Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

Aquello no era bueno. Una vez la obra estaba escrita, quedaba…, bueno, escrita. No debía cobrar vida y empezar a retorcerse.

No era de extrañar que todos necesitaran del apuntador. La obra se retorcía entre sus manos, trataba de cambiar.

Dioses, se alegraría de salir de aquel castillo siniestro, de alejarse de aquel duque loco. Echó un vistazo a su alrededor, calculó que faltaba un rato hasta que le tocara salir de nuevo, y echó a andar sin rumbo, en busca de aire fresco.

Una puerta se abrió ante él. Salió a las almenas de la torre. Volvió a cerrarla, aislándose de los sonidos del escenario, que fueron reemplazados por un susurro aterciopelado. El ocaso era una mancha lívida encerrada entre barrotes de nubes, pero el aire estaba tan tranquilo como el estanque de un molino, y tan caliente como un horno. Abajo, en el bosque, un ave nocturna lanzó un graznido.

Caminó hacia el otro lado del torreón y miró hacia abajo, hacia las profundidades del desfiladero. Al fondo, muy al fondo, el Lancre hervía entre sus nieblas eternas.

Se dio media vuelta y se encontró con una comente tan gélida que se atragantó.

Brisas desconocidas le sacudieron la ropa. Oyó un extraño murmullo junto al oído, como si alguien tratara de hablarle, pero no lo hiciera en la frecuencia adecuada. Se quedó rígido un instante, hasta recuperar el aliento. Luego, echó a correr hacia la puerta.

—¡Pero si no somos brujas!

—Entonces, ¿por qué lo parecéis? Atadles las manos, muchachos.

—¡Disculpad, pero es que no somos brujas de verdad!

El capitán de la guardia contempló los tres rostros. Su mirada se fijó sobre todo en los sombreros puntiagudos, en las melenas desordenadas que olían a pajar húmedo, en las pieles verdosas y en la legión de verrugas. El trabajo como capitán de la guardia del duque no ofrecía grandes probabilidades de ascenso, ni siquiera de continuidad, para aquellos que usaban la iniciativa. A él le habían pedido tres brujas, y aquellas tres parecían encajar en la descripción.

El capitán no iba nunca al teatro. En su niñez, había recibido un susto terrible al ver un espectáculo de marionetas, y desde entonces se cuidaba muy bien de asistir a ninguna diversión organizada en la que pudieran intervenir cocodrilos. Se había pasado la última hora tomándose tranquilamente una copa en la garita.

—He dicho que les atéis las manos —ordenó.

—¿Las amordazamos también, capitán?

—Pero por favor, escuchad, estamos con el teatro…

—Sí —respondió el capitán, con un escalofrío—. Amordazadlas.

—Por favor…

El capitán se inclinó hacia delante y miró fijamente los tres pares de ojos asustados. Temblaba.

—No volveréis a pegar a nadie con el garrote —dijo.

Se dio cuenta de que los soldados lo miraban como si fuera un bicho raro. Carraspeó y trató de controlarse.

—Muy bien, mis teatrales brujas —añadió—. Ya habéis dado el espectáculo, es hora de que os aplaudamos. —Hizo una señal a los guardias—. Encadenadlas.

Otras tres brujas se sentaron en la penumbra tras el escenario, contemplando la oscuridad con ojos vacíos. Yaya Ceravieja había conseguido una copia de la obra, y la miraba de cuando en cuando, como si buscara ideas.

—Muchos mutis por el foro e incursiones —leyó, insegura.

—Eso es algo terrible —señaló Magrat—. Siempre sale en las obras.

—¿Mutis y qué? —preguntó Tata Ogg, que no había estado prestando atención.

—Incursiones —explicó Magrat con paciencia.

—Oh. —Tata se animó un poco—. A mí me gustaría ir a la playa.

—Cállate de una vez, Gytha —gruñó Yaya Ceravieja—. No es lo que te imaginas, son cosas de los actores. Seguro que lo hacen para descansar de los mutis.

—No podemos permitir que esto siga adelante —intervino Magrat a toda velocidad—. Si la obra se representa por ahí, las brujas serán siempre viejas crueles con maquillaje verde.

—Que se entrometen en los asuntos de los reyes —añadió Tata—. Cosa que nosotras jamás hacemos, como todo el mundo sabe.

—Yo no me opongo a las intromisiones —dijo Yaya Ceravieja, apoyando la barbilla en una mano—. Me opongo a las intromisiones malignas.

