Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

Era medianoche en Ankh-Morpork, pero en la gran ciudad doble la única diferencia entre la noche y el día era… bueno, la falta de luz natural. Los mercados estaban atestados, los espectadores continuaban apelotonados alrededor de los fosos de rameras, los subcampeones de la eterna y bizantina guerra de bandas de la ciudad flotaban silenciosamente, corriente abajo, en las aguas heladas del río, con pesas de plomo atadas a los pies; los traficantes de diversas delicias ilegales, e incluso ilógicas, ejercían su comercio lateral; los ladrones robaban; en los callejones, los cuchillos reflejaban la luz de las estrellas; los astrólogos iniciaban su jornada laboral; y en Las Tinieblas, un sereno, que se había extraviado, tocó su campana y gritó:

—¡Las doce han daaado y sereeeaagh…!

Sin embargo, la Cámara de Comercio de Ankh-Morpork no se sentiría nada feliz si se le sugiriese que la única diferencia entre su ciudad y un pantano es el número de patas de sus caimanes, y en realidad, en las zonas más selectas de Ankh, que suelen encontrarse en los distritos de colinas donde existe la posibilidad de que sople un poco de brisa, las noches son suaves y huelen a flores de habiscinia y cecillia.

Aquella noche, en especial, olían también a salitre, porque era el décimo aniversario de la subida al poder del Patricio, [7] y había invitado a unos cuantos amigos a tomar una copa; en este caso eran unos quinientos, y estaban lanzando fuegos artificiales. En los jardines del palacio se oían risas y el gorjeo ocasional de la pasión; la velada acababa de llegar a esa fase interesante en la que todo el mundo había bebido demasiado para su propio bien pero no lo suficiente como para caer redondos. Es ese estado en el que uno hace cosas que más tarde, en la vida, recordará con sonrojada vergüenza, como hacer sonar un silbato de papel y reírse hasta ponerse enfermo.

De hecho, en ese momento, unos doscientos invitados del Patricio avanzaban a trompicones ejecutando la Danza de la Serpiente, una rara costumbre folclórica de los morporkianos que consistía en emborracharse bastante, agarrarse a la cintura de la persona que se tenía delante y, luego, bambolearse y reírse a mandíbula batiente, mientras se formaba un cocodrilo que iba serpenteando a través de todas las habitaciones posibles, preferentemente aquellas con objetos frágiles, al tiempo que se lanzaba una patada leve marcando el ritmo de la música, o al menos a tiempo de esquivar la del vecino. Esta danza había empezado media hora antes, había pasado por todas las estancias del palacio y a ella se habían unido dos gnomos, el cocinero, el torturador jefe del Patricio, tres camareros, un ladrón que pasaba por ahí y un dragoncito de los pantanos.

Más o menos en mitad de la danza se encontraba el gordo lord Rodley de Quirm, heredero de las fabulosas fincas Quirm, cuya preocupación principal en aquellos momentos se la producían los finos dedos que le aferraban la cintura. Bajo el baño de alcohol, el cerebro intentaba llamarle la atención.

—Oye —dijo por encima del hombro, mientras oscilaban por décima e hilarante vez por la enorme cocina—, no me aprietes tanto, por favor.

—CUÁNTO LO SIENTO.

—No pasa nada, chica. ¿Te conozco de algo? —inquirió lord Rodley pateando vigorosamente al ritmo de la música.

—NO LO CREO PROBABLE. DIME, POR FAVOR, ¿QUÉ SIGNIFICADO TIENE ESTA ACTIVIDAD?

—¿Cómo? —gritó lord Rodley por encima del ruido hecho por alguien que pateaba la puerta de una vitrina en medio de gritos de alegría.

—¿CÓMO SE LLAMA LO QUE HACEMOS? —inquirió la voz con paciencia glacial.

—¿Es que nunca has estado en una fiesta? Por cierto, cuidado con la copa.

—ME TEMO QUE DE TODO ESTO NO ESTOY SACANDO CUANTO ME GUSTARÍA. POR FAVOR, EXPLÍCAME UNA COSA. ¿TIENE QUE VER CON EL SEXO?

—No, a menos que nos paremos en seco, chica, no sé si me explico —dijo su señoría y le pegó un codazo a su invisible compañera.

—¡AY! —exclamó.

Un estrépito marcó la defunción del buffet frío.

—NO.

—¿No qué?

—NO TE EXPLICAS.

—Cuidado con la crema, podrías resbalar… es un baile, nada más. Y se hace por pura diversión.

—POR DIVERSIÓN.

—Así es. ¡Dada, dada, da… patada! —Se produjo una pausa audible.

—¿QUIÉN ES EL TAL DIVERSIÓN?

—No es ninguna persona, diversión es lo que uno saca de todo esto.

