Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—Sí —respondió toda la compañía al unísono.

El joven Willikins, especializado en papeles femeninos, miró a Tomjon, de pie sobre un barril situado en el centro del claro.

—Oye, chico, ¿conoces mi papel en Como gustéis? —preguntó.

Tomjon asintió.

—Os digo que no está muerto quien yace bajo la piedra. Porque si la Muerte pudiera oír…

Escucharon en silencio asombrado mientras las nieblas interminables cubrían los campos húmedos y la bola roja que era el sol descendía más y más. Cuando el niño hubo terminado, el rostro de Hwel estaba cubierto de lágrimas.

—Por todos los dioses —dijo—, yo debía de estar muy inspirado cuando escribí eso.

Se sonó la nariz.

—¿De verdad hablo así? —preguntó Willikins, pálido.

Vitoller le dio una palmadita amistosa en el hombro.

—Si hablaras así, muchacho —dijo—, no estarías metido hasta las rodillas en lodo, en medio de estos campos perdidos, tomando té de hojas de repollo.

Dio una palmada.

—Ya basta, ya basta —dijo, mientras su aliento formaba nubéculas de vapor en el aire gélido—. Cada uno a su lugar. Tenemos que estar fuera de los muros de Sto Lat antes de que se ponga el sol.

Los actores salieron del ensueño, y volvieron a los pescantes de los carromatos caminando entre nubes. Vitoller llamó al enano y le puso el brazo en torno a los hombros, o mejor dicho, sobre la cabeza.

—¿Qué opinas? —preguntó—. Vosotros lo sabéis todo sobre la magia, o eso se dice. ¿Qué te parece esto?

—Se pasa todo el tiempo alrededor del escenario. Es natural que recuerde las cosas —respondió Hwel vagamente.

Vitoller se inclinó hacia delante.

—¿Tú crees eso?

—Creo que oí una voz que cogió lo que yo había escrito, le dio forma y me lo disparó contra las orejas, directo al corazón —se limitó a responder el enano—. Creo que oí una voz que iba más allá de la ruda forma de las palabras y decía las cosas que yo quise decir y no pude por falta de habilidad. ¿Quién sabe cómo ha sucedido?

Contempló impasible el rostro enrojecido de Vitoller.

—Quizá lo haya heredado de su padre —dijo.

—Pero…

—¿Y quién sabe hasta dónde llegan los poderes de las brujas? —insistió el enano.

Vitoller sintió que su esposa le cogía de la mano. Cuando se levantó, asombrado y furioso, ella le besó en la nuca.

—No te atormentes —dijo—, todo ha sido para bien. Tu hijo ha declamado su primera palabra.

Llegó la primavera, y el ex rey Verence seguía sin tomarse nada bien lo de estar muerto. Paseaba incansable por el castillo, tratando de que las viejas piedras lo dejaran libre.

También trataba de no tropezar con otros fantasmas.

Ornal no era mal tipo, aunque algo pesado. Pero Verence se había sobresaltado al ver por primera vez a los Gemelos, cogidos de la mano por los pasillos nocturnos; los pequeños fantasmas eran el recuerdo de un acto aún más negro que las habituales molestias del regicidio.

Y luego estaba el Troglodita Errante, un hombre simio vestido con taparrabos de piel, quien al parecer hechizaba el castillo porque lo habían construido sobre su túmulo funerario. Sin motivo aparente, de cuando en cuando salía del lavadero un carro en el que viajaba una mujer aullante. En cuanto a la cocina…

Un día se había rendido, pese a los consejos del viejo Ornal, y siguió los aromas de la comida hasta la inmensa caverna cálida que era la cocina-despensa del castillo. Qué cosas, pensó, no había pasado por allí desde su infancia. Al parecer, los reyes y las cocinas no pegaban demasiado.

Estaba llena de fantasmas.

Pero no eran humanos. Ni siquiera eran protohumanos.

Eran venados. Eran pavos. Eran conejos, y faisanes, y perdices, y corderos, y cerdos. Hasta había unas cosas redondas informes que parecían fantasmas de ostras. Estaban tan apretados que se fundían unos con otros, convirtiendo la cocina en una silenciosa pesadilla de dientes, pelo y cuernos, apenas visibles y nebulosos. Algunos advirtieron su presencia, y hubo un caos de ruidos lejanos, desagradablemente fuera de registro. A través de los fantasmas, el cocinero y sus ayudantes caminaban despreocupadamente, preparando salsas de verduras.

