Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

El duque miró al bufón, que estaba sentado en su taburete junto al trono. La figura jorobada alzó la vista con cierta vergüenza, e hizo tintinear desganadamente sus cascabeles.

El duque tomó una decisión. Se dijo que, para avanzar, había que buscar los puntos débiles. Trató de no pensar en que entre esos puntos débiles estaban los riñones de un rey en la cima de una escalinata oscura, y se concentró en los asuntos que tenía al alcance de la mano.

… mano. Se había frotado y frotado, pero sin lograr nada. Al final, fue a las mazmorras y pidió prestado al torturador uno de sus cepillos de alambres. También con eso se frotó y se frotó, y también sin lograr nada. Nada bueno, al menos, porque cuanto más frotaba, más sangre había. Tenía miedo de estar volviéndose loco.

Luchó contra la idea. Puntos débiles. Eso era. El bufón entero parecía un punto débil.

—Puedes retirarte, sargento.

—Señor —saludó el soldado.

Se alejó, caminando con rigidez.

—Bufón.

—Decidme, oh gran señoooor —contestó el bufón, nervioso, dando un rápido rasgueo a su detestada mandolina.

El duque se sentó en el trono.

—Ya tengo el soniquete de mi esposa en los oídos, no necesito el tuyo. Quiero que me aconsejes.

—A tus órdenes, tío.

—No soy tu tío, si lo fuera me acordaría, estoy seguro —replicó Lord Felmet, inclinándose hasta que la proa de su nariz quedó a escasos centímetros del rostro aterrado del bufón—. Y si vuelves a tocar esa maldita mandolina, verás mi lado malo.

El bufón movió los labios sin pronunciar palabra.

—¿Os molesta también el tintineo de los cascabeles? —preguntó al final.

El duque sabía cuándo mostrarse generoso.

—Con eso puedo vivir. Y tú también. Pero no tientes a la suerte. —Le dedicó una sonrisa amistosa—. ¿Cuánto hace que eres bufón, chico?

El bufón iba a rasguear la mandolina, pero una mirada del duque le hizo contenerse.

—To… toda mi vida, señor. Desde niño. Como lo fue mi padre antes que yo. Y mi tío. Actuaban a dúo. Y mi abuelo antes que ellos. Y su…

—¿Todos en tu familia han sido bufones?

—Sí, señor, por tradición.

El duque sonrió de nuevo. El bufón estaba demasiado ocupado intentando mantenerse en su papel como para preguntarse qué significaría aquello.

—Eres de estas tierras, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Así que conocerás las creencias y supersticiones de aquí.

—Creo que sí. Señor.

—Bien. ¿Dónde duermes, bufón mío?

—En los establos, señor.

—De ahora en adelante, puedes dormir en el pasillo, junto a la puerta de mi habitación —concedió el duque generosamente.

—Cielos.

—Y ahora —siguió el duque, con una voz que caía sobre el bufón como la miel sobre una tostada—, háblame de las brujas…

Aquella noche, el bufón durmió sobre las regias baldosas de un pasillo lleno de corrientes, en vez de en la cálida paja de los establos.

—Esto es estúpido —se dijo—. Pero ¿será suficientemente estúpido?

Durmió muy mal, con una especie de sueño en el que una figura difusa trataba de atraer su atención, y apenas fue consciente de las voces de Lord y Lady Felmet al otro lado de la puerta.

—Al menos no hay tantas corrientes —decía la duquesa, de mala gana.

El duque se sentó en el sillón y dedicó una sonrisa a su esposa.

—¿Dónde están las brujas? —exigió saber ella.

—Parece que el chambelán tenía razón, amada mía. Esas brujas tienen hechizada a la gente de esta zona. El sargento de la guardia volvió con las manos vacías.

Manos…, trató de rechazar el inoportuno pensamiento.

—¡Pues manda que lo ejecuten! —le espetó su mujer—. ¡Así servirá de ejemplo a los demás!

—Querida mía, generalmente esa manera de actuar suele llevar a ordenar que el último soldado se corte su propia garganta para servirse de ejemplo a sí mismo. Por cierto —añadió con suavidad—, parece que hay menos criados en el castillo. Ya sabes que no suelo entrometerme…

—Pues no lo hagas —bufó ella—. Eso lo controlo yo. No puedo permitir la negligencia.

