Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—S-sí —asintió Boggis, como si la idea fuera una nueva teoría sobre el origen del universo—, pero está lo del recibo, ya lo hemos rellenado, está el lugar, la hora, todo…

—Mi cliente piensa que podríais robarle…, pongamos cinco monedas de cobre —lo tranquilizó el muchacho.

—¡Ni en sus mejores sueños! —gritó el bufón, que empezaba a espabilarse.

—Eso son las dos monedas de cobre previstas, y tres piezas por los gastos, por las molestias…

—Por los destrozos en la ropa… —señaló Boggis.

—Exacto.

—Es justo, es justo. —Boggis miró a Tomjon por encima del bufón, que ahora estaba completamente despierto y muy furioso—. Es justo —repitió—. Buena solución. Estoy muy agradecido. ¿Necesita algún servicio, señor? —añadió—. Sólo tiene que decirlo. Tenemos unas mutilaciones de oferta esta temporada. Prácticamente indoloras, apenas notará nada.

—Son cortes limpios —dijo el sobrino mayor—. Además, usted elige el miembro.

—No me hace falta, muchas gracias.

—Oh, bueno, a su gusto.

—Así que sólo nos queda —siguió Tomjon cuando los ladrones se disponían a marcharse—, la cuestión de la factura por asesoramiento.

El suave brillo de la luz del amanecer bañó Ankh-Morpork. Tomjon y Hwel, sentados junto a la mesa de sus habitaciones, contaban el dinero.

—Tres monedas de plata y dieciocho de cobre —dijo el muchacho.

—Ha sido increíble —dijo el bufón—. Se ofrecieron a ir a casa a buscar más dinero después de que les largaras aquel discurso sobre los derechos del hombre.

Se puso más ungüento en la cabeza.

—Y el más joven se echó a llorar —añadió—. Increíble.

—Se les pasará —dijo Hwel.

—Eres un enano, ¿verdad?

A Hwel no le pareció posible negarlo.

—Y a ti se te nota que eres un bufón.

—Lo dices por los cascabeles, ¿verdad? —replicó el bufón débilmente, al tiempo que se frotaba las costillas.

Tomjon sonrió y dio una patada a Hwel por debajo de la mesa.

—Os estoy muy agradecido —dijo el bufón. Se levantó y guiñó un ojo—. Me encantaría demostrároslo —añadió—. ¿Habrá alguna taberna abierta por aquí?

Tomjon se dirigió con él hacia la ventana, y señaló el tramo de calle que se divisaba.

—¿Ves todos esos carteles de tabernas? —preguntó.

—Sí. Cielos, hay cientos de ellas.

—Exacto. ¿Ves la del final, la que tiene el letrero azul y blanco?

—Me parece que sí.

—Pues, que yo sepa, es la única que cierra de vez en cuando.

—En ese caso, permitidme que os invite a una copa —dijo el bufón—. Estoy seguro de que al hombrecillo le apetecerá echarse un trago entre pecho y espalda.

Hwel se agarró al borde de la mesa y abrió la boca para lanzar un rugido.

Se detuvo en seco.

Contempló las dos figuras. Siguió con la boca abierta. La cerró de golpe con un chasquido.

—¿Pasa algo? —preguntó Tomjon.

Hwel apartó la vista. Había sido una noche muy larga.

—Un truco de la luz —murmuró—. Y me vendría bien una copa, sí —añadió—. Un buen trago entre pecho y espalda. ¿Para qué luchar contra ello?, pensó. —Incluso toleraré las canciones.

—¿Qué dice ahogga la canción?

—Cgeo que ogo. Oro.

—Ah.

Hwel miró inseguro su jarra. La ebriedad tenía una cosa buena, y era que cortaba el flujo de inspiraciones.

—Y te has dejado un «oro» —dijo.

—¿Dónde? —preguntó Tomjon.

Se había puesto el gorro del bufón.

Hwel meditó un instante.

—Creo —dijo, haciendo un esfuerzo—, que fue entre «oro» y «oro». Y Creo —dijo mirando su jarra. Estaba vacía, un espectáculo aterrador—, creo —intentó de nuevo—, que necesito otra copa.

—Esta vez pago yo —dijo el bufón—. Jajaja. Una copa para el enano.

Trató de levantarse, y se golpeó la cabeza.

En la penumbra del bar, doce manos agarraron doce hachas con más firmeza. La parte de Hwel que permanecía sobria, y que estaba horrorizada de ver al resto tan borracho, lo obligó a levantar la mano hacia los ceños que los miraban desde la oscuridad.

—No pasa nada —dijo a la taberna en general—. No lo dice en serio, es un comosellame, un idiota, un bufón. Un bufón muy gracioso, viene de nosedónde.

