Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—Deberíamos ser más —dijo con tristeza—. No está bien un aquelarre de tres…

—No sabía que siguiéramos siendo un aquelarre. Nadie me ha dicho que aún fuéramos un aquelarre —bufó Yaya Ceravieja—. De todos modos, no hay más brujas en estas montañas, excepto la vieja Gammer Dismass, que no sale mucho últimamente.

—Pues en mi pueblo hay montones de niñas —dijo Magrat—. Ya sabéis, a lo mejor se apuntaban.

—Nunca lo hacemos así, lo sabes muy bien —replicó Yaya, desaprobadora—. La gente no busca la brujería, es la brujería la que busca a la gente.

—Sí, sí —dijo Magrat—. Lo siento.

—Bien —respondió Yaya, algo tranquilizada.

Nunca había dominado el arte de la disculpa, pero sabía valorarlo en otras personas.

—¿Qué se sabe de ese nuevo duque? —preguntó Tata para aligerar el ambiente.

Yaya se acomodó en la silla.

—Hizo quemar algunas casas en Culo de Mal Asiento —dijo—. Por eso de los impuestos.

—Es terrible —dijo Magrat.

—El viejo rey Verence también solía hacerlo —asintió Tata—. Tenía un genio tremendo.

—Pero él casi siempre dejaba que la gente saliera antes —señaló Yaya.

—Cierto, cierto —dijo Tata, que era promonárquica convencida—. Tenía esos detalles. Incluso daba dinero a la gente para que reconstruyeran la casa. Cuando se acordaba, claro.

—Y cada Noche de la Vigilia de los Puercos, una pata de venado. Sin falta —suspiró Yaya.

—Desde luego, era muy respetuoso con las brujas —añadió Tata Ogg—. Cuando salía a cazar gente, si se encontraba conmigo en el bosque, siempre se quitaba el casco y me saludaba, «Espero que se encuentre bien, señora Ogg», me decía, y al día siguiente me enviaba a su mayordomo con un par de botellas de algo. Un rey como debe ser.

—Pero lo de cazar gente tampoco está muy bien —dijo Magrat.

—Bueno, no —concedió Yaya Ceravieja—. Pero sólo lo hacía si habían hecho algo muy malo. Y él decía que lo disfrutaban. Además, si le habían hecho pasar un buen rato, los dejaba vivir.

—Y luego estaba esa cosa peluda suya —dijo Tata Ogg.

Hubo un cambio perceptible en el ambiente. Se hizo más cálido, más oscuro, llenó los rincones con las sombras de una muda conspiración.

—Ah —asintió Yaya Ceravieja, perdida en sus pensamientos—. Su droit de seigneur.

—Necesitaba mucho ejercicio —añadió Tata Ogg, con la vista fija en el suelo.

—Pero al día siguiente enviaba a su mayordomo con una bolsa de plata y un montón de cosas para la boda. Más de una pareja tuvo un buen matrimonio gracias a eso.

—Cierto —afirmó Tata—. Y algún que otro individuo soltero, también.

—Era un rey de los pies a la cabeza.

—¿De qué habláis? —preguntó Magrat, desconcertada—. ¿Hacía obras de caridad?

Las dos brujas salieron de las profundas corrientes donde habían estado nadando. Yaya Ceravieja se encogió de hombros.

—La verdad —siguió Magrat, severa—, para tener tan buena opinión del viejo rey, no parecéis muy preocupadas por el hecho de que lo asesinaran. Es decir, fue un accidente muy sospechoso…

—Son cosas que les pasan a los reyes —dijo Yaya—. Vienen y van, buenos y malos. Su padre envenenó al rey que teníamos antes.

—Sí, al viejo Thargum —asintió Tata—. Recuerdo que tenía una barba roja muy llamativa. También era muy atento, ¿sabéis?

—Pero ahora nadie debe decir que Felmet mató al rey —aportó Magrat.

—¿Qué? —se sorprendió Yaya.

—El otro día hizo ejecutar a unos hombres en Lancre por decirlo —siguió Magrat—. Los acusó de ir difundiendo mentiras maliciosas. Aseguró que cualquiera que opinase lo contrario visitaría el interior de sus mazmorras, aunque por poco tiempo. Según él, Verence murió de muerte natural.

—En realidad, el asesinato es una muerte natural cuando se trata de un rey —comentó Yaya—. No sé por qué se lo toma tan mal. Cuando asesinaron al viejo rey Thargum, clavaron su cabeza en una pica, encendieron una hoguera enorme, y todos los del palacio se emborracharon durante una semana.

