Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—¿Adónde vas? —preguntó Magrat.

—A buscar a Jason, a nuestro Wane, a nuestro Darron, a…

—Espera un momento.

—Oh, señorita Magrat, ¿y si intentan torturarla? ¡Ya sabe qué vocabulario tiene cuando se pone furiosa!

—Estoy pensando.

—Él ha puesto a su guardia personal en las puertas, y todo…

—¿Te quieres callar un momento, Shawn?

—Cuando Jason se entere, al duque le va a caer una buena, señorita. Dice que ya va siendo hora de que alguien lo ponga en su sitio.

Jason, el hijo de Tata Ogg, era un joven con la constitución de un buey (y, según Magrat, con un cerebro a juego). Tenía la piel bien dura, pero aún así dudaba de que sobreviviera a una andanada de flechas.

—No se lo digas aún —ordenó, pensativa—. Quizás haya otro sistema…

—¿Quiere que busque a Yaya Cera vieja, señorita? —preguntó Shawn, dando saltitos de nerviosismo—. Ella sabrá lo que hay que hacer. Es una bruja.

Magrat se quedó inmóvil. Antes había pensado que estaba furiosa, pero ahora iba en serio. Estaba empapada, tenía frío y hambre y aquel niñato… Pensó que, hacía pocos días, se habría echado a llorar en las mismas circunstancias.

—Ooops —susurró Shawn—. Mm…, no quería decir…, oops…

Retrocedió un par de pasos.

—Si por casualidad encuentras a Yaya Ceravieja —dijo Magrat lentamente, en un tono que habría grabado las palabras en un cristal—, puedes decirle que yo me encargo de todo. Ahora, lárgate antes de que te convierta en una rana. Total, no notarías la diferencia.

Se dio media vuelta, se recogió las faltas y corrió a toda velocidad hacia su casa.

A Lord Felmet se le daba muy bien ser malévolo.

—¿Qué, estamos cómodos? —dijo.

Tata Ogg meditó un instante.

—¿Quieres decir aparte de los grilletes? —preguntó.

—No me afectan tus maldiciones —replicó el duque—. Desprecio tus viles artes. Serás torturada, por si te interesa saberlo.

Aquello no pareció surtir el efecto apetecido. Tata contemplaba la mazmorra con vago interés.

—Y luego te quemaremos —añadió la duquesa.

—Muy bien —asintió Tata.

—¿Muy bien?

—Aquí me estoy muriendo de frío. ¿Qué es esa especie de armario lleno de pinchos?

El duque temblaba de ira.

—Ajá —dijo—. Ahora te das cuenta, ¿eh? Eso es una Doncella de Hierro. El último grito. Te…

—¿Puedo probarla?

—Tus súplicas no…

El duque se quedó sin voz. Volvió el tic de su ojo.

La duquesa se inclinó hacia delante, hasta que su rostro rojizo estuvo a milímetros de la nariz de Tata.

—Te encanta mostrarte indiferente —siseó—, ¡pero pronto te volveremos del revés!

—Sólo tengo un lado.

La duquesa acarició amorosamente una bandeja de instrumentos.

—Ya lo veremos —dijo, cogiendo unas tenazas.

—Y no pienses que vendrá alguien a ayudarte —dijo el duque, que sudaba pese al frío—. Sólo nosotros tenemos llaves de esta mazmorra. Jajá. Servirás de ejemplo a todos los que han estado esparciendo rumores maliciosos sobre mí. ¡No intentes alegar que eres inocente! Oigo voces constantemente, mienten…

La duquesa lo agarró por el brazo.

—Basta —rugió—. Vamos, Leonal. La dejaremos sola un rato para que medite sobre su destino.

—… las caras…, mentiras terribles…, yo no estaba allí, se cayó…, toda la comida llena de sal… —murmuró el duque, tembloroso.

La puerta se cerró tras ellos. Las cerraduras y cadenas la bloquearon.

Tata se quedó a solas en la penumbra. La titubeante antorcha que colgaba de una pared sólo conseguía hacer más amenazadora la oscuridad circundante. Las extrañas formas metálicas, destinadas a probar científicamente la resistencia del cuerpo humano, proyectaban sombras desagradables. Tata Ogg desentumeció sus músculos encadenados.

—Muy bien —dijo—. Ya te veo. ¿Quién eres?

El rey Verence dio un paso adelante.

—Te vi hacerle muecas —añadió Tata Ogg—. Casi se me escapa la risa.

—No estaba haciendo muecas, eran gestos de desprecio.

Tata entrecerró los ojos.