—¿Y AHORA TENEMOS DIVERSIÓN?

—Yo creía que sí —dijo su señoría con tono incierto.

La voz que le hablaba al oído comenzaba a preocuparle vagamente; era como si le llegara directamente al cerebro.

—¿Y DÓNDE ESTA LA DIVERSIÓN?

—¡Pues en el baile!

—¿DAR PATADAS ES DIVERTIDO?

—Bueno, es parte de la diversión. ¡Patada!

—¿ESCUCHAR MÚSICA EN UNA ESTANCIA CALUROSA ES DIVERTIDO?

—Puede ser.

—¿Y CÓMO SE MANIFIESTA LA DIVERSIÓN?

—Bueno, es… oye, o te diviertes o no te diviertes, no hace falta que me preguntes a mí, has de saberlo y punto. Por cierto, ¿cómo has entrado aquí? ¿Eres amiga del Patricio?

—DIGAMOS QUE ÉL ME PASA TRABAJOS. ME PARECIÓ QUE DEBÍA APRENDER ALGO ACERCA DE LOS PLACERES HUMANOS.

—Pues parece que te falta un largo trecho por recorrer.

—YA LO SÉ. TE RUEGO QUE DISCULPES MI LAMENTABLE IGNORANCIA. SÓLO DESEO APRENDER. OYE, POR FAVOR… ¿Y TODA ESTA GENTE SE ESTÁ DIVIRTIENDO?

—¡Claro!

—ENTONCES ESTO ES DIVERSIÓN.

—Me alegra que lo hayamos aclarado. Cuidado con la silla —le espetó lord Rodley, que a esas alturas se estaba divirtiendo bien poco y se sentía desagradablemente sobrio.

Tras él, una voz dijo bajito:

—ESTO ES DIVERSIÓN. BEBER EN EXCESO ES DIVERSIÓN. NOSOTROS NOS DIVERTIMOS. ÉL SE DIVIERTE. VAYA DIVERSIÓN.

Qué divertido.

Detrás de la Muerte, el dragoncito de los pantanos, mascota del Patricio, se sujetaba, inflexible, a las caderas huesudas y pensaba: con guardias o sin ellos, la próxima vez que pasemos delante de una ventana abierta, saldré por piernas.

* * *

Keli se incorporó de sopetón en la cama.

—No des un paso más —ordenó—. ¡Guardias!

—No pudimos detenerlo —dijo el primer guardia, avergonzado, asomando la cabeza por la puerta.

—Es que ha entrado por la fuerza… —dijo el otro guardia desde el otro lado del umbral.

—Y el hechicero dijo que no había problemas y nos dijeron que todo el mundo debía escucharlo porque…

—Está bien, está bien. Aquí podrían asesinar a cualquiera —concluyó Keli de mal humor.

Volvió a poner la ballesta sobre la mesita de noche, desgraciadamente, sin correr el seguro.

Se oyó un clic, el golpe de la cuerda contra el metal, una exhalación y un gemido. El gemido provenía de Buencorte. Mort se volvió hacia él.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó—. ¿Te ha dado?

—No —respondió débilmente el hechicero—. No me ha dado. ¿Cómo te sientes?

—Un poco cansado. ¿Por qué?

—No, por nada, por nada. ¿No notas corrientes de aire? ¿Ni una ligera sensación de tener un escape?

—No, ¿por qué?

—No, por nada, por nada.

Buencorte se volvió y examinó a fondo la pared que había detrás de Mort.

—¿Es que a los muertos no se les permite un poco de paz? —preguntó Keli con amargura—. Yo tenía entendido que cuando uno estaba muerto tenía asegurada una buena noche de descanso.

La princesa tenía aspecto de haber llorado. Con una intuición que le sorprendió, Mort advirtió que ella se había dado cuenta y que eso la enfurecía más aún.

—No es justo —dijo Mort—. He venido a ayudar. ¿No es así, Buencorte?

—¿Mmm? —dijo Buencorte, que había encontrado la flecha de la ballesta sepultada en el yeso y la miraba con gran suspicacia—. Ah, sí, sí, ha venido a ayudar. Aunque no funcionará. Disculpadme, ¿alguien tiene un poco de cuerda?

—¿A ayudar? —le espetó Keli—. ¿A ayudar? Si no fuera por ti…

—Seguirías muerta —dijo Mort. Ella lo miró con la boca abierta.

—Pero no estaría enterada. Y ésa es la peor parte.

—Creo que será mejor que os marchéis —sugirió Buencorte a los guardias, que intentaban pasar inadvertidos—. Pero me quedaré con la lanza, por favor. Gracias.

—Verás —dijo Mort—. Afuera tengo un caballo. Te asombrará. Puedo llevarte a donde sea. No tienes por qué esperar aquí.