—Y a los malos tratos para con los animales —murmuró Magrat—. Todo eso del ojo de perro y la oreja de sapo…, ¡nadie usa esas cosas!

Yaya Ceravieja y Tata Ogg pusieron mucho cuidado en no mirarse.

—Las brujas no son así —siguió Magrat—. Vivimos en armonía con los grandes ciclos de la naturaleza, y no hacemos daño a nadie, son muy malos al decir lo que dicen. Deberíamos llenarles los huesos de plomo derretido.

Las otras dos la miraron con una mezcla de sorpresa y admiración. Ella se sonrojó, aunque no adquirió un tono verdoso, y se contempló las rodillas.

—La Abuela Whemper tenía una receta —confesó—. Es bastante sencilla. Sólo hay que tener un poco de plomo y…

—No me parece apropiado —suspiró Yaya, tras una breve lucha interna—. La gente pensaría mal.

—Pero no por mucho tiempo —señaló acertadamente Tata.

—No, no podemos hacerlo —dijo Yaya, ahora con algo más de firmeza—. Todo el mundo nos lo echaría en cara.

—¿Y por qué no cambiamos las palabras? —preguntó Magrat—. Cuando vuelvan a salir al escenario, podríamos lanzarles un hechizo para que se les olvidara lo que están diciendo y que se les ocurrieran cosas nuevas.

—Supongo que tú serás experta en palabras del teatro —bufó Yaya, sarcástica—. Tienen que ser palabras especiales, si no la gente se daría cuenta.

—No debe de ser tan difícil —intervino Tata Ogg—. He estado estudiando. Tumpi tu tumpi tu tum.

Yaya meditó la idea.

—Creo que hay algo más —dijo al fin—. Algunos de los discursos que han dado eran muy buenos. Casi no entendí ni una palabra…

—No tiene truco —insistió Tata Ogg—. Además, a la mitad de los actores se les está olvidando ya lo que tienen que decir. Será sencillo.

—¿Podremos poner palabras en sus bocas? —preguntó Magrat.

Tata Ogg asintió.

—Palabras nuevas, no sé —dijo—. Pero seguro que conseguimos que se les olviden éstas.

Las dos miraron a Yaya Ceravieja, que se encogió de hombros.

—Vale la pena intentarlo —reconoció.

—Las brujas del futuro nos lo agradecerán —anunció Magrat, entusiasmada.

—Ah, qué bien.

—¡Por fin! ¿A qué demonios jugáis vosotros tres? ¡Os he buscado por todas partes!

Las brujas se volvieron para ver a un airado enano que trataba de alzarse ante ellas.

—¿Qué? —se asombró Magrat—. Si no estamos en…

—Claro que estáis, ¿no os acordáis? Lo añadimos la semana pasada. Segundo Acto, Al Fondo del Escenario, en torno al caldero. No tenéis que decir nada. Simbolizáis las fuerzas misteriosas que intervienen en la vida de los hombres. Sólo tenéis que resultar horribles. Vamos, buenos chicos. Hasta ahora lo habéis hecho muy bien.

Hwel dio una palmada a Magrat en el trasero.

—Buen relleno, Wilph —dijo, alentador—. Pero por dios, ponte un poco más, aún no pareces una mujer. Unas verrugas estupendas, Billem, de verdad —añadió—. Parecéis tres brujas repugnantes, en serio. Bien, bien. Las pelucas también son muy buenas. Venga, salid ya. Levantamos el telón enseguida. Rompeos una pierna.

Dio otra sonora palmada a Magrat en la grupa (cosa que le hizo un poco de daño en la mano) y salió corriendo para gritar a algún otro.

Ninguna de las brujas se atrevió a decir palabra. Magrat y Tata Ogg se volvieron instintivamente hacia Yaya.

La anciana bufó. Alzó la vista. Miró a su alrededor. Miró hacia el escenario iluminado que quedaba tras ella. Dio una palmada que retumbó en todo el castillo, y se frotó las manos.

—Muy bien —dijo, sombría—. Haremos lo que debemos hacer.

Tata miró con gesto hosco al enano que se alejaba.

—Que se rompa una pierna él —murmuró.

Hwel estaba entre bambalinas, y dio la señal para que subiera el telón. Y para que sonara el trueno.

El trueno no sonó.

—¡Trueno! —siseó en un susurro que medio público oyó con toda claridad—. ¡Ese trueno!

Desde detrás del escenario, le respondió una voz gimoteante.

—El trueno se me ha doblado, Hwel. ¡No hace más que clonk-clonk!

