Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

—Ya se me ocurrirá algo. Reescribiré las biografías o algo así. —Sonrió débilmente—. No te preocupes. Ya se me ocurrirá algo.

A sus espaldas, se oyó un portazo. Mort se giró para encontrarse con la sonrisa maliciosa de Albert.

El enorme sillón de cuero que había detrás del escritorio giró despacio. La Muerte miró a Mort por encima de las manos unidas por las puntas de los dedos. Cuando estuvo segura de haber conseguido llamar su horripilada atención, dijo:

—SERÁ MEJOR QUE EMPIECES AHORA MISMO.

Se puso de pie, la habitación se tornó más oscura y fue como si ella hubiera crecido.

—NO TE MOLESTES EN DISCULPARTE —añadió.

Keli sepultó la cabeza en el amplio pecho de Buencorte.

—HE VUELTO. Y ESTOY ENFADADA.

—Ama, yo… —comenzó a decir Mort.

—CÁLLATE —le ordenó la Muerte.

Con un índice calcáreo hizo señas a Keli para que se acercara. La muchacha se volvió para mirar a Mort, aunque su cuerpo no se atrevió a desobedecer.

La Muerte tendió el brazo y le tocó la barbilla. Mort llevó la mano a la espada.

—¿ES ÉSTE EL ROSTRO QUE ECHÓ A LA MAR MIL NAVES E INCENDIÓ LAS TORRES DESNUDAS DE PSEUDÓPOLIS? —preguntó la Muerte.

Keli miraba como hipnotizada las rojas puntas de alfileres sepultadas en la profundidad de las oscuras cuencas de los ojos.

—Esto, discúlpeme —dijo Buencorte sosteniendo el sombrero respetuosamente, al estilo mexicano.

—¿SÍ? —insistió la Muerte, distraída.

—No, señora. Debe de estar pensando usted en otro rostro.

—¿CÓMO TE LLAMAS?

—Buencorte, señora. Soy hechicero, señora.

—SOY HECHICERO, SEÑORA —se mofó la Muerte—. CÁLLATE, HECHICERO.

—Sí, señora —repuso Buencorte y retrocedió.

La Muerte se volvió hacia Ysabell.

—HIJA, EXPLÍCATE. ¿POR QUÉ AYUDASTE A ESTE CRETINO?

Ysabell hizo una reverencia nerviosa.

—Porque lo quiero, madre. Eso creo.

—¿De veras? —inquirió Mort asombrado—. ¡Nunca me lo habías dicho!

—No encontraba nunca el momento —dijo Ysabell—. Madre, él no quería…

—CÁLLATE.

Ysabell bajó la mirada y repuso:

—Sí, madre.

La Muerte rodeó el escritorio con paso majestuoso hasta quedar directamente enfrente de Mort. Se lo quedó mirando fijamente durante un largo rato.

Luego, con un movimiento velocísimo, abofeteó a Mort y lo tiró al suelo.

—TE INVITO A VIVIR EN MI CASA —le dijo—, TE ENSEÑO EL OFICIO, TE DOY DE COMER Y DE VESTIR, TE OFREZCO OPORTUNIDADES CON LAS QUE JAMÁS HABRÍAS PODIDO SOÑAR, Y ME PAGAS DE ESTE MODO. SEDUCES A MI HIJA Y LA ALEJAS DE MÍ, DESATIENDES EL SERVICIO, PROVOCAS UN OLEAJE EN LA REALIDAD QUE TARDARÁ UN SIGLO EN DESAPARECER. TUS ACTOS INTEMPESTIVOS HAN CONDENADO A TUS COMPAÑEROS. LOS DIOSES NO SE CONFORMARÁN CON MENOS.

»EN RESUMEN, MUCHACHO, NO ES UN BUEN COMIENZO PARA SER TU PRIMER TRABAJO.

Mort se sentó con esfuerzo y se frotó la mejilla. Sentía un frío ardiente, como hielo de cometa.

—Mort —aclaró.

—¡PERO SI SABE HABLAR! ¿Y QUÉ DICE?

—Podría dejarlos marchar —sugirió Mort—. Ellos no tienen la culpa, sólo se vieron implicados. Podría reordenarlo todo para que…

—¿Y POR QUÉ IBA A HACER ALGO ASÍ? AHORA ME PERTENECEN.

—Lucharé contra usted por ellos —dijo Mort.

—MUY NOBLE. LOS MORTALES SE PASAN LA VIDA LUCHANDO CONTRA MÍ. QUEDAS DESPEDIDO.

Mort se incorporó. Recordó cómo había sido ser la Muerte. Se aferró a la sensación, dejó que aflorara…

—No —dijo.

—AH. ¿ME RETAS DE IGUAL A IGUAL, PUES?

