Brujerías (Mundodisco, #6) – Terry Pratchett

—¿Por qué quieres saberlo, Magrat? —preguntó Yaya Ceravieja.

—Oh…, una de las chicas de mi pueblo me lo preguntó —respondió la joven, colorada hasta las orejas.

Tata carraspeó y sonrió a Yaya Ceravieja, quien bufó sonoramente.

—Es un trabajo seguro —dijo Tata—. Eso te lo puedo garantizar.

—Bah —replicó Yaya—. Un hombre que va haciendo sonar cascabeles todo el día…, no es marido para nadie.

—Al menos así sabrías…, ella sabría siempre dónde estaba —dijo Tata, que se lo estaba pasando en grande—. Bastaría con escuchar.

—No se puede confiar en un hombre que lleva un sombrero de picos —insistió Yaya.

Magrat se levantó y recuperó la compostura, aunque dio la impresión de que algunos fragmentos de ella tenían que recorrer una distancia considerable.

—Sois un par de viejas tontas —dijo con voz tranquila—. Me voy a mi casa.

Y echó a andar sendero abajo, hacia su pueblo, sin añadir ni una palabra.

Las dos brujas se miraron.

—¡Vaya! —dijo Tata.

—Son todos esos libros que leen hoy en día —replicó Yaya—. Les recalientan el cerebro. No le habrás estado metiendo ideas en la cabeza, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?

—Sabes muy bien lo que quiero decir.

Tata se levantó.

—La verdad, no veo por qué una chica va a tener que quedarse soltera toda la vida sólo porque a ti te parezca lo correcto —dijo—. Además, si la gente no tuviera hijos, ¿dónde estaríamos?

—Ninguna de tus hijas es bruja —señaló Yaya, al tiempo que se ponía en pie.

—Pero podrían haberlo sido —replicó Tata a la defensiva.

—Sí, si las hubieras dejado seguir su camino, en vez de empujarlas a los brazos de los hombres.

—Son muy guapas. No te puedes interponer en el curso de la naturaleza. Si tú…

—¿Si yo, qué? —preguntó Yaya Ceravieja sin alzar la voz.

Se miraron en silencio asombrado. Ambas sentían la tensión acumularse en ellas, procedente del suelo mismo: la sensación dolorosa, ardiente, de que habían comenzado algo y debían acabarlo a cualquier precio.

—Te conocí cuando eras una jovencita —bufó Tata—. Una engreída, sí señor.

—Al menos, yo me pasaba la mayor parte del tiempo de pie —replicó Tata—. Lo tuyo era repugnante. Todo el mundo lo pensaba.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque el pueblo entero hablaba de ti.

—¡Y de ti! Te llamaban «La Doncella de Hielo», ¿a que no lo sabías? —se burló Tata.

—¡Yo no me ensuciaré la boca diciendo lo que te llamaban a ti! —gritó Yaya.

—Ah, ¿sí? ¡Pues perdona que te diga, guapa…!

—¡No me hables en ese tono! ¡Y no me llames guapa!

—¡De acuerdo, no mentiré!

Hubo otro silencio mientras se miraban, nariz contra nariz, pero en este silencio el volumen de animosidad era muy superior al del anterior. En el calor de aquel silencio se podía asar un pavo. No hubo más gritos. Las cosas estaban demasiado mal como para gritar. Ahora las voces brotaban bajas y cargadas de amenazas.

—No debí hacer caso a Magrat —gruñó Yaya—. Esto de los aquelarres es ridículo. Acude la gente más indeseable.

—Me alegra que hayamos tenido esta pequeña conversación —siseó Tata Ogg—. Ha despejado el ambiente.

Bajó la vista.

—Y estás en mi territorio, señora.

—¡Señora!

El trueno retumbó a lo lejos. La tormenta fija de Lancre, tras un viajecito a las colinas, había regresado a las montañas y pensaba quedarse toda la noche. Los últimos rayos de sol brillaron débilmente entre las nubes, y gruesas gotas de agua empezaron a repiquetear sobre los sombreros puntiagudos de las brujas.

—No tengo tiempo para esto —bufó Yaya, temblando de ira—. Tengo que hacer cosas mucho más importantes.

—Y yo —replicó Tata.

—Buenas noches.

—Lo mismo digo.

