Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—Eh…, supongo que no os importará hacerme desaparecer —pidió, al ver que nadie captaba la indirecta.

—¿Qué? —preguntó Yaya, otra vez inmersa en sus pensamientos.

—Nada, que me sentiría mejor si me hicierais desaparecer apropiadamente. Lo de «Lárgate» no es muy ortodoxo —gimió la cabeza.

—Ah. Bueno, si quieres…, ¡Magrat!

—¿Sí? —respondió la joven bruja, sobresaltada.

Yaya le tendió el barrote de cobre.

—¿Quieres hacer los honores?

Magrat cogió el barrote por lo que esperaba que Yaya viera como la empuñadura, y sonrió.

—Cómo no. Muy bien. Voy. Desaparece, demonio oscuro, hacia el más oscuro pozo…

La cabeza sonrió con satisfacción. Aquello ya era más apropiado. Se fundió en las aguas de la caldera como una vela bajo la llama. Su último comentario despectivo casi se perdió entre las ondas.

—Lárgate, nada menos…

Yaya volvió a casa sola, mientras la luz rosada del amanecer se deslizaba sobre la nieve, y entró en su casa.

Las cabras estaban inquietas en el corral. Los estorninos hacían chasquear sus dentaduras postizas entre la paja del tejado. Los ratones correteaban por la despensa de la cocina.

Preparó el té, consciente de que todos los sonidos parecían más agudos. Cuando dejó caer el estropajo en la pila de fregar, resonó como una campana golpeada por un martillo.

Siempre se encontraba incómoda tras verse involucrada en cualquier tipo de magia organizada. Aquello no le iba. Paseó por la habitación, buscando algo que hacer y luego dejándolo a medias. Recorrió una y otra vez las frías losas del suelo.

En momentos como éste, la mente encuentra las ocupaciones más extrañas para evitar su objetivo primario, o sea, pensar. Si alguien la hubiera estado observando, se habría sorprendido de la dedicación con que Yaya acometió tareas tales como limpiar el estante de la tetera, quitar las nueces viejas del frutero que había en la alacena, y sacar migas de pan fosilizadas de entre las baldosas con la ayuda del mango de una cucharilla.

Los animales tenían mente. Las personas tenían mente, aunque la humana era más bien vaga y nebulosa. Hasta los insectos tenían mente, puntitos de luz en la oscuridad de la no mente.

Yaya se consideraba experta en mentes. Y estaba bastante segura de algunas cosas, como por ejemplo, que los países no tenían mente.

Diantre, ni siquiera estaban vivos. Un país era…, bueno, era…

Alto ahí. Alto ahí… Una idea cobró forma suavemente en la mente de Yaya, y trató de atraer su atención.

Había una manera de que aquellos bosques pudieran tener mente. Yaya se sentó muy erguida, con una corteza de pan duro digna de anticuario en la mano, y contempló especulativamente la chimenea. Su ojo mental miró a través de los ladrillos, hacia los pasillos nevados entre los árboles. Sí. Nunca se le había ocurrido. Por supuesto, tenía que ser una mente compuesta por todas las pequeñas mentes que había dentro. Mentes de insectos, mentes de pájaros, mentes de osos, incluso las grandes mentes lentas de los mismos árboles…

Se sentó en la mecedora, que empezó a mecerse por su cuenta.

A menudo había pensado que el bosque era una amplia criatura, pero sólo metafóricamente, como diría un mago. Con el ronroneo de las abejas en el verano, con el zumbido del viento en otoño, acurrucado y dormido en invierno. Se le ocurrió que, además de ser una colección de otras cosas, el bosque también era algo vivo. Vivo, pero no en el sentido en que está viva una musaraña, por poner un ejemplo.

Y era mucho más lento.

Eso tenía que ser importante. ¿A qué velocidad latía el corazón de un bosque? Quizás una vez al año. Sí, seguro, más o menos. Allí fuera, el bosque aguardaba un sol más brillante y días más largos que bombearían un millón de litros de savia a cien metros de altura, en un latir demasiado fuerte como para que nadie lo oyera.

Más o menos a estas alturas del razonamiento, Yaya se mordió un labio.

Se le acababa de ocurrir la palabra sístole, y desde luego no estaba incluida en su vocabulario.

