira a esa gente. Ni uno ha tenido jamás un pensamiento patriótico, pero si Tomjon se lo pidiera, esta manada de borrachos atacaría el palacio del patricio esta misma noche. Y lo arrasarían.

Espero que su boca nunca caiga en malas manos…

Cuando las últimas sílabas murieron, mientras sus ecos al rojo blanco penetraban en todas las mentes de la ciudad, Hwel se repuso, salió de su escondrijo y agarró a Tomjon por la rodilla.

—Vámonos ya, idiota —siseó—. Antes de que se les pase.

Cogió al chico por el brazo con firmeza, entregó un par de entradas para el teatro al asombrado tabernero, y subió a toda velocidad por los escalones. No se detuvo hasta que no estuvieron a una calle de distancia.

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