Verence contempló la escena medio minuto y luego huyó, deseando tener un estómago de verdad para poder meterse los dedos en la garganta y vomitar todo lo que había comido durante su vida.

Luego buscó tranquilidad en los establos, donde sus amados perros de caza gimotearon y arañaron la puerta, muy incómodos ante la presencia que sentían sin ver.

Ahora hechizaba (cómo detestaba aquella palabra) la Galería Larga, donde los retratos de reyes muertos mucho tiempo atrás lo contemplaban desde arriba, desde las sombras polvorientas. Habría tenido una opinión mucho mejor de ellos si no se hubiera encontrado a bastantes rondando por las diferentes habitaciones.

Verence había decidido que tenía dos objetivos en la muerte. Uno era salir del castillo y buscar a su hijo, y el otro vengarse del duque. Pero no matándolo, había decidido, ni siquiera aunque encontrara la manera, porque una eternidad en compañía de aquel idiota balbuceante significaría empeorar aún más la muerte.

Se sentó bajo un retrato de la reina Bemery (670-722), cuya belleza madura habría apreciado mucho más si no la hubiera visto aquella misma mañana atravesando la pared.

Verence trataba de no atravesar las paredes. Al menos, le quedaba su dignidad.

Fue consciente de que le estaban vigilando.

Volvió la cabeza.

Había un gato sentado junto a la puerta, y lo miraba sin parpadear. Era gris, extremadamente gordo…

No. Extremadamente grande. Tenía tantas cicatrices que parecía un puño recubierto de pelo. Sus orejas eran un par de muñones perforados, sus ojos como dos hendiduras amarillas de malevolencia, su cola una serie de interrogaciones en movimiento mientras le miraba.

Mandón se había enterado de que Lady Felmet tenía una gatita blanca, y pasaba por allí para presentarle sus respetos.

Verence jamás había visto un animal con tanta maldad inherente. No se resistió cuando el bicho se acercó a él e intentó frotarse contra sus piernas, ronroneando como un motor a reacción.

—Bueno, bueno —dijo el rey vagamente.

Extendió la mano e hizo un esfuerzo por rascarle detrás de los dos jirones que tenía en la cabeza. Era un alivio encontrarse con algo que pudiera verle, y no fuera un fantasma. Además, notaba que Mandón no era un gato cualquiera. Los gatos del palacio eran o bien mascotas malcriadas o habitantes de los establos y las cocinas, que acababan pareciéndose a los roedores de los que se alimentaban. Pero aquel gato no tenía más dueño que él mismo. Es la impresión que dan todos los gatos, claro, pero en vez del egoísmo ciego que le hace parecer sabios, Mandón irradiaba genuina inteligencia. También irradiaba un olor que podía derribar una pared y provocar problemas de sinusitis a un zorro muerto.

Sólo una clase de personas tenían gatos como aquél.

El rey trató de agacharse, y descubrió que se estaba hundiendo en el suelo. Intentó calmarse, y se elevó. Una vez un hombre se asienta en el mundo etéreo, ya no hay esperanza para él, pensaba.

Sólo los parientes cercanos y los que tengan ciertos poderes psíquicos, había dicho la Muerte. Ni los unos ni los otros abundaban en el castillo. El duque entraba en la primera categoría, pero su egoísmo exacerbado lo convertía en un ser tan psíquicamente útil como una zanahoria. En cuanto a los demás, sólo el cocinero y el bufón parecían cualificados, pero el cocinero se pasaba gran parte del día escondido en la despensa y llorando porque ya no le dejaban asar nada con más sangre que una chirivía, y el bufón se había convertido en tal manojo de nervios que Verence dejó de intentar contactar con él.

