Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

Dentro, la luz era semejante a la de un día de niebla espesa. La Noche de la Vigilia de los Puercos, Tata Ogg, por tradición, invitaba a todo el pueblo a su casa, y el ambiente de la habitación estaba ya más allá del alcance de cualquier control de polución. Yaya se abrió camino entre la marea de cuerpos, guiada por el sonido de una voz cascada que explicaba a todo el mundo en cien metros a la redonda que, comparado con muchísimos otros animales, el puercoespín era muy afortunado.

Tata Ogg estaba sentada en una silla junto a la chimenea, con una jarra de cerveza en una mano, y marcaba el compás de la conversación con un cigarro puro. Sonrió al ver el rostro de Yaya.

—Vaya, vaya, querida —aulló para hacerse oír—. Me alegra que hayas venido. Tómate una copa. Tómate dos. Hola, Magrat, acércate una silla, quita de en medio a ese gato.

Mandón, que observaba la celebración con el ojo amarillento entrecerrado, sacudió la cola un par de veces.

Yaya se sentó muy erguida, la viva imagen de la decencia.

—No vamos a quedarnos —dijo al tiempo que miraba a Magrat, quien extendía tímidamente la mano hacia un plato de cacahuetes—. Ya veo que estás ocupada. Es que no sabíamos si habías notado… algo. Esta noche. Hace un rato.

Tata Ogg frunció el ceño.

—El mayor de mi Darron se puso enfermo —dijo—. Debió de ser la cerveza de su padre.

—A menos que estuviera extremadamente enfermo —replicó Yaya—, no creo que fuera eso a lo que me refería.

Trazó un complejo signo en el aire, del cual Tata hizo caso omiso.

—Alguien quiso bailar sobre la mesa —siguió—. Se cayó en la salsa de calabaza de mi Reet. Nos reímos un montón.

Yaya arqueó las cejas y se puso un dedo junto a la nariz, en un gesto cargado de sentido.

—Estoy hablando de cosas de naturaleza diferente —sugirió.

Tata Ogg la miró.

—¿Te pasa algo en la nariz, Esme? —aventuró.

Yaya Ceravieja suspiró.

—Están teniendo lugar acontecimientos de índole mágica muy preocupantes —dijo en voz alta.

Toda la habitación quedó en silencio. Todo el mundo miró a las brujas, excepto el mayor de Darron, que aprovechó la oportunidad para continuar con sus experimentos alcohólicos. Luego, tan deprisa como habían escapado, varias docenas de conversaciones volvieron a su lugar.

—Sería buena idea que lo discutiéramos en un lugar más tranquilo —sugirió Yaya, mientras el tranquilizador caos volvía a rodearlas.

Acabaron en el lavadero, donde Yaya trató de informarlas sobre la mente con la que se había encontrado.

—Está ahí fuera, en las montañas, en los bosques altos —dijo—. Y es muy grande.

—A mí me pareció que buscaba a alguien —aportó Magrat—. Me recordó a un perro enorme. Ya sabéis lo que quiero decir. Perdido. Asombrado.

Yaya meditó un instante. Ahora que lo decían…

—Sí —asintió—. Algo así. Un perro grande.

—Preocupado —insistió Magrat.

—Buscando algo —siguió Yaya.

—Y cada vez más furioso.

—Eso es —asintió Yaya, mirando fijamente a Tata.

—Podría ser un troll —aportó ésta—. Me habéis hecho dejar una cerveza a medias —añadió en tono de reproche.

—Sé perfectamente cómo es la mente de un troll, Gytha —dijo Yaya.

No parecía furiosa. De hecho, fue su manera tranquila de decirlo lo que hizo titubear a Tata.

—Me han dicho que cerca del Eje hay trolls muy grandes —sugirió, insegura—. Y gigantes del hielo, y nosequés peludos que viven en las nieves. Pero no te refieres a nada por el estilo, ¿verdad?

—No.

—Oh.

Magrat se estremeció. Se dijo que una bruja tiene control absoluto sobre su cuerpo, y que la carne de gallina bajo su camisón no era más que una imaginación suya. Por desgracia, tenía una imaginación excelente.

Tata Ogg suspiró.

—En ese caso, será mejor que echemos un vistazo —dijo.