Se dieron la espalda y echaron a andar bajo el chaparrón.

La lluvia nocturna tamborileó sobre las ventanas encortinadas de Magrat mientras la joven repasaba con gesto decidido la colección de libros de la Abuela Whemper. A falta de una definición mejor, se los podía encasillar en el género de «magia natural».

La anciana había sido muy aficionada a acumular ese tipo de cosas y, por raro que pareciera, incluso había escrito algo en los libros. Por lo general, a las brujas no les interesa demasiado la literatura. Pero todos aquellos libros estaban llenos de caligrafía menuda y meticulosa, detallando los resultados de la magia aplicada sobre diversos pacientes. La Abuela Whemper había sido una bruja investigadora.[10]

Magrat buscaba hechizos amorosos. Cada vez que cerraba los ojos, veía una figura roja y amarilla en la oscuridad. Tenía que hacer algo al respecto.

Cerró el libro y consultó las notas que estaba tomando. En primer lugar, tenía que averiguar el nombre del bufón. Eso se podía hacer con el viejo truco de la piel de manzana. Había que pelar una manzana, procurando sacar la piel de una pieza, y luego tirarla hacia atrás; caía formando el nombre buscado. Millones de jovencitas lo habían intentado, y todas sufrían una decepción a menos que su amado se llamase Scscs. Eso era porque no usaban una Golden poco madura recogida tres minutos antes del mediodía en el primer día con escarcha del otoño, ni la pelaban con la mano izquierda utilizando un cuchillo de plata con hoja de menos de cuatro centímetros de ancho. La Abuela había hecho muchos experimentos, y era muy precisa en aquel punto. Magrat siempre tenía unas cuantas para emergencias, y aquello era una emergencia, sin lugar a dudas.

Respiró hondo y lanzó la piel de manzana por encima de su hombro.

Se dio la vuelta lentamente.

Soy una bruja, se dijo. Esto es sólo un hechizo más. No hay nada que temer. Contrólate, niña. Mujer.

Bajó la vista, y se mordió el dorso de la mano, presa de los nervios y de la vergüenza.

—¿Quién lo habría imaginado? —dijo en voz alta.

Había funcionado.

Volvió a consultar las notas, con el corazón latiéndole a toda velocidad. ¿Qué venía a continuación? Ah, sí…, recoger semillas de helechos con un pañuelo de seda al amanecer. La menuda caligrafía de la Abuela Whemper ocupaba dos páginas de instrucciones botánicas detalladas que, si se seguían cuidadosamente, servirían para fabricar una de esas pócimas amorosas que hay que guardar en un frasco bien cerrado y dentro de un cubo de hielo.

Magrat abrió la puerta trasera. Los truenos habían cesado, pero ahora la primera luz grisácea del nuevo día se ahogaba en una llovizna constante. Aún así, seguía siendo un amanecer, y Magrat estaba decidida.

Las zarzas le arañaban el vestido, la lluvia le pegaba el pelo a la cabeza, pero salió al bosque húmedo.

Los árboles temblaron, aunque no había brisa.

Tata Ogg también salió temprano. No había podido dormir ni un instante, estaba preocupada por Mandón. Mandón era una de sus debilidades. Aunque el intelecto le decía que se trataba de un bicho gordo, astuto, maloliente y violador reincidente, seguía imaginándolo como el gatito algodonoso que había sido décadas antes. El hecho de que en cierta ocasión hubiera perseguido a una loba hasta obligarla a subir a un árbol, y en otro hubiera pegado un buen susto a una osa que buscaba alimento, no hacía que dejara de preocuparse por si le había pasado algo malo. Todo el reino opinaba que la única cosa capaz de detener aunque fuera momentáneamente a Mandón era el impacto directo de un meteorito grande.

Ahora, Tata usaba un poco de magia elemental para seguir su pista, aunque cualquiera que no careciera de olfato lo habría podido hacer por medios naturales. La pista la llevó por las calles húmedas, hasta las puertas abiertas del castillo.

Hizo un gesto de saludo a los guardias al pasar. A ninguno se le pasó por la cabeza la idea de detenerla, porque las brujas, al igual que los apicultores y los gorilas, iban a donde les daba la gana. En cualquier caso, una señora anciana que anduviera por ahí haciendo resonar una cuchara contra un tazón no parecía la avanzadilla de un ejército invasor.