—Lancre —aclaró el bufón, al tiempo que se sentaba pesadamente.

—Eso es. Está muy lejos del sitio ése que tiene nombre raro. No sabe comportarse. No conoce a muchos enanos.

—Jajaja —rió el bufón—. En mi país hay un bajo número de ellos.

Alguien dio una palmadita a Hwel en el hombro. Éste se volvió y vio un rostro arrugado y peludo bajo un casco de hierro. El enano en cuestión sopesaba su hacha de hierro con gesto amenazador.

—Deberías decirle a tu amigo que fuera menos gracioso —sugirió—. ¡Si no, irá a divertir a los demonios en el infierno!

Hwel lo miró a través de una neblina alcohólica.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Grabpot Ráfaga de Trueno —respondió el enano, dándose un golpe en el pecho cubierto por una cota de mallas—. Y te digo que…

Hwel lo miró más de cerca.

—Oye, yo te conozco —dijo—. Tienes una tienda de cosméticos en la Calle Ejerrápido. Te compré un montón de maquillajes para teatro la semana pasada…

Una expresión de pánico cruzó por el rostro de Ráfaga de Trueno. Se inclinó hacia delante, aterrado.

—Calla, calla —susurró.

—Es verdad, se llama Perfumes y Coloretes Élficos —siguió Hwel alegremente.

—Buen material —intervino Tomjon, que trataba de no caerse del pequeño banco—. Sobre todo el número 19, Verde Cadáver, mi padre dice que es el mejor que ha visto. De primera.

El enano sopesó el hacha, incómodo.

—Bueno, eh… —dijo—. Oh. Ya. Sí. Gracias. Sólo con los mejores ingredientes, ya sabes.

—¿Los recolectas con eso? —insistió Hwel inocentemente, señalando el hacha—. ¿O es tu noche libre?

Las cejas de Ráfaga de Trueno se movían como una convención de cucarachas.

—Oye, ¿vosotros no sois los del teatro?

—Así es —asintió Tomjon—. Actores ambulantes. —Se corrigió—. Ahora actores asentados. Jajá. Actores instalados.

El enano soltó el hacha y se sentó en el banco, con el rostro repentinamente suavizado por el entusiasmo.

—Yo fui la semana pasada —dijo—. Fue muy bueno. Había una chica y un tipo, pero ella estaba casada con el viejo, y luego estaba el otro, y todos decían que había muerto, y entonces ella se tomó un veneno, pero resultó que el hombre era el otro tipo disfrazado, y no se lo podía decir a ella porque… —Ráfaga de Trueno se detuvo y se sonó la nariz—. Al final moría todo el mundo —terminó—. Muy trágico. Me pasé todo el camino de vuelta a casa llorando, y no me importa decirlo. Ella estaba tan pálida…

—Número diecinueve matizado con polvos —señaló Tomjon alegremente—, y un poco de sombra de ojos marrón.

—¿Eh?

—Y unos refuerzos en el corpiño —añadió.

—¿De qué habla? —preguntó el enano a la compañía en baja forma, a falta de una definición mejor.

Hwel sonrió a su jarra de cerveza.

—Lárgales un trozo del soliloquio de Gretalina, chico —dijo.

—Bien.

Tomjon se levantó, se dio un golpe en la cabeza, volvió a sentarse y se arrodilló en el suelo. Se llevó las manos a lo que, de no ser por unos cuantos cromosomas, habría sido su busto.

—Mentís los que lo llamáis verano… —empezó.

Los enanos reunidos escucharon en silencio durante varios minutos. Uno de ellos dejó caer el hacha, y los demás le sisearon ruidosamente para que guardara silencio.

—… y la nieve se funde. Adiós —terminó Tomjon—. Bebe del frasquito, se desploma entre bastidores, baja por la escalera, se quita el vestido y se pone el tabardo del Segundo Guardia Cómico, luego entra por la izquierda. ¿Qué hay…?

—Creo que ya basta —dijo Hwel con tranquilidad.

Varios enanos lloraban con los cascos puestos. Muchos se sonaban la nariz.

Ráfaga de Trueno se secó los ojos con un pañuelo blindado.

—Es la cosa más triste que he oído en mi vida —dijo. Miró a Tomjon—. ¡Un momento! —exclamó, empezando a comprender—. Es un hombre. Yo me enamoré de la chica del escenario. —Dio un codazo a Hwel—. No será medio elfo, ¿verdad?

—Completamente humano —replicó Hwel—. Conozco a su padre.

Miró fijamente una vez más al bufón, que los observaba boquiabierto, y luego clavó la vista en Tomjon.

Naaa, pensó. Coincidencias.