—Estoy seguro de que sabes lo que haces, pero…

—¿Qué pasa con esas brujas? ¿Piensas quedarte sin hacer nada y dejar problemas para el futuro? ¿Permitirás que esas brujas te desafíen? ¿Y la corona?

El duque se encogió de hombros.

—Sin duda acabó en el río —dijo.

—¿Y el niño? ¿Fue entregado a las brujas? ¿Hacen sacrificios humanos?

—Tengo entendido que no —respondió el duque.

La duquesa pareció algo decepcionada.

—Al parecer, esas brujas hechizan a la gente —siguió el duque.

—Bueno, es obvio que…

—No, no se trata de un hechizo de magia. Es más bien que les tienen respeto. Practican la medicina y cosas así. Los que viven en la montaña parecen temerlas y respetarlas a la vez. Quizá sea difícil que eso cambie.

—Empiezo a pensar que a ti también te han hechizado —bufó la duquesa.

La verdad era que el duque estaba intrigado. El poder tenía una cualidad vagamente fascinante, quizá por eso se había casado con la duquesa. Contempló el fuego de la chimenea.

—De hecho —añadió la duquesa, que reconocía aquella sonrisa malévola—, te gusta la idea del peligro, ¿verdad? Recuerdo cuando nos casamos, todo aquello de la cuerda de nudos…

Chasqueó los dedos ante la mirada perdida del duque. Él pegó un respingo.

—¡En absoluto! —gritó.

—Entonces, ¿qué piensas hacer?

—Esperar.

—¿Esperar?

—Esperar y meditar. La paciencia es una virtud.

El duque se irguió. Sonrió con la sonrisa de quien puede pasarse un millón de años sentado sobre una roca. Tenía un tic nervioso en un ojo.

La sangre brotaba de nuevo bajo los vendajes de sus manos.

Una vez más, la luna llena cabalgaba entre las nubes.

Yaya Ceravieja ordeñó a las cabras y les puso comida, encendió el fuego en el hogar, echó un trapo sobre el espejo y sacó su escoba mágica de detrás de la puerta. Salió de casa, cerró la puerta trasera y colgó la llave de un clavito en el excusado.

Aquello era más que suficiente. En toda la historia de la brujería en las Montañas del Carnero, sólo en una ocasión un ladrón había entrado en la casa de una bruja. La bruja afectada descargó sobre él el más terrible de los castigos.[4]

Yaya se sentó en su escoba y murmuró unas palabras, pero sin mucha convicción. Tras un par de intentos, se bajó, arregló un poco las cerdas y probó de nuevo. El extremo del palo brilló un momento, pero enseguida se apagó.

—Rayos —murmuró Yaya entre dientes.

Miró a su alrededor, por si había alguien vigilándola. Sólo vio un tejón al acecho, que a su vez oyó el sonido de los pies corriendo, sacó la cabeza de entre los arbustos y vio a Yaya lanzada como una exhalación sendero abajo, arrastrando la escoba tras ella. Por fin, la magia prendió, y Yaya consiguió saltar a bordo torpemente antes de que se elevara hacia el cielo con la elegancia de un pato manco de un ala.

En las alturas resonó una maldición dedicada a todos los cacharros mágicos.

La mayor parte de las brujas preferían vivir en casitas aisladas, con las tradicionales chimeneas semiderruidas y hierbajos en los jardines. Yaya Ceravieja aprobaba esta actitud. Era inútil ser bruja a menos que la gente lo supiera.

En cambio a Tata Ogg le importaba bien poco lo que supiera la gente, y aún menos lo que pensara; vivía en una casita cómoda y pulcra en el centro mismo de Lancre, en el centro de su imperio privado. Varias hijas y nueras acudían allí a limpiar y cocinar, organizadas en turnos rotatorios. Toda superficie plana se encontraba atestada de adornos y recuerdos traídos por los miembros viajeros de la familia. Los hijos y nietos se encargaban de tener llena la leñera, de estucar los techos y de limpiar la chimenea. La alacena de las bebidas estaba siempre llena, al igual que la bolsita de tabaco junto a su mecedora. Sobre la chimenea pendía un gran cartel que decía «Madre». En la historia del mundo, ningún tirano había logrado un control tan absoluto como ella.

