Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

El bufón era vagamente consciente de que se podía saber en qué dirección estaba el Eje observando en qué lado de los árboles crecía el musgo. Una rápida inspección de los troncos más cercanos le reveló que, contra toda probabilidad geográfica, el Eje estaba en todas partes.

Mandón había desaparecido.

El bufón suspiró, se quitó la cota de mallas que lo había protegido, y echó a andar con paso tintineante, en busca de algún terreno elevado. Eso parecía buena idea, porque el terreno donde se encontraba en aquel momento temblaba. Y estaba seguro de que no era buena cosa.

Magrat planeaba con su escoba a algunos cientos de metros por encima de las fronteras Dextro de Lancre, contemplando un mar de nieblas a través de las cuáles se veía de cuando en cuando la copa de un árbol, semejante a una roca cubierta de algas durante la marea alta. La luna creciente flotaba sobre ella, seguramente volvía a ser una raja de melón. Suspiró. Una luna menguante, finita y frágil, habría parecido más apropiada.

Se estremeció y se preguntó dónde estaría Yaya Ceravieja en aquel momento.

La escoba de la anciana bruja era conocida y temida en todo el cielo de Lancre. Yaya había conocido el vuelo a edad bastante avanzada, pero, tras las sospechas iniciales, le había cogido gusto. Por desgracia, para Yaya volar significaba ir en línea recta de A a B, y no comprendía que otros usuarios del aire tuvieran algún tipo de derechos. Las pautas de migración aérea de todo un continente habían cambiado por este hecho. Una evolución acelerada en los pájaros de la zona había resultado en toda una generación de aves que volaban de espaldas, para poder vigilar bien los cielos.

La creencia implícita de Yaya en que nada debía interponerse en su camino se hacía extensiva a otras brujas, a los árboles muy altos y, de cuando en cuando, a las montañas.

«Oh, cielos— pensó Magrat—. Espero que a Yaya no le haya pasado nada.»

Una brisa nocturna la hizo girar suavemente en el aire. Se estremeció, y entrecerró los ojos para contemplar las montañas iluminadas por la luna. Los desfiladeros helados, los abismos sepultados bajo la nieve, no tenían rey ni cartógrafo. Sólo en el extremo más cercano a la Periferia se alzaba Lancre, abierta al mundo. El resto de las fronteras eran tan escarpadas como las mandíbulas de un lobo, y también igual de intransitables. Desde allí arriba se divisaba todo el reino…

Un silbido rasgó el aire sobre ella. Una ráfaga de viento la hizo gritar, y le llegó un grito con distorsión Doppler: «¡Deja de soñar despierta!».

Se aferró a las cerdas de la escoba con las rodillas, y dirigió la escoba hacia arriba.

Tardó varios minutos en alcanzar a Yaya, que iba casi tendida sobre la escoba para presentar menos resistencia al viento. Las oscuras copas de los árboles rugían mucho más abajo. Magrat se puso a la altura de Yaya, que se volvió hacia ella, sujetándose el sombrero con una mano.

—Justo a tiempo —dijo—. No creo que a ésta le queden más de unos minutos de vuelo. Venga, vamos.

Extendió una mano. Magrat hizo lo mismo. Inseguras, con las escobas avanzando a trompicones, las dos mujeres se rozaron los dedos.

Magrat sintió un cosquilleo en el brazo a medida que el poder fluía a través de él.[15]La escoba de Yaya cobró nuevo impulso.

—¡Déjame un poco! —gritó Magrat—. ¡Tengo que bajar!

—No te resultará difícil —replicó Yaya por encima del rugido del viento.

—¡Pero es que me gustaría bajar a salvo!

—Eres una bruja, ¿no? Por cierto, ¿has traído la leche caliente? ¡Me estoy helando de frío!

Magrat asintió desesperadamente y, con la mano libre, le pasó una cesta de paja.

—Bien —asintió Yaya—. Buen trabajo. Te veré en el Puente de Lancre.

Le soltó los dedos.

Magrat bajó como una flecha azotada por el viento, aferrada a una escoba que, mucho se temía, tenía tanto potencial mágico como un leño. Desde luego, no era capaz de mantener a una mujer adulta alejada de las garras de la gravedad.

