Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

Se apartaron a un lado y observaron a los expertos enanos que montaban la máquina de olas. Consistía en media docena de pértigas cubiertas por una compleja serie de espirales de lona pintadas en tonos de azul, verde y blanco, que cubrían toda la superficie del escenario. Un juego de correas y cintas continuas unían el entramado a un molino de viento. Cuando todas las espirales giraban a la vez, la gente con el estómago delicado tenía que apartar la vista.

—Batallas marinas —soñó Hwel—. Naufragios. Tritones. ¡Piratas!

—Problemas de espacio —gimió Vitoller, apoyándose en el bastón—. Gastos de mantenimiento. Tiempo de montaje.

—Parece bastante… complicado —tuvo que admitir Hwel—. ¿Quién lo ha diseñado?

—Un viejo de la Calle de los Artesanos. Leonardo de Quirm. En realidad es pintor, hace estas cosas por diversión. Me enteré de que llevaba meses trabajando en esto, y le pedí que lo acelerase un poco en cuanto tuvimos el dinero.

Observaron el movimiento de las falsas olas.

—¿Estás decidido a ir? —preguntó al final Vitoller.

—Sí. Tomjon aún es joven. Necesita tener un adulto cerca.

—Te echaré de menos, muchacho, no me importa reconocerlo. Has sido como un hijo para mí. ¿Qué edad tienes, exactamente? Nunca he llegado a saberlo.

—Ciento dos años.

Vitoller asintió, sombrío. Él tenía sesenta, y la artritis empezaba a ser realmente molesta.

—Entonces has sido como un padre para mí —dijo.

—Al final, es lo mismo. La mitad de la altura y el doble de la edad. Si lo miras desde ese punto de vista, por término medio los enanos vivimos el mismo tiempo que los hombres.

El director suspiró.

—En fin, no sé qué haré sin Tomjon y sin ti, te lo prometo.

—Sólo será durante el verano, y se quedan muchos de los chicos. La verdad es que sólo nos llevamos a los aprendices. Tú mismo dijiste que les hacía falta experiencia.

Vitoller parecía deprimido y, en el frío ambiente del teatro en construcción, mucho más pequeño que de costumbre, como un globo dos semanas después de la fiesta. Dio unos golpecitos distraídos a unas virutas de madera con el bastón.

—Nos hacemos viejos, Hwel. Al menos —se corrigió—, yo me hago viejo, y tú te haces más viejo. Ya hemos oído las campanadas de medianoche.

—Cierto. No quieres que el chico vaya, ¿verdad?

—Al principio, sí que era partidario, ya lo sabes. Luego lo pensé bien, es por eso del destino. Justo cuando las cosas parecen ir bien, interviene el maldito destino. Ya sabes que de allí es de donde viene, de aquellas montañas. Ahora, el destino le llama. No volverá.

—Sólo será durante el verano…

Vitoller alzó una mano.

—No me interrumpas, había cogido la vena dramática.

—Perdona.

El bastón golpeó más virutas, lanzándolas al aire.

—Ya sabes que no es carne de mi carne.

—Pero es tu hijo —replicó Hwel—. Eso de la herencia es una soberana tontería.

—Eres muy amable.

—Lo digo en serio. Mírame a mí. Se supone que no debería escribir obras de teatro. Demonios, se supone que los enanos ni siquiera saben leer. Yo en tu lugar no me preocuparía demasiado por el destino. Yo estaba destinado a ser minero. El destino nunca acierta.

—Pero tú mismo has dicho que se parece a ese bufón. La verdad es que yo no lo noto.

—Tiene que ser bajo determinada luz.

—Puede que el destino tenga algo que ver con eso.

Hwel se encogió de hombros. El destino era una cosa la mar de rara. No se podía confiar en él. A veces ni siquiera se lo podía ver. Justo cuando pensabas que lo tenías acorralado, resultaba ser otra cosa…, coincidencia, tal vez, o providencia. Le cerrabas la puerta, y te lo encontrabas dentro de la habitación.

Él usaba a menudo el destino. Como herramienta en sus obras, era aún mejor que un fantasma. No había nada como un poco de destino para dar marcha a cualquier argumento. Pero era un error creer que se podía interpretar. Y en cuanto a querer controlarlo…

Yaya Ceravieja contempló irritada la bola de cristal de Tata Ogg. No era demasiado buena, en realidad se trataba de una pecera de cristal verde que uno de sus hijos le había traído como recuerdo de un viaje. Lo distorsionaba todo, incluida la verdad, o eso sospechaba Yaya.