Tenía compañía en la cabeza.

Había algo.

¿Acababa de pensar aquellos pensamientos, o alguien los había pensado a través de ella?

Clavó la vista en el suelo, tratando de mantener sus ideas en privado. Pero algo o alguien le vigilaba la mente con tanta facilidad como si tuviera el cráneo de cristal.

Yaya Ceravieja se levantó y abrió las cortinas de par en par.

Y allí estaban en lo que en meses más cálidos era el césped. Y todos, sin excepción, la miraban.

Tras unos minutos, la puerta principal de la casa de Yaya se abrió. Aquello era todo un acontecimiento. Como la mayoría de los habitantes de la zona, Yaya vivía su vida a través de la puerta trasera. En una existencia normal, la puerta principal sólo se cruzaba tres veces, y en las tres te transportaban.

Se abrió con gran dificultad, con una serie de trompicones dolorosos. Unas cuantas astillas de pintura cayeron sobre la nieve, se coló hacia el interior. Por último, consiguió entreabrirla.

Yaya se deslizó como pudo por la abertura, y salió a la nieve hasta entonces inmaculada.

Se había puesto el sombrero puntiagudo y la larga capa negra que usaba cuando quería que alguien comprendiera sin lugar a dudas que era una bruja.

Había una vieja silla de cocina medio enterrada en la nieve. En verano era un buen lugar para sentarse y hacer labores, al tiempo que vigilaba el sendero. Yaya la puso de pie, sacudió la nieve del asiento y se sentó, con las rodillas ligeramente separadas y los brazos cruzados en gesto desafiante. Alzó la barbilla.

El sol estaba muy alto, pero la luz aquel Día de la Vigilia de los Puercos seguía siendo rosado y sesgado. Brillaba sobre la gran nube de vapor que pendía sobre las criaturas reunidas. No se habían movido, aunque de cuando en cuando alguna de ellas agitaba una pata, o se rascaba.

Yaya alzó la vista hacia un punto de movimiento. No lo había advertido hasta entonces, pero hasta el último árbol del jardín estaba lleno de pájaros, hasta tal punto que parecía que una extraña primavera castaña y negra había llegado con antelación.

En el lugar donde la hierba crecía en verano estaban los lobos, sentados o de pie, con las lenguas colgando. Tras ellos se alineaba un contingente de osos, y detrás de éstos una escuadra de ciervos. Ocupando los metafóricos flancos había una legión de conejos, comadrejas, ardillas, zorros y todo tipo de criaturas que, pese a vivir siempre en una sanguinaria atmósfera de cazadores y presas, matar o morir a garra, a zarpa o a colmillo, suelen recibir el nombre común de «fauna».

Ahora estaban juntos en la nieve, habían olvidado sus relaciones culinarias habituales para establecer un duelo de miradas, todos contra ella.

A Yaya le resultaron obvias dos cosas. Una era que allí tenía una muestra exhaustiva de la vida animal en el bosque.

La otra no pudo evitar formularla en voz alta.

—No sé qué hechizo será éste —dijo—. Pero os aseguro que, cuando se desvanezca, más os vale correr.

Ningún animal se movió. No hubo sonido alguno, excepto el de un lobo viejo aliviando sus necesidades con expresión avergonzada.

—¿Qué queréis que haga? —dijo Yaya—. No sirve de nada que acudáis a mí. Es el nuevo señor. Este reino es suyo. No puedo entrometerme. No estaría bien que me metiera en los asuntos de los que mandan. Para bien o para mal, la cosa tendrá que arreglarse sola. Es una de las reglas fundamentales de la magia. No se puede ir por ahí dominando a la gente con hechizos, porque cada vez hacen falta más.

Se acomodó en la silla, agradecida por la tradición que no permitía que los Sabios y los Inteligentes reinaran. Recordaba lo que le había hecho sentir la corona, incluso aunque fuera durante unos pocos segundos.

No, los objetos como las coronas surtían un efecto muy desagradable en la gente inteligente. Era mejor dejar las cosas del gobierno a personas cuyas cejas se juntaban cuando intentaban pensar. Por raro que pareciera, se les daba mucho mejor.

—La gente tiene que resolver sus asuntos —añadió—. Eso lo sabe cualquiera.