—Se ve que no sabes mucho sobre la monarquía —comentó Keli.

—Hum. ¿NO?

—Te quiere decir que es mejor ser una reina muerta en tu propio castillo que vivir como plebeya en alguna parte —le explicó Buencorte, que había clavado la lanza en la pared, junto a la flecha, e intentaba apuntar con ellas—. De todos modos, no funcionaría. El domo no está centrado sobre el palacio, está centrado sobre ella.

—¿Sobre quién? —inquirió Keli.

Con su voz se podría haber conservado la leche fresca durante un mes entero.

—Sobre su majestad —se corrigió automáticamente Buencorte mirando de reojo a lo largo de la lanza.

—Y que no se te olvide.

—No se me olvidará, pero ésa no es la cuestión —dijo el hechicero.

Arrancó la flecha del yeso y comprobó la punta con el dedo.

—¡Pero, si te quedas, morirás! —exclamó Mort.

—Entonces, tendré que enseñarle al Disco cómo muere una reina —dijo Keli, tratando de parecer todo lo orgullosa que puede permitir un pijama de punto rosa.

Mort se sentó en el extremo de la cama y se agarró la cabeza con las manos.

—Yo sé cómo muere una reina —masculló—. Las reinas mueren igual que las demás personas. Y algunos preferiríamos no estar presentes cuando ocurriera.

—Disculpadme, quiero echar un vistazo a esta ballesta —dijo Buencorte afablemente, y tendió la mano delante de ellos—. No os preocupéis por mí.

—Me enfrentaré orgullosamente a mi destino —dijo Keli, pero en su voz se notó un leve asomo de incertidumbre.

—No lo harás. Quiero decir que sé de qué hablo. Créeme. En la muerte no hay nada de orgullo. Te mueres y nada más.

—Sí, pero la cuestión está en cómo lo haces. Yo moriré noblemente, como la reina Ezeriel.

Mort frunció la frente. La historia era para él un libro cerrado.

—¿Quién es?

—Vivió en Klatch, tuvo muchos amantes y se sentó encima de una serpiente —le explicó Buencorte, que estaba montando la ballesta.

—¡Y con razón! ¡Un amor la traicionó!

—Lo único que recuerdo es que se bañaba en leche de burra. Cosa curiosa, la historia —dijo Buencorte con tono reflexivo—. Te conviertes en reina, reinas durante treinta años, haces leyes, declaras la guerra a otros pueblos y después, sólo te recuerdan porque olías a yogur y porque te mordieron en el…

—Es una de mis antepasadas lejanas —le espetó Keli—. No permitiré que digas esas cosas.

—¡Callaos los dos y escuchadme! —gritó Mort.

El silencio descendió como una mortaja.

Entonces, con mucho cuidado, Buencorte tomó puntería y le disparó a Mort en la espalda.

* * *

La noche se deshizo de sus víctimas tempranas y continuó su camino. Incluso las fiestas más alocadas habían concluido y, a bandazos, los invitados regresaban a casa, para meterse en sus camas, o en todo caso, en la cama de alguien. Privados de estos compañeros de viaje, meras personas que hacían vida diurna y que se habían extraviado de su terreno temporal, los verdaderos supervivientes de la noche se entregaban al serio comercio de la oscuridad.

No difería demasiado del intercambio mercantil diurno de Ankh-Morpork, salvo por el hecho de que los cuchillos eran más visibles y las personas no sonreían tanto.

Las Tinieblas estaban en silencio, excepción hecha del código de silbidos con que los ladrones se comunicaban y la calma aterciopelada con que decenas de personas se ocupaban de sus asuntos, sumidas en un cuidadoso mutismo.

Y en el Callejón del Jamón, las famosas partidas itinerantes de dados de Wa el Tullido comenzaban a animarse. Varias decenas de siluetas encapuchadas aparecían arrodilladas o en cuclillas alrededor del círculo de tierra batida donde los dados de ocho lados de Wa, rebotando y girando, impartían su engañosa lección sobre la probabilidad estadística.

—¡Tres!

—¡Los Ojos de Tuphal, por Io!

—¡Te ha pillado, Hummok! ¡Ésta sabe cómo lanzar los dados!

—ESTÁ CHUPADO.

Hummok M’guk, un hombre bajito, con cara plana, originario de una de las tribus del Eje, cuya habilidad con los dados era famosa dondequiera que se reunieran dos hombres para desplumar a un tercero, recogió los dados y les lanzó una mirada furibunda. Maldijo por lo bajo a Wa, cuya habilidad para cambiar los dados era igualmente notoria entre los conocedores pero que, aparentemente, le había fallado, le deseó una muerte dolorosa y prematura a la jugadora sombría que tenía sentada enfrente y tiró los dados al barro.

—¡Veintiuno por las malas!

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