Levantó la tapa de la caldera. Tata Ogg nunca la utilizaba, ya que de la colada se encargaban sus nueras, una tribu de mujeres sometidas, de rostros grisáceos, cuyos nombres nunca se molestaba en recordar. Por tanto, se había convertido en un lugar de almacenamiento para velas secas, calderos requemados y jarras de jalea fermentada. Hacía diez años que la caldera no se usaba. Los ladrillos estaban agrietados, y extraños helechos crecían en el interior. El agua que había bajo la tapa era de un color negro tinta y, según se rumoreaba, insondable. A los nietos de la familia Ogg se les había enseñado que en sus profundidades habitaban monstruos procedentes del amanecer de los tiempos, ya que Tata creía que un poco de terror infundado era el ingrediente esencial de la magia en la infancia.

En verano, usaba la caldera para refrescar las cervezas.

—Tendrá que bastar con esto. Supongo que será mejor que nos cojamos de las manos —dijo—. Magrat, por favor, asegúrate de que la puerta está cerrada.

—Siempre he dicho que una buena Invocación no puede salir mal —siguió Tata—. Hace años que no hago una.

Yaya Ceravieja frunció el ceño.

—Pero no la puedes hacer —señaló Magrat—. Aquí no. Hace falta un caldero, y una espada mágica. Y un octograma. Y especias, y montones de cosas.

Yaya y Tata intercambiaron una mirada.

—No es culpa suya —suspiró Yaya—. Son todos esos bromuros que le compraron. —Se volvió hacia Magrat—. No hace falta nada de todo eso. Sólo se necesita cabezología.

Paseó la vista por el viejo lavadero.

—Hay que usar lo que se tiene a mano —añadió.

Cogió el oxidado barrote de cobre, y lo sopesó, pensativa.

—Te conjuramos e invocamos por el poder de este… —Yaya hizo una pausa—, afilado y terrible barrote de cobre.

El agua de la caldera se movió en suaves ondas.

—Mira cómo dispersamos… —Magrat suspiró—. Este detergente mohoso y los fragmentos de un estropajo roto en tu honor. La verdad, Tata, no creo…

—¡Silencio! Ahora tú, Gytha.

—Te invocamos y sometemos con el cepillo roto del Arte y la tabla de lavar de la Protección —dijo Tata, blandiendo los instrumentos.

A la tabla se le cayeron un par de astillas.

—Esto de la sinceridad está muy bien —susurró Magrat, resignada—, pero me da la sensación de que no es lo mismo.

—Haz el favor de escuchar, niña —ordenó Yaya—. A los demonios no les importa la forma exterior de las cosas. Lo fundamental es lo que tú crees. Venga, sigamos.

Magrat trató de imaginar que la pastilla de jabón amarillento y rancio era un precioso ungüento aromático procedente del lejano Klatch. Aquello suponía todo un esfuerzo. Sólo los dioses sabían qué tipo de demonio respondería a semejante invocación.

Yaya tampoco estaba del todo tranquila. No le importaban gran cosa los demonios, y todo aquello de los Encantamientos y tonterías semejantes apestaba a magia de mago. Si se hacían las cosas tan aparatosas, los demonios empezarían a sentirse importantes. Los demonios deberían acudir cuando se los llamaba, y punto.

Pero, según el protocolo, la bruja anfitriona tenía el poder de decisión, y a Tata le gustaban los demonios, que eran de género masculino, o al menos lo aparentaban.

A Yaya le tocaba ahora alternar los halagos y las amenazas al otro mundo con un palo podrido de medio metro. Le impresionaba su propia osadía.

Las aguas vibraron un poquito, volvieron a calmarse, y entonces, con un movimiento repentino y un sonido como el de una pompa de jabón al romperse, adquirieron la forma de una cabeza. A Magrat se le cayó el jabón de las manos.

Era una cabeza atractiva, de ojos quizás un poco crueles, con la nariz, algo picuda, pero atractiva a su manera, sí. Esto no tenía nada de sorprendente, puesto que el demonio se limitaba a proyectar una imagen de sí mismo hacia la realidad, y le costaba lo mismo hacerlo bien que mal. Se giró muy despacio, como una brillante estatua negra bajo la adecuada luz de la luna.

—Venga, ¿qué? —dijo.

—¿Quién eres? —preguntó Yaya, sin demasiada sutileza.

La cabeza se giró hacia ella.

—Mi nombre es impronunciable en tu idioma, mujer —replicó.

—Eso lo decidiré yo —bufó Yaya—. Y no me llames mujer.

—Como quieras. Mi nombre es WxrtHltl-jwlpklz —contestó el demonio.

