Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

La Muerte se lo quedó mirando durante un largo instante. Incómodo, Mort iba pasando el peso del cuerpo de un pie al otro.

—ABSOLUTAMENTE CORRECTO —le espetó la Muerte—. CLARIDAD DE PENSAMIENTO. ENFOQUE REALISTA. SON ELEMENTOS MUY IMPORTANTES EN UN TRABAJO COMO EL NUESTRO.

—Sí, señora. ¿Señora?

—¿MMM? —La Muerte tenía dificultades en el manejo del índice.

—La gente se muere a todas horas, ¿no es verdad, señora? A millones. Ha de estar usted muy ocupada. Pero…

La Muerte echó a Mort una mirada con la que éste ya se estaba familiarizando. Al principio estaba llena de sorpresa, después fluctuaba brevemente hacia el fastidio, al reconocerlo parecía invitadora, y acababa adoptando un aire de indulgencia.

—PERO ¿QUÉ?

—Pues yo hubiera pensado que… bueno, que salía usted mucho más. Ya sabe. Acechando por las calles. En el almanaque de mi abuela había un dibujo donde aparecía usted con una guadaña y cosas así.

—COMPRENDO. ME TEMO QUE ES ALGO DIFÍCIL DE EXPLICAR A MENOS QUE SEPAS ALGO SOBRE ENCARNACIÓN DE PUNTOS Y ENFOQUE DE NÓDULOS. Y SUPONGO QUE DE ESO NO SABES NADA, ¿VERDAD?

—No, lo siento.

—EN GENERAL, SÓLO SE REQUIERE MI PRESENCIA REAL EN OCASIONES ESPECIALES.

—Como hacen los reyes, supongo —dijo Mort—. Lo digo porque un rey reina incluso cuando está haciendo otra cosa, incluso cuando está durmiendo. ¿Es así, señora?

—MÁS O MENOS —respondió la Muerte, enrollando los mapas—. Y AHORA, MUCHACHO, SI HAS ACABADO CON EL ESTABLO, PUEDES IR A VER SI ALBERT TIENE ALGUNA TAREA PARA TI. SI QUIERES, PUEDES ACOMPAÑARME EN LA RONDA DE ESTA NOCHE.

Mort asintió. La Muerte volvió a enfrascarse en su enorme libro de cuero, cogió una pluma, se quedó contemplándola durante un momento, y después levantó la vista para mirar a Mort con el cráneo inclinado hacia un lado.

—¿HAS CONOCIDO A MI HIJA? —le preguntó.

—Pues… sí, sí señora —replicó Mort con la mano en el picaporte.

—ES UNA MUCHACHA MUY AGRADABLE —dijo la Muerte—, PERO CREO QUE LE GUSTA TENER A SU LADO A ALGUIEN DE SU EDAD CON QUIEN PODER CONVERSAR.

—¿Señora?

—Y TEN EN CUENTA QUE, ALGÚN DÍA, TODO ESTO SERÁ SUYO.

Algo parecido a una pequeña supernova azul destelló un instante en las profundidades de las cuencas de sus ojos. Mort se dio cuenta de que, con una cierta dosis de turbación y una falta total de práctica, la Muerte intentaba guiñarle un ojo.

* * *

En un paisaje que nada debía al tiempo y al espacio, que no aparecía en ningún mapa, que sólo existía en las lejanas extensiones del cosmos infinito conocidas únicamente por los pocos astrofísicos que se han tomado un ácido realmente malo, Mort se pasó la tarde ayudando a Albert a plantar brécoles. Eran negros, con tonalidades purpúreas.

—Lo intenta, ¿sabes? —dijo Albert revoleando el almocafre—. Pero lo que ocurre es que cuando se trata de colores, no tiene demasiada imaginación.

—No estoy muy seguro de entender todo esto —dijo Mort—. ¿Has dicho que ella hizo todo esto?

Al otro lado del muro del huerto, el suelo caía en picado hacia un profundo valle, para elevarse después en un oscuro páramo que se extendía hasta unas montañas lejanas, afiladas como dientes de gato.

—Sí —repuso Albert—. Ten cuidado con lo que haces con la regadera.

—¿Qué había aquí antes?

—No lo sé —respondió Albert comenzando una fila nueva—. El firmamento, supongo. Es el nombre fantasioso que recibe la nada. Para serte sincero, no es que se haya lucido demasiado. No sé, el huerto está bien, pero las montañas están realmente mal hechas. Cuando te acercas a ellas se ven borrosas. Una vez fui a echarles un vistazo.

Mort miró de reojo los árboles que tenía más cerca y le parecieron de una solidez digna de elogio.