Mort tragó saliva. Al menos entonces ya tenía el camino despejado. Cuando se salta por un precipicio, la vida de uno toma un rumbo definitivo.

—Si es preciso —repuso—. Y si gano…

—SI GANAS, ESTARÁS EN CONDICIONES DE HACER LO QUE TE PLAZCA —dijo la Muerte—. SÍGUEME.

Pasó junto a Mort, majestuosa, y salió al vestíbulo.

Los otros cuatro miraron a Mort.

—¿Estás seguro que sabes lo que haces? —le preguntó Buencorte.

—No.

—No puedes vencer al ama —dijo Albert. Suspiró y luego agregó—: Créeme.

—¿Qué pasará si pierdes? —inquirió Keli.

—No perderé —dijo Mort—. Ése es el problema.

—Mi madre quiere que gane —dijo Ysabell amargamente.

—¿Quieres decir que dejará ganar a Mort? —preguntó Buencorte.

—Oh, no, no lo dejará ganar. Es que quiere que gane.

Mort asintió. Mientras seguía a la oscura silueta de la Muerte, pensó en un futuro infinito, sirviendo los misteriosos propósitos que el Creador tuviera en mente, viviendo fuera del Tiempo. No podía culpar a la Muerte por querer dimitir. La Muerte le había dicho que los huesos no eran obligatorios, pero tal vez eso no importaría. ¿Acaso la eternidad le parecería un tiempo larguísimo o quizá todas las vidas, desde un punto de vista personal, tenían exactamente la misma duración?

Hola —lo saludó la voz de su cabeza—. ¿Te acuerdas de mí? Soy tú. Yo te metí en esto.

—Gracias —repuso amargamente.

Los otros lo miraron de reojo.

Podrías salir de ésta —le dijo la voz—. Posees una gran ventaja. Has estado en su lugar, pero ella nunca ha estado en el tuyo.

La Muerte recorrió veloz el vestíbulo y entró en la Sala Larga; en cuanto entró, las velas se encendieron, obedientes.

—ALBERT.

—¿Ama?

—TRAE LOS RELOJES.

—Ama.

Buencorte agarró al anciano por el brazo y con voz siseante le dijo:

—Eres hechicero. ¡No tienes por qué obedecerla!

—¿Cuántos años tienes, muchacho? —le preguntó Albert amablemente.

—Veinte.

—Cuando tengas mi edad, verás con otros ojos las alternativas que se te ofrecen. —Y volviéndose a Mort, le dijo—: Lo siento.

Mort desenvainó la espada, cuya hoja era prácticamente invisible a la luz de las velas. La Muerte se giró y quedó frente a él, una delgada silueta contra una estantería altísima, repleta de relojes de arena.

Tendió los brazos. Con un leve trueno, la guadaña apareció en ellos.

Albert regresó por uno de los pasillos atestados de biómetros, portando dos relojes de arena; los colocó sin decir palabra en un saliente de una de las columnas.

Uno de ellos, varias veces más grande que los corrientes, era negro, ahusado y estaba decorado con un complicado motivo de calavera y huesos.

Y ése no era el aspecto más desagradable.

Mort gimió para sus adentros. En el reloj no había arena.

El más pequeño que había a su lado era bastante simple y sin adornos. Mort tendió la mano para tocarlo.

—¿Puedo?

—ADELANTE.

El nombre de Mort aparecía tallado en la ampolla superior. Lo acercó a la luz y, sin sorpresa, notó que casi no quedaba arena en él. Cuando se lo acercó a la oreja, creyó oír, incluso por encima del omnipresente rugido de los millones de biómetros que lo rodeaban, el sonido producido por su propia vida al fluir.

Con mucho cuidado volvió a dejarlo donde estaba.

La Muerte se volvió hacia Buencorte.

—SEÑOR HECHICERO, ¿SERÍA TAN AMABLE DE CONTAR HASTA TRES?

Buencorte asintió sombríamente.

—¿Está segura de que no podríamos solucionar todo esto sentándonos a una mesa y…? —comenzó a preguntar.

—No.

—No.

Mort y la Muerte comenzaron a dar vueltas en círculos cansadamente, sus reflejos fluctuaron por los bancos de relojes de arena.

—Uno —dijo Buencorte.

Amenazante, la Muerte hizo girar la guadaña.

—Dos.

Las hojas se unieron en el aire produciendo un ruido como el de un gato al deslizarse por una ventana de cristal.

—¡Los dos han hecho trampa! —gritó Keli.

Ysabell asintió y dijo:

—Por supuesto.

Mort retrocedió de un salto, dejando caer su espada en un arco demasiado lento que la Muerte desvió fácilmente; luego convirtió el quite en un movimiento bajo y perverso que Mort esquivó gracias a un torpe salto en el aire.