—¿Dónde estabas cuando repartieron las vocales, debajo de la mesa? —dijo Tata Ogg.

—Pues bien, señor…, —Yaya titubeó sólo un instante—, señor WxrtHltl-jwlpklz, supongo que se preguntará por qué le hemos llamado esta noche.

—No tienes que decir eso —se quejó el demonio—. Tienes que decir…

—Silencio. Tenemos la espada del Arte y el octograma de la protección, te lo advierto.

—Como quieras. Pero a mí me parecen una barra de cobre y una tabla de lavar —se burló el demonio.

Yaya miró de reojo. Un rincón del lavadero estaba lleno de leña, y había un tocón para cortarla. Miró fijamente al demonio y, sin apartar la vista, descargó un golpe contra la dura madera.

El silencio de muerte que siguió sólo se vio quebrado por el sonido de las dos mitades perfectas del tocón al caer al suelo.

El rostro del demonio permaneció impasible.

—Se os permite hacer tres preguntas —dijo.

—¿Hay algo extraño en el reino? —preguntó Yaya.

El demonio pareció pensárselo.

—Nada de mentiras —le advirtió Magrat rápidamente—. Si no, probarás el cepillo.

—¿Quieres decir más extraño de lo habitual?

—Venga, responde de una vez —se quejó Tata—. Se me están quedando los pies helados.

—No. No hay nada extraño.

—Pero hemos notado… —empezó Magrat.

—Espera, espera —la interrumpió Yaya.

Movió los labios sin decir nada. Los demonios eran como genios, o como profesores de filosofía: si no formulabas la pregunta con toda precisión, les encantaba darte respuestas perfectamente precisas y falsas.

—¿Hay en el reino algo que no hubiera antes? —aventuró.

—No.

Según la tradición, sólo podían hacer tres preguntas. Yaya trató de formular una que no hubiera manera de malinterpretar deliberadamente. Se dio cuenta de que se había equivocado.

—¿Qué diantre está pasando? —preguntó con cautela—. Y no me des largas, o te achicharramos.

El demonio pareció titubear. Obviamente, aquel enfoque le resultaba nuevo.

—Magrat, ¿te importa acercarme las cerillas?

—Protesto por este tratamiento —dijo el demonio, con voz insegura.

—Bueno, no tenemos tiempo para andarnos con jueguecitos toda la noche —replicó Yaya—. Estos juegos de palabras están muy bien para los magos, pero nosotras somos harina de otro costal.

—O de otro lavadero —señaló Tata.

—Mirad —dijo el demonio, en cuya voz había ahora un atisbo de terror—, es que no debemos regalar la información así como así. Hay reglas, ya sabéis.

—Creo que hay aceite en la estantería, Magrat —pidió Tata.

—Lo único que digo es… —empezó el demonio.

—¿Sí? —lo alentó Yaya.

—No se lo diréis a nadie, ¿verdad? —suplicó.

—Ni una palabra —prometió Yaya.

—Nuestros labios están sellados —añadió Magrat.

—No hay nada nuevo en el reino —dijo el demonio—, pero la tierra ha despertado.

—¿Qué quieres decir?

—Es desdichada. Quiere un rey que la ame.

—¿Cómo…? —empezó Magrat, pero Yaya la hizo callar con un gesto.

—No te refieres a la gente, ¿verdad? —preguntó. La brillante cabeza se sacudió en gesto de negación—. No, ya me parecía a mí.

—¿Qué…?

Yaya interrumpió a Tata, llevándose un dedo a los labios. Se dio la vuelta y se acercó a la ventana del lavadero, un auténtico cementerio de mariposas atrapadas en telarañas. Un tenue brillo más allá de los cristales cubiertos de escarcha sugería que, contra todo pronóstico, pronto amanecería un nuevo día.

—¿Puedes decirnos por qué? —preguntó, sin volverse.

Había sondeado la mente de todo un país… Estaba impresionada.

—No soy más que un demonio, ¿cómo quieres que lo sepa? Sólo conozco lo que sucede, no el cómo ni el porqué.

—Ya, claro.

—¿Puedo irme ya?

—¿Eh?

—Por favor…

Yaya se irguió.

—Oh, sí. Lárgate —dijo, distraídamente—. Y gracias.

La cabeza no se movió. Se quedó inmóvil, como un botones de hotel que acabara de subir quince maletas al décimo piso, enseñado a todo el mundo dónde estaban los baños, ahuecado las almohadas y subido todas las persianas habidas y por haber.

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