—¿Para qué hizo todo esto? —preguntó.

Albert gruñó y repuso:

—¿Sabes lo que les ocurre a los muchachos que hacen demasiadas preguntas?

Mort se quedó pensando un momento y luego respondió:

—No, ¿qué?

Hubo un silencio.

Luego, Albert se incorporó.

—No tengo la más mínima idea. Probablemente, les responden, lo cual les está bien empleado.

—Me ha dicho que esta noche puedo ir con ella —dijo Mort.

—Entonces eres un muchacho afortunado, ¿no? —comentó Albert vagamente mientras regresaba a la cabaña.

—¿De veras hizo todo esto? —preguntó Mort siguiendo a Albert.

—Sí.

—¿Por qué?

—Supongo que quería tener un lugar donde pudiera sentirse en casa.

—Albert, ¿estás muerto?

—¿Yo? ¿Tengo cara de muerto? —El anciano resopló, le lanzó a Mort una mirada crítica y le dijo—: Será mejor que te dejes de tonterías. Estoy tan vivo como tú. Tal vez más.

—Lo siento.

—Está bien —dijo Albert.

Abrió la puerta trasera y se volvió para observar a Mort con toda la amabilidad de que fue capaz.

—Sería mejor que no hicieras todas esas preguntas —le sugirió—, perturban a la gente. ¿Qué te parece una buena fritura?

* * *

La campana sonó cuando jugaban una partida de dominó. Mort se puso rígido en el asiento.

—Querrá que le prepare el caballo —le dijo Albert—. Andando.

Salieron al establo en medio de la creciente oscuridad; Mort se quedó observando al anciano mientras ensillaba el caballo de la Muerte.

—Se llama Binky —le dijo Albert ajustando la cincha—. Eso te demuestra que nunca se sabe.

Binky intentó cariñosamente comerle la bufanda.

Mort recordó que en el grabado en madera del almanaque de su abuela, entre la página de las épocas de siembra y el apartado dedicado a las fases de la luna, aparecía la inscripción «La Muerte, la gran niveladora, llega a todos los hombres». La había visto cientos de veces cuando aprendía a leer. No le habría resultado tan impresionante si hubiera sido de público conocimiento que el caballo que lanzaba fuego por los ollares, en el que iba montado el espectro, se llamaba Binky.

—A mí se me hubiera ocurrido ponerle algo así como Colmillo, o Sable, o Ébano —continuó Albert—, pero a mi ama le da por estas cosas, ya sabes. No ves la hora de partir, ¿verdad?

—Creo que sí —repuso Mort no muy seguro—. Nunca he visto a la Muerte haciendo su trabajo.

—Pocos la han visto —dijo Albert—. Y menos dos veces.

Mort inspiró hondo.

—En cuanto a su hija… —comenzó a decir.

—AH. BUENAS NOCHES, ALBERT. BUENAS NOCHES, MUCHACHO.

—Mort —aclaró Mort automáticamente.

La Muerte entró en el establo a grandes zancadas, ligeramente encorvada para no tocar el techo. Albert hizo una reverencia, pero no de un modo servil, advirtió Mort, sino sencillamente por pura formalidad. Mort había conocido a uno o dos sirvientes en las raras ocasiones en que lo habían llevado al pueblo, pero Albert no se parecía a ninguno de ellos. Se comportaba como si la casa le perteneciera y su propietaria no fuera más que una huésped de paso, algo que había que tolerar como las paredes desconchadas o las arañas en el lavabo. La Muerte también soportaba aquello, como si ella y Albert se hubieran dicho cuanto tenían que decirse hacía mucho tiempo y se conformaran con seguir cada uno con su trabajo causándose los menores inconvenientes posibles. Para Mort aquello era como salir a dar un paseo después de una fuerte tormenta de truenos: todo estaba bastante fresco, nada era particularmente desagradable, pero se tenía la sensación de que se acababan de liberar inmensas energías.

Averiguar más detalles sobre Albert era algo que se encontraba en el último lugar en su lista de tareas por hacer.

—AGUANTA ESTO —le ordenó la Muerte entregándole una guadaña, y se montó en Binky.

La guadaña parecía bastante normal, salvo por la hoja: era tan delgada que Mort lograba ver a través de ella; era un pálido relumbre azul en el aire, capaz de rebanar las llamas y cortar el sonido. La sostuvo con cuidado.

—MUY BIEN, MUCHACHO —dijo la Muerte—. SÚBETE. NO ME ESPERES LEVANTADO, ALBERT.

El caballo salió trotando del patio y se lanzó al cielo.