Pero una bruja… Si una bruja no tenía «ciertos poderes psíquicos», entonces él, el rey Verence, era una ráfaga de viento. Tenía que conseguir que una bruja acudiera al castillo. Y luego…

Había trazado un plan. En realidad, era algo más. Era un Plan. Se había pasado meses dedicado a perfeccionarlo. No tenía nada más que hacer, excepto pensar. En eso tenía razón la Muerte. Los fantasmas no tenían más que pensamiento, y aunque durante su vida el rey había intentado pensar lo menos posible, la carencia de un cuerpo que lo distrajera con sus tendencias le hacía apreciar el valor de lo cerebral. Hasta entonces, nunca había tenido un Plan, al menos ninguno más elaborado que «busquemos algo y matémoslo». Y allí, ante él, lamiéndose los bigotes, tenía la pieza clave.

—Gatito, gatito —aventuró.

Mandón le dirigió una penetrante mirada amarilla.

—Gato —se corrigió rápidamente el rey.

Retrocedió y siguió llamándolo. Por un momento, pareció que el gato no tenía la menor intención de seguirle, pero entonces, para alivio del rey, Mandón se levantó, bostezó y caminó pausadamente hacia él. Mandón no veía fantasmas muy a menudo, y le interesaba vagamente aquel hombre alto y barbudo del cuerpo translúcido.

El rey lo precedió por un pasillito polvoriento hacia la habitación de los trastos, atestada de tapices rotos y retratos de reyes que nadie recordaba. Mandón lo examinó todo con gesto crítico. Luego se sentó en el suelo sucio y miró al rey, expectante.

—Aquí hay montones de ratones y cosas de ésas, ¿sabes? —dijo Verence—. La ventana está rota y se cuela la lluvia. Además, se puede dormir sobre los tapices. Perdóname.

En eso había estado trabajando todos aquellos meses. Cuando estaba vivo, había cuidado bien de su cuerpo, y una vez muerto trató de conservar la forma. Era demasiado fácil dejarse llevar y permitir que se te difuminaran los bordes. En el castillo había algunos fantasmas que parecían glóbulos translúcidos. Pero Verence tenía una voluntad de hierro, y había hecho ejercicio (mejor dicho, había pensado con todas sus fuerzas en hacer ejercicio), con lo que ahora sus músculos espectrales aparecían bien marcados. Aquellos meses de levantar ectoplasma lo habían dejado en mejor forma que nunca, si se descontaba el hecho de que estaba muerto.

Después, empezó a ejercitarse con motilas de polvo. La primera casi lo mató,[9] pero él perseveró, y consiguió progresar hasta los granos de arena, y luego hasta guisantes enteros. Aún no se atrevía a volver a la cocina, pero se había divertido echando sal de más en la comida de Felmet, un pellizquito cada vez, hasta que se dijo que lo de envenenar a alguien no era honorable, ni aunque se tratara de aquella sabandija.

Ahora, apoyó todo su peso contra la puerta y, forzando al máximo cada microgramo de su ser, empujó con todas sus fuerzas. El sudor de la autosugestión le goteó de la nariz y desapareció antes de llegar al suelo. Mandón observó interesado cómo los músculos se movían en los brazos del rey, como balones de fútbol.

La puerta empezó a moverse, crujió, luego aceleró y se cerró con un golpe sordo.

Más valía que la cosa funcionara, se dijo Verence. Él sólo, jamás sería capaz de abrirla de nuevo. Pero una bruja sin duda buscaría a su gato, ¿verdad?

En las colinas, no lejos del castillo, el bufón yacía de bruces y contemplaba las profundidades de un pequeño lago. Un par de truchas le devolvieron la mirada.

La razón le decía que, en algún lugar del disco, debía de haber alguien aún más atormentado que él. Se preguntaba quién sería.

No había consultado con ningún bufón, pero tampoco habría importado, porque en su familia nadie escuchaba nada de lo que decía desde la fuga de su padre.

Desde luego, su abuelo, no. Su primer recuerdo del abuelo era cómo le enseñaba el repertorio de chistes, acompañando cada uno con un golpe de cinturón. Era de cuero duro, y el hecho de que tuviera cascabelitos no mejoraba las cosas.

El abuelo había recibido siete chistes nuevos oficiales. Había ganado la gorra y cascabeles honoríficos en el Gran Premio de los Payasos en Ankh-Morpork durante cuatro años seguidos, una hazaña que nadie había repetido, y se suponía que aquello lo convertía en el hombre más gracioso del Disco. Había trabajado duro para conseguirlo, eso se lo reconocía.

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