Mientras se precipitaba en picado hacia el frondoso bosque, reflexionó que había algo de adulador en la manera que tenía Yaya Ceravieja de no tener en cuenta los problemas de los demás. Daba a entender que, en su muy respetable opinión, eran perfectamente capaces de apañárselas solos.

Se imponía algún hechizo de cambio.

Magrat se concentró.

Bueno, al parecer, había funcionado.

A los ojos mortales, nada parecía haber cambiado. Lo que Magrat había logrado era un simple ajuste en los procesos mentales: la mujer asombrada y un tanto asustada que se precipitaba inexorablemente hacia el suelo nada invitador era ahora una persona con la mente clara, optimista, que llevaba las riendas de su destino y controlaba su propia vida. Sabía muy bien de dónde venía. Por desgracia, el lugar a donde iba no había cambiado en absoluto. Pero se sentía mucho mejor.

Apretó los tobillos y forzó a la escoba a usar sus últimas reservas de energía en una breve ráfaga, que la envió en una trayectoria errática a un metro por encima de los árboles. Luego, volvió a descender. Magrat se puso tensa. Rezó a cualquier dios del bosque que pudiera estar escuchando para que le permitiera caer sobre algo blando, y se soltó.

Hay tres mil dioses principales conocidos en el Disco, y los teólogos investigadores descubren más cada semana. Aparte de los dioses menores de las rocas, los árboles y el agua, hay dos dedicados a las Montañas del Carnero: Hoki, mitad hombre y mitad cabra, aficionado integral a los chistes malos, que fue expulsado de Dunmanifestin por gastarle la vieja broma del muérdago explosivo a Io el Ciego, jefe de todos los dioses; y Herne el Perseguido, la aterrada y aprensiva deidad de todas las criaturitas peludas cuyo destino es acabar sus días como aperitivo crujiente.

Cualquiera de los dos habría podido atribuirse el pequeño milagro que tuvo lugar, porque, en un bosque lleno de rocas frías, ramas afiladas y zarzales crueles, Magrat aterrizó sobre algo blando.

Entretanto, Yaya aceleraba hacia las montañas en la segunda etapa de su viaje. Consumió la leche, que por desgracia no pasaba de tibia. Con loable conciencia ecológica, dejó caer la botella al pasar sobre un lago.

Resultó que la idea de Magrat de «provisiones» era un sándwich de huevo y escarola, sin corteza y (Yaya se dio cuenta antes de que el viento se la llevara) una ramita de perejil primorosamente colocada encima. Yaya lo miró unos momentos, y luego se lo comió.

Un precipicio apareció a lo lejos, todavía cubierto de nieve invernal. Como una pequeña chispa en la oscuridad, un punto de luz contra la enormidad de las Montañas del Carnero, Yaya se lanzó a recorrer el laberinto de picos.

En el bosque, Magrat se sentó y se apartó una ramita de la cara con gesto distraído. A pocos metros, la escoba cayó entre los árboles, provocando una lluvia de hojas.

Un gemido y un tintineo desganado hicieron que escudriñara en la penumbra. Una figura confusa estaba en el suelo, a cuatro patas, buscando algo.

—¿He caído sobre ti? —preguntó Magrat.

—Alguien ha caído, no sé si eras tú —respondió el bufón.

Se acercaron el uno al otro.

—¿Tú?

—¡Tú!

—¿Qué haces aquí?

—Pues mira, iba caminando —respondió el bufón—. Hay mucha gente que lo hace. Ya me entiendes, quiero decir, quizá no sea muy original, pero a mí siempre me ha bastado.

—¿Te he hecho daño?

—Creo que uno o dos de mis cascabeles no volverán a ser los mismos.

El bufón tanteó entre las hojas caídas, y por fin localizó su detestado sombrero.

—Completamente aplastado —dijo, tirándolo a un lado.

Eso pareció hacer que se sintiera mejor, y miró a Magrat.

—Lluvia, sí; hojas, sí. Incluso arena. Peces y ranas, pase. Mujeres, hasta ahora, no. ¿Volverá a suceder?

—Tienes una cabeza muy dura —fue la respuesta de Magrat al tiempo que se ponía de pie.

