Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

—Significa que deberías estar muerta —dijo—, según marca el destino o como se llame. La verdad es que no he estudiado la parte teórica.

—¿Y deberías haberme matado tú?

—¡No! Quiero decir, yo no, el asesino. Ya he tratado de explicártelo.

—¿Por qué no se lo permitiste?

Mort la miró horrorizado.

—¿Querías morirte?

—Por supuesto que no. Pero tengo la impresión de que lo que la gente quiere no tiene nada que ver, ¿no? Intento ser sensata con todo esto.

Mort clavó la mirada en sus rodillas. Luego se puso en pie.

—Será mejor que me marche —dijo fríamente.

Desmontó la guadaña y la metió en su vaina, detrás de la silla. Después miró la ventana.

—Entraste por ahí —le dijo Keli con ánimo colaborador—. Oye, cuando te dije…

—¿Se abre?

—No. Hay un balcón al otro lado del pasillo. ¡Pero te van a ver!

Mort hizo caso omiso de la princesa, abrió la puerta y condujo a Binky hasta el pasillo. Keli corrió tras ellos. Una doncella se detuvo, hizo una reverencia y frunció ligeramente el ceño al tiempo que su cerebro borraba sabiamente la visión de un enorme caballo que caminaba por la alfombra.

El balcón daba a uno de los patios interiores. Mort echó una mirada por encima del parapeto y montó.

—Cuidado con el duque —le dijo—. Él está tras todo esto.

—Mi padre siempre me previno contra él —replicó la princesa—. Tengo un probador de comidas.

—Deberías conseguirte también un guardaespaldas —le sugirió Mort—. He de irme. Me aguardan cosas importantes. —Y con un tono que esperaba que estuviese cargado de orgullo herido, añadió—: Adiós.

—¿Volveré a verte? —preguntó Keli—. Hay tantas cosas que quiero…

—Si te lo piensas, quizá no sea buena idea —dijo Mort, altanero.

Chasqueó la lengua y Binky saltó en el aire por encima del parapeto y salió a medio galope por el cielo azul de la mañana.

—¡Quería darte las gracias! —le gritó Keli.

La doncella, que no podía quitarse la sensación de que algo no funcionaba, la había seguido para decirle:

—¿Estáis bien, mi señora?

Keli la miró distraídamente.

—¿Cómo?

—Me preguntaba si… si todo está bien.

Keli dejó caer los hombros.

—No —repuso—. Todo está mal. Hay un asesino muerto en mis aposentos. ¿Podrías encargarte de que se hiciera algo al respecto? Y… —añadió levantando una mano— no quiero que me digas «¿Muerto, mi señora?», ni «¿Un asesino, mi señora?», ni que grites ni nada por el estilo. Simplemente quiero que te encargues de que lo arreglen. Sin hacer ruido. Creo que tengo jaqueca. De manera que limítate a asentir con la cabeza.

La doncella asintió, se movió insegura y salió.

* * *

Mort no estaba seguro de cómo había regresado. El cielo simplemente cambió de azul hielo a un gris encapotado mientras Binky recorría la abertura entre las dimensiones. No aterrizó en la tierra negra de la finca de la Muerte, sino que la finca estaba allí, debajo de sus pies, como si un portaaviones hubiera maniobrado suavemente hasta colocarse debajo del avión para ahorrarle al piloto la molestia de aterrizar.

El caballo entró al trote en el patio del establo y se detuvo delante de las puertas dobles, meneando la cola. Mort bajó de la montura y corrió hacia la casa.

Se detuvo, volvió sobre sus pasos a la carrera, llenó el pesebre y corrió hacia la casa; se detuvo, masculló entre dientes, regresó a la carrera, cepilló al caballo y comprobó si tenía agua, salió corriendo otra vez hacia la casa, volvió otra vez sobre sus pasos, sacó la manta del caballo de su gancho en la pared y se la colocó. Binky le dio una hocicada muy digna.

Cuando Mort entró por la puerta trasera, tuvo la impresión de que no había nadie en casa y se dirigió a la biblioteca, donde, incluso a esa hora de la noche, el aire parecía hecho de polvo seco y caliente. Se le hizo eterno el tiempo que tardó en localizar la biografía de la princesa Keli, pero al final dio con ella. Era un volumen de una delgadez deprimente, y estaba en un estante al que sólo se podía acceder trepando a la escalera de la biblioteca, una estructura desvencijada montada sobre ruedas, con un fuerte parecido a una antigua maquinaria de asedio.