—Oye, yo te conozco. Estás muerto.

—Yo prefiero la palabra «difunto» —señaló el rey.

—Te haría una reverencia,[11] pero con estas cadenas… No habrás visto un gato por aquí, ¿verdad?

—Sí. Está en una habitación del piso de arriba, dormido.

Tata se tranquilizó un poco.

—Ah, entonces no pasa nada. Empezaba ya a preocuparme. —Volvió a examinar la mazmorra—. ¿Qué es esa cama grande de ahí?

—El potro de tormento —contestó el rey.

Le explicó su utilidad. Tata Ogg asintió.

—Vaya ideas que se le ocurren —señaló.

—Me temo que soy el responsable de tu situación actual —suspiró Verence al tiempo que se sentaba en un yunque, o al menos a pocos milímetros por encima de él—. Quería hacer que viniera una bruja.

—Supongo que no podrás abrir unas cuantas cerraduras.

—Lo siento, pero están fuera de mis capacidades. Pero sin duda tú… —El fantasma del rey movió la mano en un vago gesto que comprendió a Tata, la mazmorra y las cadenas—. Para una bruja, esto no es más que…

—Hierro sólido —dijo Tata—. Tú puedes atravesarlo, pero yo no.

—No lo sabía —dijo Verence—. Creía que las brujas podían hacer magia.

—Haz el favor de callar, joven —ordenó Tata.

—¡Señora! ¡Que soy un rey!

—También estás muerto, así que no te corresponde tener opiniones. Ahora, calla y espera como un buen chico.

Contra todos sus instintos, el rey obedeció. No había manera de contradecir a aquel tono de voz. Le hablaba a través de los años, desde sus días de niño. Sus ecos le decían que, si no se lo comía todo, iría derechito a la cama.

Tata Ogg sacudió las cadenas. Esperaba que vinieran pronto.

—Eh… —dijo el rey, intranquilo—, creo que te debo una explicación.

—Gracias —dijo Yaya Ceravieja. Como Shawn parecía esperarlo, añadió—: Has hecho muy bien.

—Sí, señora. ¿Señora?

—¿Qué más?

Shawn retorció una punta de su cota de mallas, avergonzado.

—No es verdad lo que van diciendo de nuestra madre, señora —dijo—. No va por ahí echando maldiciones a todo el mundo. Excepto a Daviss, el carnicero. Y al viejo Migaja, que le dio una patada a su gato. Pero no son lo que se dice maldiciones de verdad, ¿no cree, señora?

—Puedes dejar de llamarme señora.

—Sí, señora.

—Eso dicen, ¿eh?

—Sí, señora.

—Bueno, a veces tu madre hace enfadar a la gente.

Shawn daba saltitos, nervioso.

—Sí, señora, pero también dicen cosas terribles de usted cuando no está, señora.

Yaya se puso rígida.

—¿Qué cosas?

—No me gusta repetirlas, señora.

—¿Qué cosas?

Shawn meditó sobre lo que debía hacer. No tenía mucho donde elegir.

—Muchas cosas que no son ciertas, señora —dijo, presentando sus credenciales lo antes posible—. Todo tipo de cosas. Como que el viejo Verence era un mal rey y usted lo ayudó a llegar al trono, o que provocó el invierno malo del año pasado, que la vaca del viejo Norbut no dio leche después de que usted la cuidó. Mentiras, señora —añadió lealmente.

—Ya —dijo yaya.

Cerró la puerta ante el rostro sudoroso del muchacho, meditó un instante y se dirigió hacia su mecedora.

—Ya —repitió al cabo de un rato.

Más silencio.

—Es una vieja antipática —dijo al final—, pero no podemos permitir que vayan por ahí haciendo cosas a las brujas. Si te pierden el respeto, no queda nada. No recuerdo haber cuidado de la vaca del viejo Norbut. ¿Quién es el viejo Norbut?

Se levantó, descolgó el sombrero puntiagudo de su gancho tras la puerta, se miró al espejo para colocárselo bien, y lo sujetó con buen número de horquillas, que fueron encajando en su lugar una a una, imparables como la ira de Dios.

Salió de la casa un momento y volvió con su capa de bruja, que usaba como manta para las cabras enfermas cuando no la estaba utilizando.

En tiempos remotos había sido de terciopelo negro. Ahora era de tejido negro. Se la puso lenta, deliberadamente, y se la sujetó con un broche de plata.

Ningún samurai, ningún caballero andante, se había vestido jamás con tanta ceremonia.

