Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

El propietario hizo deslizar la botella octagonal por la barra. La Muerte la agarró y la inclinó sobre la copa. El líquido tintineó en el borde.

—ESTOY QUE CREE BORRACHA, ¿NO?

—Yo le sirvo a todo aquel que logre mantenerse erguido —dijo el propietario.

—TIIENE UFFTED TODA LA RAFFÓN. PERO YO…

La desconocida se interrumpió con un dedo declamatorio en el aire.

—¿QUÉ LE ESTABA DICIENDO?

—Que si creo que está usted borracha.

—AH, SÍ, PERO PUEDO ESHTAR SHOBRIA CUANDO YO QUIERA. ESHTO ES UN ESHPERIMENTO. Y AHORA ME GUSSHTARÍA ESHPERIMENTAR OTRA VESH CON EL COÑAC ANARANJADO.

El propietario lanzó un suspiro y echó un vistazo al reloj. No cabía duda de que estaba ganando un montón de dinero, sobre todo porque la desconocida no parecía inclinada a preocuparse porque le cobraran de más o no tuviera cambio. Pero se estaba haciendo tarde; en realidad, se estaba haciendo tan tarde que podía decirse que era ya muy temprano. Además, la cliente solitaria tenía algo que lo incomodaba. Con frecuencia, los parroquianos de El Tambor Emparchado bebían como si el mañana no existiera, pero ésa era la primera vez que tenía la sensación de que podría ser cierto.

—NO SÉ, ¿QUÉ ES LO QUE DEBO ESPERAR DE LA VIDA? ¿QUÉ SENTIDO TIENE TODO ESTO? ¿CUÁL ES EL FONDO DE TODO ESTO?

—No sabría decirle, señora. Cuando haya dormido una noche entera, se sentirá mejor.

—¿DORMIR? ¿DORMIR? NUNCA DUERMO. SOY… COMO SE DICE… PROVERBIAL POR ELLO.

—Todo el mundo necesita dormir. Incluso yo —insinuó.

—¿SABE? TODOS ME ODIAN.

—Sí, ya me lo ha dicho. Pero son las tres menos cuarto de la madrugada.

La desconocida se volvió con ademán inseguro y paseó la mirada por la habitación silenciosa.

—SÓLO ESTAMOS USTED Y YO —dijo.

El propietario levantó la trampa y salió de detrás de la barra para ayudar a la mujer a bajarse del taburete.

—NO TENGO UN SOLO AMIGO. HASTA LOS GATOS ME ENCUENTRAN GRACIOSA.

Una mano surgió veloz y agarró una botella de Licor de Amanita antes de que el hombre lograra conducir a su dueña hacia la puerta, preguntándose cómo alguien tan delgado podía pesar tanto.

—HE DICHO QUE NO TENGO POR QUÉ ESTAR BORRACHA. ¿POR QUÉ A LA GENTE LE GUSTA ESTAR BEBIDA? ¿ES DIVERTIDO?

—Les ayuda a olvidarse de la vida. Y ahora, apóyese ahí mientras abro la puerta…

—OLVIDARSE DE LA VIDA, JA, JA, JA.

El propietario se volvió a mirar el montoncito de monedas que había en la barra. Por eso bien valía la pena aguantar unas cuantas rarezas. Al menos ésta era tranquila y parecía inofensiva.

—Sí, señora —dijo, empujando a la extraña hacia la calle y retirándole la botella con un diestro movimiento—. Venga usted cuando quiera.

—ES LA COSA MÁS AGRADABLE QUE…

El portazo ahogó el resto de la frase.

* * *

Ysabell se incorporó en la cama.

Volvían a llamar a su puerta, suave pero insistentemente. Se subió las mantas hasta la barbilla.

—¿Quién es? —susurró.

—Soy yo, Mort. —El siseo de la respuesta le llegó por debajo de la puerta—. ¡Déjame entrar, por favor!

—¡Espera!

Ysabell tanteó desesperada en la mesilla de noche en busca de las cerillas, volcó una botella de agua de colonia y tiró al suelo una caja de chocolatinas llena, en su mayor parte, de envolturas vacías. Cuando por fin logró encender la vela, la colocó en un lugar desde el cual pudiera iluminar al máximo, se bajó el escote del camisón para dejar algo más al descubierto y dijo:

—Puedes pasar, no está cerrada con llave.

Mort entró tambaleándose en la habitación; olía a caballos, a escarcha y a esfumino.

—Espero —dijo Ysabell maliciosamente— que no hayas entrado aquí a la fuerza para aprovecharte del puesto que ocupas en esta casa.