La vida de un guardia de castillo en Lancre era de lo más aburrido. Uno de ellos, apoyado en su lanza, vio pasar a Tata y deseó un trabajo más emocionante. Pronto descubriría cuán equivocado estaba. El otro guardia se irguió y saludó.

—Buenos días, mamá.

—Buenos días, Shawn —saludó Tata, antes de echar a andar por el patio.

Como todas las brujas, Tata Ogg desconfiaba de las puertas delanteras. Dio un rodeo para entrar por las cocinas. Un par de doncellas la saludaron con respeto, al igual que una criada a la que Tata Ogg reconoció vagamente como nuera suya, aunque no recordaba su nombre.

Y así fue como, cuando Lord Felmet salió de su dormitorio, vio a una bruja avanzando por el pasillo en dirección a él. No había duda. Desde la punta del sombrero hasta las botas, era una bruja. E iba a por él.

Magrat resbaló hasta una de las orillas del riachuelo. Estaba calada hasta los huesos, y cubierta de lodo. Pensó con amargura que, al leer los hechizos, una siempre imaginaba soleadas mañanas primaverales. Y se le había olvidado mirar qué maldita clase de malditos helechos tenía que recoger.

La brisa sacudió una rama, y el agua acumulada en las hojas le cayó encima. Magrat se apartó el pelo empapado de los ojos y se dejó caer sentada sobre un tronco en el que crecían setas pálidas y enfermizas.

Al principio le había parecido una idea fenomenal. Había puesto grandes esperanzas en el aquelarre. Estaba segura de que no era correcto ser una bruja solitaria, a una se le ocurrían ideas extrañas. Soñaba con discusiones eruditas sobre energías naturales, mientras una gran luna redonda brillaba en el cielo, y luego quizá bailarían algunas de las antiguas danzas descritas en los libros de la Abuela Whemper. No desnudas, o con la piel expuesta a la luna, como decían amablemente los textos, porque Magrat no se engañaba con respecto a su cuerpo, y las brujas ancianas estaban muy aferradas a sus ropas. Además, tampoco era absolutamente imprescindible. Los libros decían que las brujas del pasado a veces bailaban con la muda. Magrat se preguntaba si la muda tenía que ser una bruja, o bastaba con cualquier pobre chica sin voz.

Pero lo que menos esperaba era encontrarse con un par de viejas cascarrabias que se negaban a entrar en el espíritu del asunto. Oh, habían sido buenas con el bebé, al menos a su manera, pero le daba la sensación de que, si una bruja era buena con alguien, siempre lo hacía por motivos egoístas.

Y, cuando practicaban la magia, hacían que pareciera tan vulgar como fregar los platos. No llevaban joyas misteriosas. Magrat tenía una gran fe en las joyas misteriosas.

Todo estaba saliendo mal. Decidió volver a casa.

Se levantó, se arrebujó en el vestido empapado, y echó a andar por los bosques cubiertos de nieblas…

… y oyó el ruido de unas pisadas acercándose a toda prisa. Alguien corría a toda velocidad, sin importarle que se le oyera, y por encima del ruido de las ramitas al romperse le llegó un tintineo. Magrat se ocultó tras un arbusto, y escudriñó cautelosa entre las hojas.

Era Shawn, el pequeño de Tata Ogg, y el sonido metálico lo provocaba su cota de mallas, que le quedaba demasiado grande. Lancre es un reino pobre, y a lo largo de los siglos las cotas de mallas de los guardias palaciegos pasaban de generación en generación. La que llevaba Shawn le hacía parecer un sabueso a prueba de balas.

La joven salió al descubierto.

—¿Es usted, señorita Magrat? —preguntó, levantándose el visor que le cubría los ojos, y parte de la boca—. ¡Se trata de mamá!

—¿Qué le ha pasado?

—¡Él la ha encerrado! ¡Dijo que iba a envenenarle! ¡Y no puedo bajar a las mazmorras a verla, porque todos los guardias son nuevos! Dicen que la han encadenado… —Shawn frunció el ceño—. ¡Y eso significa que va a ocurrir algo espantoso! Ya sabe cómo se pone cuando la hacen enfadar. Esto no acabará así, señorita.

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