Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—Tonterías —replicó Yaya—. No puede ser. Supongo que Tata Ogg ha ido a aconsejar al rey, o algo por el estilo.

—Dicen que Jason Ogg está reuniendo a sus hermanos —dijo el herrero, asombrado.

—Os aconsejo que volváis a vuestras casas —dijo Yaya Ceravieja—. Seguramente ha habido un error. Todo el mundo sabe que no se puede retener a una bruja contra su voluntad.

—Esta vez ha ido demasiado lejos —dijo un campesino—. Tanto quemar, tanto impuesto, y ahora, esto. La culpa la tenéis las brujas. Las cosas tienen que cesar. Conozco mis derechos.

—¿Cuáles son tus derechos? —preguntó Yaya.

—Derecho a que no me quemen la casa, y menos con la cabra dentro. Era una cabra muy buena.

—Uno que conozca sus derechos como tú, irá muy lejos —dijo Yaya—. Pero, ahora mismo, debe ir derecho a su casa.

Se dio media vuelta y contempló la verja. Había dos guardias, extremadamente temerosos. Se acercó a uno de ellos y le dirigió una mirada penetrante.

—Soy una inofensiva vendedora de manzanas —dijo con una voz más apropiada para abrir hostilidades en una guerra de calibre medio—. Déjame pasar, hijito.

La última palabra tenía filos por todas partes.

—Nadie puede entrar en el castillo —dijo uno de los guardias—. Son órdenes del duque.

Yaya se encogió de hombros. El truco de la vendedora de manzanas sólo había funcionado una vez en toda la historia de la brujería, al menos que ella supiera, pero era tradicional.

—Te conozco, Champett Poldy —dijo—. Te traje al mundo.

Miró a la multitud, que había retrocedido un poco, y se volvió de nuevo hacia el guardia, cuyo rostro era ya una máscara de pavor. Se inclinó un poco más hacia él.

—Te di el primer cachete que recibiste en este valle de lágrimas —añadió—. Y por todos los dioses, si no te apartas, te daré el último.

Hubo un suave sonido metálico cuando al hombre se le cayó la lanza de los dedos temblorosos. Yaya le dio una palmadita tranquilizadora en el hombro.

—No te preocupes, muchacho —dijo—. Anda, toma una manzana.

Dio un paso hacia delante, y una segunda lanza le cortó el paso. Alzó la vista, interesada.

El otro guardia no era nativo de las Montañas, sino un mercenario nacido en la ciudad e importado para cubrir alguna de las bajas de los últimos años. Su rostro era un mapa de cicatrices. Algunas de las cicatrices se redistribuyeron para formar algo semejante a una mueca burlona.

—Así que ésa es la magia de las brujas, ¿eh? —dijo el guardia—. Poca cosa. Quizás asuste a estos idiotas pueblerinos, mujer, pero no a mí.

—Supongo que hace falta mucho más para asustar a un muchacho tan corpulento y fuerte como tú —replicó Yaya, tocándose el sombrero.

—Ni lo intentes. —El guardia se irguió y se meció sobre las puntas de los pies—. Hay que ver, dejarse asustar por una anciana…

—Como prefieras —dijo Yaya, apartando a un lado la lanza.

—Escucha, he dicho… —empezó el guardia.

Agarró a Yaya por el hombro. La mano de la mujer se movió tan deprisa que nadie la vio, pero de pronto el guardia se agarraba el brazo y gemía.

Yaya volvió a colocarse la horquilla en el sombrero y echó a correr.

—Empezaremos Mostrando el Instrumental —dijo la duquesa.

—Ya lo he visto todo —replicó Tata—. Al menos, todo lo que empieza por P, S, I, R, y T.

—Pues veremos hasta cuándo puedes mantener ese tono indiferente. Enciende el brasero, Felmet —ordenó la duquesa.

—Enciende el brasero, bufón —ordenó el duque.

El bufón se movió muy despacio. Aquello no lo esperaba. En su plan del día no entraba torturar a nadie. Hacer daño a una anciana a sangre fría no era plato de su gusto, y hacer daño a una bruja a sangre de cualquier temperatura no era ni mucho menos un banquete de lujo. Palabras, dijo. Pero aquello se incluía bajo el epígrafe de palos y piedras.

—No me gusta hacer esto —murmuró entre dientes.

—Bien —dijo Tata Ogg, que tenía un oído excelente—. Recordaré que no te gustaba.