Debería haberse apreciado un brillo, o una avalancha de estrellas. El aire debió haberse arremolinado y convertido en chispas veloces, que es lo que normalmente ocurre en los hipersaltos transdimensionales comunes y corrientes. Pero en este caso, se trataba de la Muerte, que ha dominado el arte de ir a todas partes sin ostentaciones, y que podía ir de una dimensión a otra con la misma facilidad con que lograba atravesar una puerta cerrada; de modo que avanzaron a galope tendido por cañones de nubes, dejando atrás las henchidas montañas de los cúmulos, hasta que las volutas se abrieron ante ellos y allá abajo apareció el Disco, tomando el sol.

—ESO ES PORQUE EL TIEMPO ES AJUSTABLE —explicó la Muerte cuando Mort se lo hizo notar—. EN REALIDAD, NO TIENE IMPORTANCIA.

—Siempre creí que la tenía.

—LA GENTE SE CREE QUE TIENE IMPORTANCIA SÓLO PORQUE LO HAN INVENTADO —comentó la Muerte, sombría.

A Mort aquello le pareció un tanto trillado, pero decidió no discutir.

—¿Y ahora, qué hacemos? —preguntó.

—EN KLATCHISTÁN HAY UNA GUERRA PROMETEDORA —respondió la Muerte—. VARIOS BROTES DE PESTE. UN ASESINATO BASTANTE IMPORTANTE, SI LO PREFIERES.

—¿Cómo, un asesinato?

—SÍ, DE UN REY.

—Ah, de un rey —dijo Mort con un interés nada excesivo.

Ya sabía él lo que eran los reyes. Una vez al año, una banda de músicos ambulantes, o en todo caso, deambulantes, llegaba al Cerro de las Ovejas, y en las obras que interpretaban había invariablemente un rey. Los reyes se pasaban la vida matándose entre sí o siendo víctimas de asesinatos. Los argumentos eran bastante complicados y en ellos intervenían elementos tales como identificaciones erróneas, venenos, batallas, hijos perdidos tiempo ha, fantasmas, brujas y, casi siempre, montones de dagas. Como estaba claro que ser rey no era ningún chollo, resultaba sorprendente que la mitad del reparto intentara convertirse en soberano. Mort tenía una idea muy vaga de lo que era la vida palaciega, pero se imaginaba que nadie dormía demasiado.

—Me gustaría ver a un rey de verdad —dijo—. Según mi abuela, se pasan la vida llevando corona. Hasta para ir al lavabo.

La Muerte sopesó cuidadosamente el comentario.

—NO HAY MOTIVOS TÉCNICOS PARA QUE NO LO HAGAN —admitió—. SIN EMBARGO, POR MI EXPERIENCIA, NO SUELE SER ASÍ.

El caballo giró y el inmenso damero plano de la llanura de Sto pasó debajo de ellos a la velocidad del rayo. Era aquél un país rico, lleno de cieno, de ondulantes campos de coles, y de pequeños reinos cuyos límites serpenteaban cual víboras a medida que las pequeñas guerras formales, los pactos matrimoniales, las complejas alianzas y los ocasionales errores de los cartógrafos iban cambiando el perfil político de las tierras.

—¿Este rey es bueno o es malo? —preguntó Mort mientras un bosque se abría debajo de ellos.

—NUNCA ME PREOCUPO POR SEMEJANTES DETALLES —respondió la Muerte—. SUPONGO QUE NO SERÁ PEOR QUE CUALQUIER OTRO REY.

—¿Manda matar a la gente? —preguntó Mort y al recordar con quién estaba hablando, añadió—: Con perdón.

—ALGUNAS VECES. HAY COSAS QUE ES PRECISO HACER CUANDO UNO ES REY.

Allá abajo surgió una ciudad apiñada alrededor de un castillo construido sobre un saliente de piedra que brotaba en plena llanura cual espinilla geológica. Se trataba de una enorme roca de las lejanas Montañas del Carnero, le dijo la Muerte, que había sido abandonada allí por los hielos en la época legendaria en que los Gigantes de Hielo al entrar en guerra con los dioses habían cabalgado por la tierra sobre sus glaciares tratando de congelar el mundo entero. Sin embargo, al final se dieron por vencidos y condujeron sus brillantes manadas de vuelta a sus tierras ocultas, entre las montañas de afilados picos, cerca del Eje. Ningún habitante de las llanuras supo nunca por qué lo habían hecho, pero la generación más joven de la ciudad de Sto Lat, la ciudad que rodeaba la roca, consideraba que se habían marchado porque aquel lugar era mortalmente aburrido.

Binky bajó trotando en la nada y se posó sobre las losas de la torre más elevada del castillo. La Muerte desmontó y ordenó a Mort que se encargara del morral.

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