Hwel se quedó en silencio un momento, contando hasta diez. La compañía lo miraba asombrada, preguntándose si no estaría tronado.

Por fin, alzó los puños hacia el cielo abierto.

—¡Quería una tormenta! —exclamó—. ¡Una simple tormenta! Ni siquiera una tormenta grande. Cualquier tormenta. ¡Voy a intentar explicarme con toda CLARIDAD! ¡Ya estoy HARTO! ¡Quiero un trueno AHORA!

La puñalada de luz que le respondió hizo que las sombras del castillo pasaran a ser de un blanco cegador, mientras que el resto se sumía en la negrura más absoluta. Fue seguida inmediatamente por el rugido de un trueno.

Era el sonido más fuerte que Hwel había oído en su vida. Parecía iniciarse en el interior de su cabeza y abrirse camino hacia el exterior.

Continuaba, y continuaba, sacudiendo hasta la última piedra del castillo. El polvo caía en cascadas. Un torreón se derrumbó con la lentitud de una bailarina y cayó suavemente hacia las hambrientas profundidades del desfiladero.

Cuando cesó, dejó un silencio que resonaba como una campana.

Hwel alzó la vista hacia el cielo. Grandes nubes negras se arremolinaban en torno al castillo, ocultando las estrellas.

La tormenta había vuelto.

Se había pasado siglos aprendiendo su oficio. Se había pasado años asentada en valles lejanos. Había practicado durante horas delante de un glaciar. Había estudiado a las grandes tormentas del pasado. Había llevado su arte a la perfección. Y ahora, esta noche, con un público entendido a la espera, iba a lanzarse…, bueno, tempestuosamente.

Hwel sonrió. Quizá los dioses escuchaban, al fin y al cabo. Deseó haber pedido también una buena máquina para simular viento.

Hizo un gesto frenético a Tomjon.

—¡Adelante!

El chico asintió, y comenzó su principal discurso.

—Y ahora que nuestro dominio es absoluto…

Tras él, en el escenario, las tres brujas se inclinaban sobre el caldero.

—Es una porquería de latón —siseó Tata—. Y está lleno de hollín.

—Mirad, el fuego no es más que papel rojo —susurró Magrat—. ¡Con lo real que parecía! Si se mueve y todo…

—No importa —intervino Yaya—. Fingid que estáis muy atareadas, y esperad hasta que yo os diga.

Cuando el Malvado Rey y el Buen Duque comenzaron el intercambio de frases que desembocaría en la emocionante Escena del Duelo, ambos se dieron cuenta de que había una actividad extraña tras ellos, y de las risitas del público. Tras una carcajada totalmente fuera de lugar, Tomjon se arriesgó a lanzar una mirada de soslayo.

Una de las brujas estaba haciendo pedacitos su fuego. Otra intentaba limpiar el caldero. La tercera estaba sentada, con los brazos cruzados, y le miraba fijamente.

—El suelo mismo llora ante la tiranía… —continuó Wimsloe.

Vio la expresión en el rostro de Tomjon, y siguió la dirección de su mirada. Se interrumpió a media frase.

—«Y me pide venganza» —apuntó Tomjon, tratando de ayudarle.

—P-pero… —susurro Wimsloe, que señalaba disimuladamente con la daga.

—No usaría un caldero como éste aunque me mataran —decía Tata Ogg en un susurro que se oía con toda claridad hasta en las filas más alejadas—. Hay que echarle dos días de trabajo con estropajo y lija.

—«¡Y me pide venganza!» —susurró Tomjon.

Por el rabillo del ojo, vio a Hwel entre bastidores. El enano estaba paralizado en un ademán de rabia incoherente.

—¿Cómo hacen para que brille? —preguntó Magrat.

—Callaos las dos —ordenó Yaya—. Estáis molestando a la gente. —Hizo una señal hacia Wimsloe—. Sigue, joven. Como si no estuviéramos.

—¿Eh? —se sorprendió Wimsloe.

—Ah, te pide venganza, ¿no es cierto? —dijo Tomjon, a la desesperada—. Y los cielos también piden venganza, supongo.

En cuanto le dieron el pie, la tormenta puso en escena otro trueno que voló la parte superior de una segunda torre.

El duque se encogió en su asiento. Su rostro era el retrato del miedo. Extendió lo que en el pasado había sido un dedo.

—Están ahí —gimió—. Son ellas. ¿Qué hacen en mi obra? ¿Quién les ha dado permiso para meterse en mi obra?

La duquesa, menos partidaria de las preguntas retóricas, hizo una señal al guardia más cercano.

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