Por último, Yaya se irguió, admiró su reflejo en el cristal, esbozó una sonrisita de aprobación, y salió por la puerta trasera.

Su aire amenazador sólo quedó algo mermado por el sonido de las carreras al intentar que la escoba arrancara.

Magrat también se estaba mirando al espejo.

Había desenterrado del baúl un vestido color verde brillante, diseñado para ser a la vez revelador y misterioso. Y lo habría sido si Magrat tuviera algo que revelar, o algo que ocultar con misterio. Le puso un par de lazos en lugares estratégicos para ocultar las deficiencias más obvias. También había probado un hechizo con su cabello, pero era impermeable a la magia, y ya empezaba a erizarse por las puntas (antes de las dos del mediodía parecería un diente de león).

Además, ensayó un maquillaje. No fue lo que se dice un éxito, carecía de práctica. Empezaba a preguntarse si no se habría pasado con la sombra de ojos.

Su cuello, sus dedos y brazos transportaban suficiente plata como para hacer una vajilla para seis personas, y se abrigaba con una capa negra ribeteada en seda roja.

Bajo cierta luz, y desde un ángulo cuidadosamente elegido, Magrat no carecía por completo de atractivos. Es muy discutible que los preparativos previos mejorasen algo su imagen, pero al menos daban un barniz de confianza a su tembloroso corazón.

Se irguió y dio unos pasitos. Los racimos de amuletos, joyas mágicas y brazaletes misteriosos tintinearon al unísono en diferentes partes de su cuerpo. Cualquier enemigo notaría que se le acercaba una bruja, a menos que estuviera ciego. Y sordo.

Se volvió hacia su mesa de trabajo y examinó lo que, con cierta timidez, y nunca en presencia de Yaya, denominaba «Instrumentos del Arte». Allí estaba el cuchillo de puño blanco que se usaba para preparar ingredientes mágicos. Y el cuchillo de puño negro utilizado para la ejecución en sí. Magrat había tallado tantas runas en ambos que en cualquier momento se partirían por la mitad. Sin duda eran poderosos, pero…

Magrat sacudió la cabeza apenada, fue a la cocina, abrió un armario y sacó el cuchillo del pan. Algo le decía que, con los tiempos que corrían, un buen cuchillo afilado era el mejor amigo de una chica.

—Veo, veo, una cosita, con la letrita T —dijo Tata Ogg. El fantasma del rey contempló desganado la mazmorra.

—Tenazas —sugirió.

—No.

—¿Torniquete?

—Bonito nombre. ¿Qué es?

—Sirve para cortar las hemorragias. O la circulación. Mira —señaló el rey.

—No es eso.

—¿Látigo? —propuso a la desesperada.

—Eso empieza por L, y además, si te refieres a ese trasto de ahí, tiene demasiadas colas para ser un látigo.

El rey de explicó los matices de la cuestión.

—No, desde luego, no era eso.

—¿Gota malaya? —sugirió él.

—Setedandemasiadobienestosnombres—señalóTatacontonobrusco—. ¿De verdad no usabas esto cuando estabas vivo?

—Te lo juro, Tata —aseguró el fantasma.

—Los niños que dicen mentiras van al infierno —le advirtió ella.

—Lo digo de verdad, la mayoría los ha traído Lady Felmet —se defendió el rey.

Su situación actual ya le parecía suficientemente precaria, no quería tener que preocuparse por el infierno.

—Muy bien —dijo Tata, algo calmada—. Era «Tenazas».

—Pero eso ya lo di… —empezó el rey.

Se detuvo justo a tiempo. En toda su vida adulta no había temido a ningún hombre, bestia o combinación de ambas cosas, pero la voz de Tata le traía viejos recuerdos del colegio y las institutrices, de una vida bajo las órdenes estrictas de damas severas vestidas con faldas largas, de comida siempre gris o marrón que entonces parecía indigerible, pero que ahora consideraría un manjar.

—Gano cinco a cero —anunció Tata alegremente.

—Esos dos volverán pronto —dijo el rey—. ¿Estás segura de que no te pasará nada?

—Si no lo estoy, ¿hasta qué punto puedes servirme de ayuda? —preguntó Tata.

Una llave giró en la cerradura.

Ya había una multitud fuera del castillo cuando la escoba de Yaya descendió insegura hacia el suelo. Todo el mundo guardó silencio mientras ella avanzaba a zancadas, y le abrieron paso. Llevaba una cesta de manzanas bajo el brazo.

—Hay una bruja en las mazmorras —le susurró alguien—. ¡Dicen que la van a torturar!

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