—Me acuerdo, me acuerdo —asintió Tata—. Pasearon la cabeza por todos los pueblos para demostrar que estaba muerto. Me pareció muy convincente. Sobre todo para él. Sonreía. Creo que es la manera en que le habría gustado morir.

—Pues me parece que a éste será mejor tenerlo vigilado —suspiró Yaya—. Quizá sea listo. Eso no es bueno para un rey. Y creo que no es nada respetuoso.

—La semana pasada vino a verme un hombre, para preguntarme si quería pagar impuestos —intervino Magrat—. Le dije que no.

—A mí también vino a verme —dijo Tata Ogg—. Pero mi Jason y mi Wane, que le abrieron la puerta, le dijeron que no estábamos interesados.

—¿Un tipo bajito, calvo, con capa negra? —preguntó Tata, pensativa.

—Sí —respondieron las otras dos al unísono.

—Lo encontré merodeando entre mis tomateras. Pero, cuando fui a ver qué quería, salió huyendo.

—La verdad es que yo le di dos moneditas de cobre —reconoció Magrat—. Es que me dijo que, si no conseguía que las brujas pagaran impuestos, iban a torturarlo…

Lord Felmet examinó detenidamente las dos monedas que tenía en el regazo.

Luego clavó la vista en el recaudador de impuestos.

—Explícate —dijo.

El recaudador carraspeó para aclararse la garganta.

—Bueno, señor, veréis… Les conté que había que pagar a un ejército regular, etcétera, y ellas preguntaron que por qué, y les dije que por los bandidos, etcétera, y ellas dijeron que los bandidos nunca las molestaban.

—¿Y las obras públicas?

—Ah, sí. Bien, les señalé la necesidad de construir y mantener puentes, etcétera.

—¿Y?

—Dijeron que no los usaban.

—Ah —asintió el duque con gesto de entendido—, no pueden cruzar corrientes de agua.

—De eso no estoy seguro, señor. Creo que las brujas cruzan lo que les da la gana.

—¿Te dijeron algo más?

El recaudador de impuestos se retorció distraídamente el dobladillo de la túnica.

—Bueno, señor…, mencioné que los impuestos ayudan a mantener la Paz del Rey, señor…

—¿Y?

—Me dijeron que el rey tenía que mantener su propia paz, señor. Y luego me dirigieron una mirada.

—¿Qué clase de mirada?

—Es difícil de describir.

El recaudador trató de esquivar los ojos de Lord Felmet, que le empezaban a provocar la alucinación de que el suelo embaldosado se extendía en todas las direcciones, y había cubierto ya varios acres de terreno. La fascinación de Lord Felmet era para él lo que un alfiler para una mariposa.

—Inténtalo —le invitó el duque.

El recaudador se sonrojó.

—Bueno —dijo—, no fue… agradable.

Lo cual demuestra que al recaudador de impuestos se le daban mucho mejor los números que las palabras. Lo que habría podido decir si la vergüenza, el miedo, la mala memoria y una carencia absoluta de imaginación no hubieran conspirado contra él, era:

«Cuando era pequeño, y estaba en casa de mi tía, y ella me había dicho que no tocara la crema, etcétera, y la había guardado en el estante más alto de la despensa, y yo cogí un taburete cuando ella no estaba, y mi tía volvió y no me di cuenta, y no pude coger bien el bote y se rompió contra el suelo, y ella abrió la puerta y me miró…, con esa mirada. Pero lo peor era que las brujas lo sabían».

—No fue agradable —repitió el duque.

—No, señor.

El duque tamborileó los dedos de la mano izquierda sobre el brazo del trono. El recaudador de impuestos carraspeó de nuevo.

—No…, no me obligarás a volver allí, ¿verdad, señor? —preguntó.

—¿Eh? —se sobresaltó el duque. Movió una mano, irritado—. No, no —dijo—. En absoluto. Cuando salgas de aquí, ve a ver al torturador, a ver qué tiene para ti.

El recaudador le dirigió una mirada agradecida, e hizo una reverencia.

—Sí, señor. Ahora mismo, señor. Gracias, señor. Eres muy…

—Sí, sí —replicó Lord Felmet, ausente—. Puedes retirarte.

El duque quedó a solas en la vasta sala. Llovía de nuevo. De cuando en cuando, un trocito de yeso del techo se estrellaba contra las baldosas, y los muros crujían al alejarse aún más unos de otros. El aire olía a sótano cerrado.