—Ya se ha puesto en marcha —dijo por fin—. En un carromato.

—Hubiera sido mejor que viniera en una carroza blanca —señaló Tata Ogg.

—¿Trae una espada mágica? —preguntó Magrat, inclinándose para ver mejor.

Yaya Ceravieja se echó atrás en la silla.

—Sois un par de desastres —dijo—. Qué cosas, carrozas mágicas, espadas blancas…, parecéis un par de crías.

—La espada mágica es muy importante —aseguró Magrat—. Tiene que tener una. Deberíamos fabricársela —añadió, animada—. Tengo un hechizo que sirve para eso. Necesitamos que un rayo caiga sobre una barra de acero.

—No apruebo esas tonterías —bufó Yaya—. Hay que esperar días hasta que cae el condenado rayo, y cuando cae casi te arranca el brazo.

—Y una marca de nacimiento en forma de fresa —siguió Tata Ogg, haciendo caso omiso de la interrupción.

Las otras dos la miraron, expectantes.

—Una marca de nacimiento en forma de fresa —repitió—. Es una de las cosas que debes tener si eres un príncipe que quiere reclamar su reino. Es para que todo el mundo lo sepa. Aunque claro, no sé muy bien por qué.

—No soporto las fresas —señaló Yaya vagamente, examinando de nuevo el cristal.

En sus agrietadas profundidades verdes, que todavía olían a pescado, un diminuto Tomjon besó a sus padres, estrechó las manos o abrazó al resto de la compañía, y subió al primer carromato.

Ha funcionado, se dijo. Si no, no vendría, ¿verdad? Los demás deben de ser su banda de compañeros inseparables. Tiene sentido común, no debe recorrer sólo tantos kilómetros por tierras difíciles, le podría pasar cualquier cosa.

Seguro que traen las armaduras y las espadas en los carros.

Sintió una sombra de duda, y la enterró al instante. Sé razonable, pensó, no hay otro motivo que lo impulse a volver. Hicimos el hechizo correctamente. A excepción de los ingredientes. Y de la mayor parte de las frases. Además, no era el momento adecuado. Y Gytha se llevó lo que sobró para el gato, eso no estuvo bien.

Pero viene. Eso es evidente.

—Échale un trapo por encima cuando acabes, Esme —pidió Tata—. Siempre me preocupa que alguien me vigile mientras me estoy bañando.

—Ya está en marcha —anunció Yaya, con la voz cargada de satisfacción.

Puso el trozo de terciopelo negro sobre la bola.

—El camino es largo —dijo Tata—. Hay muchos lugares peligrosos. Puede que se encuentren con bandidos.

—Los vigilaremos —asintió Yaya.

—Eso no está bien. Si va a ser rey, tendrá que saber defenderse —protestó Magrat.

—Es mejor que no desperdicie sus energías —aseguró Tata.

—Pero, cuando llegue, dejaremos que luche a su manera, ¿verdad?

Yaya se frotó las manos.

—Por supuesto —dijo—. Siempre y cuando vaya a ganar, claro.

Se habían reunido en casa de Tata Ogg. Magrat dio una excusa para quedarse un momento después de que se marchara Yaya, cuando ya amanecía. Dijo que ayudaría a Tata a recogerlo todo.

—¿Qué pasó con lo de no entrometernos? —preguntó.

—¿A qué te refieres?

—Lo sabes muy bien, Tata.

—Esto no es exactamente entrometerse. Es ayudar a que las cosas se desarrollen como debe ser.

—¡No lo dirás en serio!

Tata se sentó y cogió un cojín.

—Mira, lo de no entrometerse está muy bien cuando todo es normal —dijo—. No entrometerse es fácil cuando no es necesario. Además, yo tengo que pensar en mi familia. Mi Jason se ha metido ya en un par de peleas porque la gente va diciendo cosas sobre nosotras. A mi Shawn lo echaron del ejército. En mi opinión, cuando el nuevo rey esté en su sitio, nos deberá unos cuantos favores. Es lo justo.

—Pero si la semana pasada decíais…

Magrat se interrumpió, asombrada ante aquella demostración de pragmatismo.