Si bien la guadaña no ocupa un lugar preeminente entre las armas de guerra, todo aquel que haya estado del lado erróneo, digamos de una revuelta de campesinos, sabrá que en manos diestras, resulta temible. Una vez que quien la esgrime logra blandirla y hacerla girar, nadie —ni siquiera quien la esgrime— puede estar muy seguro de dónde se encuentra la hoja en un momento dado, ni de dónde se encontrará al momento siguiente.

La Muerte avanzaba, sonriendo. Mort esquivó un guadañazo a la altura de la cabeza, se lanzó hacia un costado y oyó un tintineo a sus espaldas cuando la punta de la guadaña fue a tocar un reloj de arena del estante más cercano…

… en un oscuro callejón de Morpork, un empresario nocturno dedicado a las basuras, se agarró el pecho y cayó de bruces sobre su carro…

Mort rodó y se levantó haciendo girar la espada con ambas manos por encima de su cabeza; sintió una vibración de sombrío entusiasmo al ver que la Muerte retrocedía veloz por el damero del suelo. El potente mandoble partió en dos un estante; uno tras otro, los relojes comenzaron a deslizarse hacia el suelo. Mort notó brevemente que Ysabell había salido corriendo para recogerlos uno por uno…

… en el Disco, cuatro personas escaparon milagrosamente a la muerte después de sufrir una caída…

… y Mort avanzó a la carrera, aprovechando la ventaja. Las manos de la Muerte se movieron diestramente para parar cada estocada y contraatacar; luego cambió de mano la guadaña y levantó la hoja haciéndole describir un arco que Mort esquivó saltando torpemente hacia un costado, al tiempo que con el mango de su espada le daba un golpe a un reloj de arena que lo remontó por los aires y lo envió al otro lado de la habitación…

… en las Montañas del Carnero, un pastor de thargas, que ayudándose con la luz de una lámpara estaba buscando una vaca extraviada en los prados altos, perdió pie y cayó por un precipicio de tres mil metros…

… Buencorte se tiró hacia adelante y cogió el reloj con una mano desesperadamente estirada, cayó con estrépito al suelo y quedó tendido boca abajo…

… un sicómoro de retorcidas ramas surgió misteriosamente debajo del pastor que gritaba a voz en cuello, frenó su caída y le evitó sus principales problemas —la muerte, el juicio de los dioses, la incertidumbre del Paraíso y demás— para reemplazarlos por otro, comparativamente sencillo, como era escalar en plena oscuridad trescientos metros de helado precipicio cortado a pico.

Hubo una pausa cuando los combatientes tomaron distancia para volver a dar vueltas en círculos para buscar cómo aventajar al contrincante.

—Tiene que haber algo que podamos hacer —dijo Keli.

—Sea cual sea el resultado, Mort saldrá perdiendo —repuso Ysabell meneando la cabeza.

Buencorte sacó el candelabro de plata de la manga abultada y empezó a pasarlo pensativamente de una mano a la otra.

La Muerte sopesó la guadaña con gesto amenazante y sin querer destrozó un reloj de arena que tenía junto al hombro…

… en Bes Pelargic, el torturador jefe del Emperador cayó hacia atrás en su propio pozo de ácido…

… lanzó otro guadañazo que Mort esquivó por pura casualidad. Pero justo por los pelos. Sintió el dolor cálido en los músculos y los grises venenos adormecedores de la fatiga en la mente, dos desventajas que la Muerte no tenía que considerar siquiera.

Porque la Muerte las notó.

—DATE POR VENCIDO —le dijo—. TAL VEZ SEA CLEMENTE.

Para ofrecer una demostración práctica de lo que decía, hizo un movimiento en redondo con el brazo que Mort paró torpemente con el filo de su espada. La hoja de la guadaña rebotó y partió en mil pedazos un reloj…

…el duque de Sto Helit se llevó las manos al corazón; sintió la gélida puñalada del dolor, lanzó un grito ahogado y cayó de su cabalgadura…

Mort retrocedió hasta que notó en el cuello la rugosa piedra de una columna. El reloj de la Muerte, con sus ampollas desalentadoramente vacías, se encontraba a unos cuantos centímetros de su cabeza.

La Muerte misma estaba un tanto distraída. Miraba, pensativa, los restos dentados de la vida del duque.

Mort gritó y blandió la espada hacia arriba animado por los débiles vítores del grupo que llevaba rato esperando a que lo hiciera. Hasta Albert aplaudía con sus manos arrugadas.

Pero en lugar del tintineo de cristal que Mort había esperado no hubo… nada.

Se volvió y lo intentó otra vez. La hoja de la espada atravesó el cristal sin romperlo.

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