Le pareció que uno de los venados más grandes le dirigía una mirada particularmente dubitativa.

—Sí, bueno, ya sé que mató al viejo rey —concedió—. Pero es ley natural, ¿no? Vosotros deberíais saberlo. La supervivencia de los comosellamen.

Tamborileó los dedos sobre las rodillas.

—Además, el viejo rey no era lo que se dice amigo vuestro, ¿verdad? Le encantaba cazar.

Trescientos pares de ojos oscuros la miraron sin pestañear. Yaya probó otra táctica.

—No sirve de nada que me miréis así. No puedo ir por ahí metiéndome con los reyes sólo porque no os gusten. ¿Dónde acabarían las cosas? A mí no me ha hecho nada.

Trató de esquivar la mirada de una comadreja particularmente bizca.

—De acuerdo, es una actitud egoísta —se defendió—. Pero en eso consiste ser una bruja. Buenos días a todos.

Entró apresuradamente en la casa, y trató de cerrar la puerta de golpe. Las bisagras se atascaron un par de veces, cosa que estropeó un tanto el efecto.

Una vez dentro, corrió las cortinas, se sentó en la mecedora y se meció con fiereza.

—En eso consiste —se dijo—. No puedo entrometerme. Eso es lo importante.

Los carromatos traqueteaban lentamente por malos caminos, hacia una ciudad, otra más, de cuyo nombre la compañía no se acordaba muy bien y olvidaría en cuanto saliera de ella. El sol invernal brillaba bajo sobre los plantíos de coliflores húmedos y neblinosos de las Llanuras Sto, y el silencio algodonoso hacía que resonara aún más fuerte el crujido de las ruedas.

Hwel iba sentado en la parte trasera del último carromato, con las piernecillas regordetas colgando.

Había hecho todo lo posible. Vitoller había dejado la educación de Tomjon en sus manos; «A ti se te dan mejor esas cosas —dijo; y luego añadió, con su habitual tacto—: Además, os parecéis más en estatura».

Pero la cosa no había funcionado.

—Manzana —repitió, enseñándole la fruta.

Tomjon le sonrió. Tenía casi tres años, y aún no había dicho una sola palabra comprensible. Hwel albergaba sombrías sospechas con respecto a las brujas.

—Pues parece inteligente —dijo la señora Vitoller, que viajaba en el interior del carromato e iba remendando una cota de mallas—. Sabe lo que son las cosas. Hace lo que le dicen. Ojalá hablaras —suspiró con cariño, dando una palmadita en la mejilla del niño.

Hwel entregó la manzana a Tomjon, quien la aceptó con seriedad.

—Tengo la sensación de que aquellas brujas os jugaron una mala pasada —dijo el enano—. Ya sabe, gato por liebre. Antes hacían mucho ese tipo de cosas. Mi tatarabuela me contó que una vez se lo hicieron a mi familia. Las hadas intercambiaron a un humano y a un enano. Y no nos enteramos hasta que no empezó a pegarse con la cabeza contra el techo. Dicen…

Dicen que esta fruta es metáfora,
tan dulce, jugosa, madura,
del corazón de un hombre,
roja, pero dentro, sin indicios,
encontramos el gusano, la podredumbre,
la lacra. No veas sólo el brillo, es el mordisco
el que muestra la maldad humana.

Los dos se giraron para mirar a Tomjon, quien saludó y se dedicó a devorar la manzana.

—Era el discurso del gusano en El tirano —susurró Hwel. Su habitual dominio del lenguaje le abandonó por un momento—. Demonios —dijo.

—Pero si hablaba como…

—Voy a hablar con Vitoller —dijo Hwel.

Saltó del carromato y corrió sobre los charcos helados hasta el principio de la caravana, donde el actor-director silbaba sin melodía y, sí, agitaba los brazos.

—¿Qué tal, b’zugda-hiara?[8] —dijo alegremente.

—¡Tienes que venir enseguida! ¡Está hablando!

—¿Hablando?

Hwel daba saltos.

—¡Está recitando! —gritó—. ¡Tienes que venir! ¡Habla igual que…!

—¿Yo? —dijo Vitoller unos minutos más tarde, después de que hubieron detenido los carromatos junto a un grupo de árboles sin hojas, cerca del camino—. ¿Yo hablo así?

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