Mort paseó la mirada por el cuarto. Ysabell era una fanática de los volantitos. Hasta la mesita de noche parecía llevar enaguas. En lugar de estar amueblada, la habitación entera parecía lucir una combinación.

—No tengo tiempo que perder —dijo Mort—. Trae esa vela a la biblioteca. Y por favor, ponte algo más sensato, estás desbordante.

Ysabell bajó la cabeza para mirarse y luego la levantó de golpe.

—¡Vaya!

Mort volvió a asomarse por la puerta y agregó:

—Es una cuestión de vida y muerte.

Ysabell contempló como la puerta se cerraba con un chirrido, dejando al descubierto una bata azul con borlas que la Muerte se había inventado para ella como regalo para la Noche de la Vigilia de los Cerdos, y que ella no se atrevía a tirar, a pesar de que le quedaba pequeña y tenía un conejito bordado en el bolsillo.

Finalmente, sacó las piernas de la cama, se puso aquella vergonzosa bata y con paso silencioso salió al pasillo. Mort la esperaba.

—¿No nos oirá mi madre?

—No ha regresado aún. Vamos.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque cuando ella está, la casa tiene un aire diferente. Es…, es como la diferencia que existe entre una chaqueta cuando la llevas puesta y cuando la cuelgas de un gancho. ¿No lo habías notado?

—¿Qué es eso tan importante que estás haciendo?

Mort abrió de un empellón la puerta de la biblioteca. Le llegó una ráfaga de aire cálido y seco, y las bisagras lanzaron un chirrido de protesta.

—Vamos a salvarle la vida a una persona —repuso—. Una princesa, para ser exactos.

Ysabell quedó inmediatamente fascinada.

—¿Una princesa de verdad? ¿Y es capaz de sentir un guisante a través de doce colchones?

—¿Capaz de…? —Mort supo que desaparecía una preocupación menor—. Ah, sí. Ya me parecía a mí que Albert lo había entendido mal.

—¿Estás enamorado de ella?

Mort se paró en seco entre los estantes, consciente de los atareados sonidos que provenían del interior de los libros.

—Es difícil saberlo —respondió—. ¿Lo parezco?

—Pareces un poco agitado. ¿Qué siente ella por ti?

—No lo sé.

—Ah —dijo Ysabell con aire de experta—. El amor no correspondido es el peor. —Y pensativa, añadió—: Aunque quizá no sea buena idea ir y tomar veneno o quitarse la vida. ¿Qué hacemos aquí? ¿Buscas su libro para ver si se casa contigo?

—Ya lo he leído, y está muerta —repuso Mort—. Pero sólo técnicamente. Quiero decir, no está realmente muerta.

—Bien, de lo contrario sería nigromancia. ¿Qué buscamos?

—La biografía de Albert.

—¿Y para qué? No creo que tenga.

—Todo el mundo tiene biografía.

—Bueno, a él no le gusta que le pregunten cosas personales. En cierta ocasión la busqué y no la encontré. Resulta difícil si sólo se sabe que se llama Albert. ¿Por qué es tan interesante?

Con la vela que llevaba en la mano Ysabell encendió un par más y la biblioteca se llenó de sombras danzantes.

—Necesito un mago poderoso y creo que podría ser él.

—¿Quién? ¿Albert?

—Sí. Pero hemos de buscar por Alberto Malich. Creo que tiene más de dos mil años.

—¿Quién? ¿Albert?

—Sí. Albert.

—Nunca lleva sombrero de mago —dijo Ysabell, dubitativa.

—Lo perdió. De todos modos, lo del sombrero no es obligatorio. ¿Por dónde empezamos a buscar?

—Bueno, si estás seguro… por la Pila, supongo. Es donde mi madre pone todas la biografías que tienen más de quinientos años de antigüedad. Es por aquí.

Lo condujo entre los estantes susurrantes hasta una puerta encajada en un callejón sin salida. Se abrió con dificultad y el crujido de las bisagras reverberó por toda la biblioteca; Mort se imaginó por un momento que todos los libros hacían una pausa momentánea en su tarea sólo para escuchar.

Unos escalones llevaban hacia la penumbra aterciopelada. Había telarañas y polvo, y el aire olía como si llevara mil años encerrado en una pirámide.

—Por aquí nunca viene casi nadie —comentó Ysabell—. Yo iré delante.

Mort se sentía en deuda.

—Debo reconocer —dijo— que eres toda una tronca.

—¿Marrón, dura y con corteza? Tú sí que sabes cómo hablarle a una muchacha, chico.