—¿Qué pasa? —preguntó el duque con voz chillona.

—Nada —replicó Tata—. ¿Durará mucho tiempo esto? No he desayunado.

El bufón encendió una cerilla. Hubo una ligerísima turbación en el aire junto a él, y se le apagó. Dejó escapar una maldición y encendió otra. Esta vez sus manos temblorosas consiguieron acercarla al brasero antes de que también la segunda cerilla se apagara.

—¿Quieres darte prisa? —ordenó la duquesa, dejando a un lado una bandeja de instrumentos.

—Parece que no quiere encenderse —murmuró el bufón, mientras otra cerilla temblaba si se apagaba.

El duque le quitó la caja de fósforos de entre los dedos temblorosos, y le dio una bofetada con una mano llena de anillos.

—¿Es que nadie obedece mis órdenes? —gritó—. ¡Débil! ¡Enclenque! ¡Dame esa caja!

El bufón retrocedió. Alguien a quien no veía le estaba susurrando cosas ininteligibles al oído.

—¡Sal de aquí! —siseó el duque—. ¡Encárgate de que nadie nos moleste!

El bufón tropezó con el último escalón, se volvió y dirigió a Tata otra mirada suplicante antes de salir precipitadamente. Hizo una cabriola, por la fuerza de la costumbre.

—El fuego no es estrictamente imprescindible —dijo la duquesa—. Sólo ayuda. Bien, mujer, ¿vas a confesar?

—¿El qué? —preguntó Tata.

—Lo sabe todo el mundo. Traición. Práctica ilegal de la brujería. Dar cobijo a los enemigos del rey. Robo de la corona.

Un tintineo les hizo bajar la vista. Una daga manchada de sangre se acababa de caer de la bandeja, como si alguien hubiera intentado cogerla sin tener fuerzas para ello. Tata oyó al fantasma del rey maldecir entre dientes, o entre lo que deberían ser sus dientes.

—…y esparcir falsos rumores —terminó la duquesa.

—Sal en mi comida… —dijo el duque, mirándose las vendas de la mano.

Seguía teniendo la sensación de que había una cuarta persona en la mazmorra.

—Si confiesas —siguió la duquesa—, solamente serás quemada en la hoguera. Y por favor, no hagas ningún chiste.

—¿Qué falsos rumores?

El duque cerró los ojos, pero las visiones seguían allí.

—Rumores relativos al accidente del difunto rey Verence —susurró él con voz ronca.

El aire se estremeció de nuevo.

Tata se sentó con la cabeza inclinada hacia un lado, como si escuchara algo que sólo ella podía oír. Aunque al duque también le parecía oír algo, no exactamente una voz, más bien el suspiro lejano de la brisa.

—Oh, yo no sé nada falso —dijo—. Se que tú lo apuñalaste, y tú le diste la daga. Fue en la cima de las escaleras. —Hizo una pausa, escuchó y asintió—. Junto a la armadura de la pica, y tú dijiste «Si hay que hacerlo, cuanto antes mejor», o algo así, y luego le quitaste la daga al rey, esa misma que está ahora en el suelo, y…

—¡Mientes! No hubo testigos. Hicimos… ¡No hubo nada de lo que ser testigo! ¡Oí a alguien en la oscuridad, pero no había nadie! ¡No pudo haber nadie viendo nada! —chilló el duque.

Su esposa le pegó un empujón.

—Cállate, Leonal —dijo—. Creo que entre estas cuatro paredes podemos pasar sin ataques de histeria.

—¿Quién se lo ha dicho? ¿Se lo has dicho tú?

—¡Cálmate! No se lo ha dicho nadie. ¡Por lo que más quieras es una bruja, ellas adivinan estas cosas! Tienen el ojo abierto, o algo así.

—El ojo que ve —señaló Tata.

—Del que tú no dispondrás mucho tiempo más, a menos que nos digas quién más lo sabe, y nos ayudes en otros asuntos —replicó la duquesa en tono sombrío—. Lo harás, créeme. Se me da muy bien manejar estas cosas.

Tata examinó la mazmorra. Aquello empezaba a estar abarrotado. El rey Verence irradiaba tal vitalidad airada que era casi visible, e intentaba por todos los medios coger un cuchillo. Pero tras él había otros…, no exactamente fantasmas, sino formas temblorosas, rotas, implantadas en la sustancia misma de las paredes a fuerza de puro dolor y terror.