Tata Ogg también tenía un gato, un macho enorme llamado Mandón, que repartía su tiempo entre dos tareas: dormir y procrear en la tribu felina más extensa e incestuosa que ha existido jamás. Abrió su ojo, semejante a una ventana amarillenta que diera al infierno, cuando oyó la escoba de Yaya aterrizar torpemente en el césped del jardín trasero. Con instinto felino, identificó inmediatamente a Yaya como uno de esos seres que detestan a los gatos, y se metió bajo una silla.

Magrat ya estaba sentada junto a la chimenea.

Una de las pocas reglas inmutables de la magia es que los que la practican no pueden cambiar de apariencia durante mucho tiempo. El cuerpo humano tiene desarrollada una especie de inercia mórfica y, gradualmente, recupera su forma original. Pero Magrat lo intentaba. Todas las mañanas, su cabellera era larga, espesa y rubia, pero por la tarde siempre había vuelto a ser el estropajo enmarañado de siempre. Trataba de paliar el efecto entrelazándose flores en el pelo. El resultado no era precisamente el que esperaba. Daba la impresión de que se le había caído una maceta en la cabeza.

—Buenas noches —dijo Yaya.

—Bienhallada bajo la luz de la luna —respondió Magrat educadamente—. Feliz este encuentro. Una estrella brilla…

—Suficiente —la interrumpió Tata Ogg.

Magrat parpadeó.

Yaya se sentó y empezó a quitarse las horquillas que le sujetaban el sombrero puntiagudo al moño. Por fin, se fijó en Magrat.

—¡Magrat!

La joven bruja pegó un respingo, y se llevó las manos al virtuoso escote del vestido.

—¿S-sí? —tartamudeó.

—¿Qué tienes en el regazo?

—Es mi familiar, mi espíritu protector —replicó a la defensiva.

—¿Qué le pasó al sapo que tenías?

—Se escapó —murmuró Magrat—. Bueno, no era gran cosa.

Yaya suspiró. Magrat había estado buscando un familiar de confianza durante mucho tiempo, y pese al amor y la atención que les dedicaba, todos parecían tener alguna lacra terrible, como tendencia a morder, dejarse atropellar o, en casos extremos, metamorfosearse.

—Con éste ya van quince este año —señaló Yaya—. Sin contar al caballo. ¿Qué es esta vez?

—Una piedra —rió Tata Ogg.

—No estaría mal, al menos le duraría —dijo Yaya.

A la roca le brotó una cabeza y la miró con cierta ironía.

—Es una tortuga —la corrigió Magrat—. La compré en el mercado de Risco del Cordero. Es increíblemente vieja y conoce muchos secretos, me lo dijo el vendedor.

—Ya sé a qué vendedor te refieres —asintió Yaya—. Es el que vende gargantillas de oro que se oxidan a los dos días.

—Bueno, sea como sea, la voy a llamar Veloz —insistió Magrat con la voz cargada de desafío—. Estoy en mi derecho.

—Sí, sí, claro —asintió Yaya—. Bien, ¿qué tal estáis, hermanas? Has pasado dos meses desde nuestra última reunión.

—Tendríamos que vernos cada luna nueva —señaló Magrat, testaruda—. Siempre.

—Se casaba la pequeña de mi Grame —replicó Tata Ogg—. No me lo podía perder.

—Y yo me pasé la noche cuidando a una cabra enferma —se disculpó a su vez Yaya Ceravieja.

—Bueno, bueno —asintió Magrat, aunque algo dubitativa. Rebuscó en su bolso—. En fin, si vamos a empezar ya, será mejor que encendamos las velas.

Las brujas mayores intercambiaron una mirada de resignación.

—Pero si tenemos una lámpara preciosa que me envió mi Tracie —dijo Tata Ogg con inocencia—. Además, iba a atizar el fuego de la chimenea.

—Yo veo perfectamente, Magrat —señaló Yaya—. Veo que ya has estado otra vez leyendo esos libros raros, esos bromuros.

—Grimorios…

—Y tampoco pintarás en el suelo esta vez —le advirtió Tata Ogg—. Mi Dreen tardó días en limpiar aquellas comosellamen…

—Runas —suspiró Magrat. Tenía una mirada implorante en los ojos—. Una velita sólo, por favor…

—De acuerdo —asintió Tata, cediendo un poco—. Si tanto te apetece…, pero sólo una. Y una vela blanca, como está mandado. Nada de cosas raras.

Magrat suspiró de nuevo. Probablemente no sería buena idea sacar el resto del contenido de su bolso.

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