—Mort —aclaró Mort automáticamente.

La Pila estaba tan oscura y silenciosa como una cueva subterránea. Los estantes se encontraban separados por una distancia que apenas permitía el paso de una persona, y se elevaban más allá del domo proyectado por la luz de la vela. Resultaban particularmente horripilantes porque estaban en silencio. Ya no había vidas que escribir; los libros dormían. Pero Mort presentía que dormían como los gatos, con un ojo abierto. Estaban alertas.

—Vine aquí una vez —le confió Ysabell, entre susurros—. Si vas hasta el final de la estantería, se acaban los libros y hay tablas de arcilla, trozos de piedra, pieles de animales y todo el mundo se llama Ug y Zog.

El silencio era casi tangible. Mort notaba que los libros los observaban mientras avanzaban pesadamente por los pasillos cálidos y silenciosos. Todo aquel que había existido se encontraba allí, en alguna parte, hasta llegar a los primeros seres que los dioses habían creado del barro o como fuera. En realidad, su presencia no los ofendía, simplemente se preguntaban por qué estaría allí.

—¿Lograste llegar más allá de Ug y Zog? —siseó—. A mucha gente le interesaría saber qué hay.

—Me dio miedo. Queda bastante lejos de aquí y no llevaba velas suficientes.

—Lástima.

Ysabell se detuvo tan de sopetón que Mort quedó clavado a su espalda.

—Creo que es más o menos por aquí. Y ahora ¿qué hacemos?

Mort entrecerró los ojos y leyó los nombres de los lomos.

—¡No siguen ningún orden lógico! —gimió.

Miraron hacia arriba. Recorrieron un par de pasillos laterales. Sacaron al azar unos cuantos libros de los estantes inferiores y levantaron colchones de polvo.

—Es ridículo —se lamentó Mort finalmente—. Aquí hay millones de vidas. Las posibilidades de que encontremos la de él son peores que…

Ysabell le tapó la boca con la mano.

—¡Escucha!

Mort murmuró unas palabras a través de los dedos de la muchacha y luego captó el mensaje. Aguzó el oído, pugnando por escuchar algo por encima del pesado siseo del silencio.

Y entonces lo encontró. Un rascar leve, irritado. Allá arriba, muy, pero muy alto, en alguna parte de la impenetrable oscuridad en la que estaba envuelto el precipicio de estantes, se seguía escribiendo una vida.

Se miraron con los ojos como platos. Y finalmente, Ysabell dijo:

—Hemos pasado delante de una escalera. Está allá atrás. Tiene ruedas.

Las ruedecillas chirriaron cuando Mort empujó la escalera. El extremo superior también se movía, como fijado a otro par de ruedas, allá arriba, en la oscuridad.

—Muy bien —dijo Mort—, dame la vela que…

—Si la vela tiene que subir, pues yo subiré con ella —anunció Ysabell con firmeza—. Tú te quedas aquí abajo y mueves la escalera cuando yo te diga. Y no me discutas.

—Allá arriba podría haber algún peligro —dijo Mort, galante.

—Y aquí abajo también —señaló Ysabell—. Así que me subiré a la escalera y me llevaré la vela, gracias.

Puso el pie en el primer peldaño y, al cabo de poco, se convirtió en una sombra con volantitos perfilada por un halo de luz de vela que no tardó en reducirse.

Mort aguantó la escalera y trató de no pensar en todas las vidas que se cernían sobre él. De vez en cuando, un meteoro de cera caliente caía con un ruido sordo en el suelo, junto a él, levantando un cráter en el polvo. Ysabell era ya un leve fulgor allá en lo alto y notó las vibraciones de cada pisada que bajaban por la escalera.

La muchacha se detuvo. Le pareció que durante un largo rato.

Después, su voz bajó flotando, amortiguada por el peso del silencio que los rodeaba.

—Mort, lo he encontrado.

—Bien. Bájalo.

—Mort, tenías razón.

—De acuerdo, gracias. Bájalo de una vez.

—Sí, Mort, pero ¿cuál?

—No pierdas el tiempo, la vela no te durará mucho más.

—¡Mort!

—¿Qué?

—¡Mort, hay un estante entero!

* * *

El amanecer ya estaba ahí, esa cúspide del día que no pertenecía a nadie salvo a las gaviotas del puerto de Morpork, la marea que subía hacia el río, y un cálido viento de dentro que añadía un perfume a primavera al complejo olor de la ciudad.

La Muerte estaba sentada en un noray, mirando el mar. Había decidido dejar de estar borracha. Le daba dolor de cabeza.

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