—La modestia me impide hacer ningún comentario —replicó el bufón.

Se miraron, mientras sus mentes trabajaban a toda velocidad.

Tata dijo que lo mirase bien, pensó Magrat. Lo estoy mirando. Y me parece el mismo. Un hombrecillo flaco, con un ridículo traje de bufón, ¡si es casi un jorobado!

Entonces, de la misma manera en que los perfiles de una nube pueden convertirse de pronto en un barco o en una ballena a los ojos del que la mira, Magrat se dio cuenta de que el bufón no era bajo en absoluto. Era al menos de altura media, pero se hacía pequeño encorvando los hombros, torciendo las piernas y caminando con las rodillas medio flexionadas, con lo que parecía estar haciendo reverencias constantemente.

¿Qué más advertiría Gytha Ogg?, se preguntó, intrigada.

Él le tocó el brazo y sonrió.

—Supongo que no tendrás ni idea de dónde estamos —dijo.

—Las brujas nunca se pierden —replicó Magrat con firmeza—. Aunque su ubicación puede ser incierta temporalmente. Lancre está por allí, creo. Perdona, pero tengo que buscar una colina.

—¿Para saber dónde estamos?

—Para saber cuándo estamos. Hay mucha magia en marcha esta noche.

—¿De verdad? En ese caso, permite que te acompañe —dijo el bufón caballerosamente, tras calibrar con cautela la penumbra de árboles que al parecer se interponía entre él y sus losas—. No me gustaría que te pasara nada.

Yaya seguía casi tendida sobre su escoba mientras ésta recorría los insondables abismos de las montañas. De cuando en cuando se inclinaba hacia un lado con la esperanza de maniobrar, aunque cada vez le salía peor, por extraño que pareciera. El viento que levantaba a su paso hacía que la nieve que caía tras ella adoptara formas extrañas. Las capas de escarcha que habían resistido todo el invierno en los valles glaciares temblaron e iniciaron una larga, silenciosa caída. A lo largo de su vuelo, provocó varias avalanchas.

Bajó la vista hacia el paisaje de muerte súbita y belleza dentada, y fue consciente de que le devolvía la mirada, igual que un hombre que sestea miraría a un mosquito. Se preguntó si el país comprendería lo que estaba haciendo. Se preguntó si le proporcionaría un lugar blando donde caer, y se reprochó mentalmente tal debilidad. No, la tierra no era así. No hacía tratos. Golpeaba y recibía golpes. El perro siempre muerde con más fuerza la mano del veterinario.

La niebla, que en las montañas nunca andaba lejos, había vuelto, pero esta vez se esmeraba, era un mar espeso y plateado ante ella. Yaya gimió.

En el centro de aquella sopa, Tata Ogg flotaba, echando de cuando en cuando un traguito de su petaca para protegerse del frío.

Y así fue como Yaya, con el sombrero y el pelo gris acerado goteando por la humedad, con las botas llenas de escarcha, oyó el sonido lejano de su voz, explicando con entusiasmo al cielo invisible que el puercoespín tenía menos preocupaciones que los demás mamíferos. Como un halcón que acabara de divisar algo pequeño y peludo en la hierba, como un germen interestelar de gripe que avistara un bonito planeta azul en su trayectoria, Yaya hizo girar su escoba y se lanzó hacia la voz.

—¡Vamos! —gritó, ebria de velocidad (el sonido, a doscientos metros de altura, hizo perder el apetito a un lobo)—. ¡Ahora mismo, Gytha Ogg!

Tata Ogg le cogió la mano de mala gana, y las dos escobas volaron juntas hacia arriba, hacia el claro cielo estrellado.

Como siempre, el Disco daba la impresión de que el Creador lo había diseñado concretamente para ser visto desde arriba. Los jirones de nubes blancas y plateadas se extendían hacia el Borde. Tras las escobas, el espeso mar de niebla se vio absorbido por un túnel de vapor blanco, de manera que los dioses vigilantes (que, desde luego, estaban vigilando) pudieran ver el terrible vuelo como una estela en el cielo.

A cuatrocientos metros de altura, elevándose todavía por el aire gélido, las dos brujas volvían a discutir.

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