—Eso se llama actuar —dijo—. Un buen actor puede ser lo que elija, ¿verdad?

Sentía la mirada del bufón taladrándole la nuca.

—Sí, pero vestirse de mujer es un poco… —titubeó Ráfaga de Trueno.

Tomjon se quitó los zapatos y se arrodilló sobre ellos, poniendo su rostro a la altura del enano. Lo miró con ojos calculadores unos segundos, y luego ajustó sus rasgos.

Y hubo dos Ráfagas de Trueno. Cierto que uno de ellos estaba de rodillas y parecía haberse afeitado.

—Oro, oro —dijo Tomjon con la voz del enano.

Aquello resultó ser un gag hilarante para el resto de los enanos, que tenían un sentido del humor un tanto sencillo. Todos se reunieron en torno a ellos, y alguien tocó amablemente a Hwel en el hombro.

—¿Vosotros dos estáis en un teatro? —preguntó el bufón, ahora casi sobrio.

—Así es.

—Entonces, he venido a buscaros.

Era, como habría señalado Hwel en sus apuntes para los actores, Más Tarde el Mismo Día. El ruido de los martillazos en el teatro Dysko le entraba por un oído y le salía por otro, pero taladrándolo todo a su paso.

Recordaba haber tomado unas copas, de eso estaba seguro. Y los enanos pagaron muchas rondas más cuando Tomjon los imitó. Luego cambiaron a un bar que Ráfaga de Trueno conocía, y luego pasaron por una taberna klatchiana, y después todo se perdía en una neblina…

No se le daba bien echarse tragos entre pecho y espalda. Le caían demasiado en la boca.

Y a juzgar por cómo le sabía, alguna criatura de la noche con incontinencia había tenido muy buena puntería.

—¿Puedes hacerlo? —le preguntó Vitoller.

Hwel se lamió los labios para quitarse el mal gusto.

—Supongo que sí —señaló Tomjon—. Tal como lo contó, parecía muy interesante. Un rey malvado que gobierna con la ayuda de unas brujas perversas. Bosques espectrales. La lucha a muerte del legítimo heredero. El brillo de una daga. Gritos, alarmas. El malvado rey muere. El bien triunfa. Suenan las campanas.

—Lo de la lluvia de pétalos de rosa se puede arreglar —indicó Vitoller—. Conozco a un tipo que nos los puede conseguir casi a precio de coste.

Ambos miraron a Hwel, que tamborileaba los dedos sobre su taburete. Los tres se concentraron en la bolsa de plata que el bufón había entregado a Hwel. Allí había dinero suficiente como para terminar el Dysko. Y el bufón decía que habría más. Algo relativo al mecenazgo.

—Entonces, ¿lo harás? —quiso saber Vitoller.

—No es mala idea —reconoció Hwel—. Pero…, la verdad, no sé…

—No quiero presionarte.

Los tres pares de ojos volvieron a clavarse en la bolsa del dinero.

—Parece un asunto escabroso —concedió Tomjon—. Es decir, el bufón es buen tipo. Pero lo que cuenta… es extraño. Su boca dice una cosa, y sus ojos otra. Yo tengo la sensación de que deberíamos fiarnos de sus ojos.

—Por otra parte —se apresuró a intervenir Vitoller—, ¿qué mal puede hacer? Lo importante es la paga.

Hwel alzó la cabeza.

—¿Qué? —dijo, algo mareado.

—Nada importante, nada importante.

Se hizo el silencio de nuevo, roto sólo por el tamborileo de los dedos de Hwel. La bolsa de plata parecía más grande. De hecho, parecía llenar la habitación.

—Lo más importante es… —empezó a Vitoller, con voz innecesariamente alta.

—Tal como yo lo veo… —empezó a la vez Hwel.

Ambos se interrumpieron.

—Tú primero. Perdona.

—No tenía importancia. Sigue.

—Iba a decir que, aún sin este trabajo, podemos permitirnos construir el Dysko.

—Sólo el exterior y el escenario —dijo Vitoller—. Pero no las otras cosas. Ni el mecanismo de la trampilla, ni la máquina para hacer bajar a los dioses del cielo. Ni la plataforma giratoria, ni los ventiladores para simular el viento.

—Antes nos las arreglábamos sin todas esas cosas —replicó Hwel—. ¿Recuerdas los viejos tiempos? Sólo teníamos unos cuantos tablones y unas telas pintadas. Pero le echábamos agallas. Si queríamos viento, teníamos que hacerlo nosotros. —Tamborileó los dedos—. Aunque claro —añadió—, así podríamos tener una máquina para hacer olas. Una pequeñita. Tengo un argumento con un barco que naufraga cerca de una isla, llena de…

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