—¡Con mi propia daga! ¡Los muy canallas! ¡Me mataron con mi propia daga! —exclamó el rey Verence, al tiempo que alzaba los brazos transparentes como implorando al otro mundo en general que fuera testigo de la humillación definitiva—. Dame fuerzas…

—Sí —dijo Tata—. Vale la pena intentarlo.

—Empecemos —dijo la duquesa.

—¿Qué? —preguntó el guardia.

—He dicho —insistió Magrat—, que vengo a vender estas hermosas manzanas. ¿Estás sordo o qué?

—No han organizado un mercadillo aquí dentro, ¿verdad?

El guardia estaba muy nervioso desde que se habían llevado a su compañero a la enfermería. No había aceptado aquel empleo para enfrentarse a cosas semejantes.

La luz se hizo en su mente.

—Eres una bruja, ¿verdad? —gimió, asiendo la pica pero sin saber muy bien qué hacer con ella.

—Claro que no. ¿Tengo cara de bruja?

El guardia miró sus misteriosos brazaletes, su capa ribeteada, sus manos y su rostro tembloroso. El rostro era lo que más le preocupaba. Magrat se había puesto muchos, muchos polvos, para parecer más pálida e interesante. Eso, combinado con una máscara de pestañas aplicada con más bien poca maestría, bastaba para que el guardia tuviera la impresión de estar viendo dos moscas aplastadas en un bote de azúcar. Descubrió que sus dedos querían hacer el signo para espantar el mal de sombra de ojo.

—Claro —respondió, inseguro.

Daba vueltas al problema mentalmente. Era una bruja. Últimamente, se decía a menudo que las brujas eran perjudiciales para la salud. Le habían dicho que no dejara pasar a ninguna bruja, pero nadie le habló de vendedoras de manzanas. Las vendedoras de manzanas podían pasar. Ella decía que era una vendedora de manzanas, y el guardia no era quién para dudar de la palabra de una bruja.

Satisfecho por aquella demostración de lógica aplicada, se apartó a un lado e hizo una amplia reverencia.

—Pasa, vendedora de manzanas —dijo.

—Gracias —respondió Magrat con dulzura—. ¿Quieres una manzana?

—No, gracias. No me he terminado la que me dio la otra bruja. —Se mordió la lengua—. No. No era una bruja. No era una bruja, era una vendedora de manzanas. Me lo dijo ella, y parecía muy segura.

—¿Cuánto hace de eso?

—Unos minutos…

Yaya Ceravieja no se había perdido. No era de esas personas que se pierden. Lo que pasaba era que, en aquel momento, aunque sabía muy bien dónde se encontraba, no conocía la ubicación del resto de las cosas. En realidad, había llegado otra vez a la cocina, provocando un ataque de nervios al cocinero, que estaba intentando asar un tazón de cereales. El hecho de que varias personas hubieran intentado comprarle manzanas no mejoraba en absoluto el humor de Yaya.

Magrat en cambio había llegado a la Sala Principal, que en aquel momento se encontraba vacía y desierta, a excepción de dos guardias que jugaban a los dados. Llevaban los tabardos de la guardia personal de Felmet, y dejaron de jugar en cuanto ella apareció.

—Vaya, vaya —dijo uno, burlón—. Ven a hacernos compañía, preciosa.[12]

—Estaba buscando las mazmorras —dijo Magrat, para quien las palabras «acoso sexual» no eran más que una colección de silabas.

—Estupendo —asintió uno de los guardias, guiñando el ojo al otro—. Creo que te podemos ayudar.

Los dos se levantaron y se pusieron a ambos lados de la joven. Ella sólo vio dos barbillas en las que se podía encender una cerilla, acompañadas de un terrible hedor a cerveza rancia. Los gritos frenéticos de una parte desentrenada de su mente empezaron a minar su convicción férrea de que sólo a la gente mala le pasan cosas malas.

La escoltaron mientras bajaban varios tramos de escaleras, en un laberinto de humedad, pasadizos en forma de arco. Magrat buscaba desesperadamente alguna manera educada de librarse de ellos.

—Debo avisaros de algo —dijo—. Pese a las apariencias, no soy una simple vendedora de manzanas.

—Estupendo.

—La verdad es que soy una bruja.

Aquello no causó la impresión esperada. Los guardias intercambiaron miradas.

—Qué bien —dijo uno—. Siempre me he preguntado cómo sería besar a una bruja; la gente dice que te conviertes en rana.

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