Dioses, cómo detestaba aquel reino.

Era diminuto, unos sesenta kilómetros de largo por quince de ancho, constituido en su mayor parte por montañas ariscas, con laderas de hielo verdoso y picos afilados como cuchillos, o densos bosques oscuros. Un reino así no tenía por qué dar el menor problema.

Pero no podía librarse de la sensación de que, además de longitud y anchura, tenía profundidad. Parecía contener mucha geografía, demasiada.

Se levantó y caminó hasta el balcón, desde donde se divisaba un inigualable paisaje de árboles y más árboles. Se le ocurrió que los árboles también lo miraban a él.

Advertía su resentimiento, pero eso era extraño, porque los habitantes en sí no habían objetado demasiado. La verdad es que no ponían objeciones a casi nada. Verence había sido bastante popular, a su manera. Hubo mucha gente en el funeral. Lord Felmet recordaba los rostros solemnes. No estúpidos, no, de ninguna manera. Sólo preocupados, como si lo que hiciesen los reyes no tuviera demasiada importancia.

Eso le parecía casi tan turbador como los árboles. Una buena revuelta, en cambio, habría sido más…, más apropiada. Entonces podría haber salido a caballo para ahorcar a la gente, habría tenido la tensión creativa que es fundamental para el desarrollo de un estado. En las llanuras donde había nacido, si uno daba patadas a la gente, la gente se las devolvía. En cambio, allí arriba, si dabas una patada a alguien, éste se apartaba y se limitaba a esperar a que se te cansara la pierna. ¿Cómo podía un rey pasar a la historia gobernando sobre semejante pueblo? No se los podía oprimir más de lo que se puede oprimir a una manta.

Había elevado los impuestos, había quemado unos cuantos pueblos por cuestión de principios, sólo para demostrar a todo el mundo con quién se las tenían que ver. No había surtido el menor efecto.

Y luego estaban aquellas brujas. Le obsesionaban.

—¡Bufón!

El bufón, que estaba echando una cabezadita tras el trono, despertó horrorizado.

—¡Sí!

—Acércate, bufón.

El bufón se acercó con la cabeza gacha, haciendo tintinear sus cascabeles.

—Dime, bufón, ¿aquí siempre llueve?

—Pues veréis, señooooooor…

—Limítate a responder a la pregunta —le interrumpió Lord Felmet, al ver que echaba mano de la mandolina.

—A veces la lluvia cesa, señor. Para dejar sitio a la nieve. Y a veces tenemos nieblas realmente orgulosas —respondió el bufón.

—¿Orgulosas? —inquirió el duque, distraído.

El bufón no pudo contenerse. Sus oídos espantados oyeron a su boca afirmar:

—Espesas, mi señor. Del latatiano orgulum, que significa sopa o caldo.

Pero el duque no le escuchaba. La experiencia le había enseñado que escuchar el parloteo de los criados era una pérdida de tiempo.

—Me aburro, bufón.

—Permitid que os entretenga, mi señor, con alegres historias y divertidas anécdotas.

—Prueba a ver.

El bufón se lamió los labios resecos. No se esperaba aquello. El rey Verence siempre se había conformado con darle una patada, o tirarle una botella a la cabeza. Un rey como debe ser.

—Estoy esperando. Hazme reír.

El bufón se decidió.

—A ver, señor —tartamudeó—, ¿cuántos bufones hacen falta para cambiar una bombilla?

El duque frunció el ceño. El bufón consideró que era mejor no esperar.

—Cinco, señor. Uno para sujetar la bombilla y cuatro para dar vueltas a la silla.

Y, como parte del chiste, rasgueó su mandolina.

El dedo índice del duque marcaba un extraño ritmo en el brazo del trono.

—Sigue —dijo—. ¿Qué pasa luego?

—Eh…, me temo que eso era todo, señor —dijo el bufón—. Mi abuelo lo consideraba uno de sus mejores chistes.

—Seguro que lo contaba de otra manera —señaló el duque. Se levantó—. Haz venir al montero mayor. Voy a salir a cazar. Tú también puedes venir.

—¡Pero señor, nunca he montado a caballo!

Por primera vez aquella mañana, Lord Felmet sonrió.

—¡Excelente! —exclamó—. Te daremos un caballo que nunca haya sido montado. Ja. Ja.

Se miró las manos vendadas. Y después, dijo para sus adentros, haré que el herrero me fabrique una buena lima.

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