—Una semana es mucho tiempo para la magia —dijo Tata—. Quince años, para empezar. Además, Esme está decidida, y yo no pienso detenerla.

—Así que, según vosotras —replicó Magrat con voz fría—, es que eso de la «no intromisión» es como hacer voto de no nadar. Jamás lo romperás, a no ser que te encuentres en el agua.

—Es mejor que ahogarse —señaló Tata.

De la repisa de la chimenea cogió una pipa de arcilla que era como un pequeño pozo de alquitrán. La encendió con una astilla del fuego, mientras Mandón la miraba cauteloso desde su cojín.

Como quien no quiere la cosa, Magrat levantó la tela que cubría la bola, y la miró.

—Creo que nunca acabaré de comprender la brujería —dijo—. Justo cuando pienso que le he cogido el tranquillo, va y cambia.

—No somos más que personas. —Tata lanzó una nube de humo azul hacia la chimenea—. Como todo el mundo.

—¿Me prestas la bola? —preguntó la joven de repente.

—Cómo no —respondió Tata. Sonrió a espaldas de Magrat—. ¿Te peleaste con tu amigo?

—No sé de qué me hablas.

—Hace semanas que no lo veo.

—Oh, el duque lo envió a… —Magrat se detuvo un instante—. Lo envió a no sé qué. No es que me importe, claro.

—Ya, por supuesto. Llévate la bola, no la necesito.

Magrat se alegró de volver a su casa. No había nadie por los páramos de noche, pero en los dos últimos meses las cosas habían empeorado. Además de los rumores generalizados sobre las brujas, las pocas personas de Lancre que tenían tratos con el mundo exterior empezaban a comprende que a) habían pasado más cosas de las que creían, o b) el tiempo andaba loco. No era fácil demostrarlo,[19] pero los escasos comerciantes que llegaban por los caminos de la montaña después del invierno parecían ser bastante más viejos de lo que les correspondía. Los acontecimientos inexplicables eran cosa cotidiana en las Montañas del Carnero a causa del su elevado potencial mágico, pero la desaparición de varios años era pasarse de la rosca.

El bufón dormitaba bajo la lona de una barcaza que ascendía por el Ankh a una velocidad constante de tres kilómetros por hora. No era un medio de transporte muy emocionante, pero al final llegabas a tu destino.

Parecía sano y salvo, pero se agitaba y removía en sueños.

Magrat se preguntó qué se sentiría al pasarse toda la vida haciendo algo que no querías hacer. Era como estar muerto, razonó, sólo que peor, porque estás vivo para sufrirlo.

Pensaba que el bufón era débil, falto de agallas, que necesitaba un poco más de valor. Y anhelaba que volviera para no verlo nunca más.

Fue un verano largo y abrasador.

Se tomaron las cosas con calma. Había mucho camino entre Ankh-Morpork y las Montañas del Carnero. Hasta Hwel hubo de admitir que resultaba divertido, y eso que no era una palabra muy común en el vocabulario de los enanos.

Como gustéis funcionó bien, como siempre. Los aprendices se superaron: olvidaban sus papeles y llenaban los huecos con chistes. En Sto Lat, todo el tercer acto de Gretalina y Melias se representó sobre el telón de fondo del segundo acto de Las guerras mágicas, pero nadie pareció darse cuenta de que la mejor escena de amor de la historia se representaba sobre una marea que arrasaba un continente entero. Seguramente fue porque Tomjon hacía el papel de Gretalina.

Al día siguiente, en algún pueblo sin nombre en el centro de un interminable mar de cebollas, dejó que Tomjon representara el papel del viejo Miskin en Como gustéis. Vitoller solía bordarlo. No lo podía hacer nadie de menos de cuarenta años, a menos que el viejo Miskin tuviera que engordar con una almohada y pintarse las arrugas.

Hwel no se consideraba viejo. Su padre había seguido trabajando en la mina como el que más a los doscientos años.

Ahora, se sentía viejo. Veía a Tomjon renquear por el escenario, y durante un instante supo lo que era ser un anciano obeso y alcoholizado, luchando en viejas guerras que a nadie le importaban ya, aferrándose al precipicio de la edad madura más tardía por miedo a convertirse en una antigualla, pero sólo con una mano, porque con la otra saludaba ya a la Muerte. Por supuesto, lo había imaginado cuando escribió el papel. Pero, ahora, lo sabía.

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