Con dedos temblorosos, lo abrió por la última página y lanzó un gemido.

«La princesa fue asesinada a los quince años —leyó—, después de lo cual se produjo la unión de Sto Lat con Sto Helit e indirectamente, la caída de los estados ciudadanos de la llanura central y el surgimiento de…»

Siguió leyendo sin poder parar. De vez en cuando lanzaba algún que otro gemido.

Cuando hubo terminado, devolvió el libro a su sitio, vaciló y luego lo metió detrás de unos cuantos volúmenes. Cuando bajó la escalera siguió notándolo allá arriba, mientras proclamaba a gritos a todo el mundo su existencia incriminadora.

En el Disco eran pocas las embarcaciones que se internaban en el océano. A ningún capitán le gustaba perder de vista la costa. Constituía un hecho lamentable el que los barcos que a la distancia daban la impresión de estar cayéndose por el borde del mundo, no estuviesen en realidad desapareciendo en el horizonte, sino cayéndose por el borde del mundo.

Una vez cada generación, más o menos, unos cuantos exploradores entusiastas ponían en duda este aspecto y emprendían viaje para probar lo contrario. Por extraño que pareciera, ninguno había regresado nunca para anunciar el resultado de sus investigaciones.

Por tanto, para Mort, la siguiente analogía habría carecido absolutamente de sentido.

Se sintió como si hubiera naufragado en el Titanic y lo hubiesen rescatado justo a tiempo. En el Lusitania.

Se sintió como si hubiera lanzado una bola de nieve sin pensarlo y se hubiera quedado mirando como la avalancha provocada se tragaba tres estaciones de esquí.

Sintió que a su alrededor se desenmarañaba la historia.

Sintió la necesidad de hablar con alguien, y deprisa.

Eso significaba que debía dirigirse o bien a Albert o bien a Ysabell, porque, la idea de explicárselo todo a aquellas dos puntitas de alfiler azules se le hacía insoportable después de una larga noche. En las raras ocasiones en que Ysabell se dignaba mirar en su dirección, dejaba bien claro que la única diferencia entre Mort y un sapo muerto era el color. En cuanto a Albert…

De acuerdo, no sería el confidente perfecto, pero sin duda el mejor si la elección posible era él o él.

Mort bajó sigilosamente la escalera y volvió sobre sus pasos entre las estanterías. Tampoco sería mala idea si dormía un poco.

Entonces oyó un jadeo, el breve golpeteo de unos pies al correr y un portazo. Cuando espió desde detrás de la estantería más cercana sólo vio un taburete con unos cuantos libros encima. Levantó uno, le echó un vistazo al nombre y luego releyó unas cuantas páginas. Junto a él encontró un pañuelo de encaje húmedo.

* * *

Mort se levantó tarde y se dirigió a toda prisa a la cocina, esperando oír en cualquier momento los tonos profundos de la desaprobación. Nada ocurrió.

Albert se encontraba delante del fregadero de piedra, mirando pensativo la sartén de las patatas fritas, y preguntándose quizá si había llegado la hora de cambiar el aceite o si debía esperar un año más. Se volvió justo en el momento en que Mort ocupaba una silla.

—Ha sido una noche ocupada —le dijo—. Te oí corretear por toda la casa. Puedo hacerte un huevo. Si no, hay gachas.

—Prefiero el huevo, gracias —dijo Mort.

Nunca había logrado reunir el valor suficiente para probar las gachas de Albert, que tenían una vida propia en las profundidades de su cacerola y se comían las cucharas.

—El ama quiere verte después —le anunció Albert—, pero me ha dicho que no había prisa.

—Ah —repuso Mort y clavó la vista en la mesa—. ¿Te ha dicho algo más?

—Me ha dicho que hacía mil años que no tenía una tarde libre. Canturreaba. No me gusta. Nunca la había visto así.

—Ah. —Mort dio el paso decisivo—: Albert, ¿llevas mucho tiempo aquí?

Albert lo miró por encima del borde de las gafas.

—Es posible —repuso—. Cuesta mucho seguirle la pista al tiempo exterior, muchacho. Vine aquí inmediatamente después de la muerte del viejo rey.

—¿Qué rey, Albert?

—Artorollo creo que se llamaba. Un hombre bajito y rechoncho. De voz chillona. Sólo lo vi una vez.

—¿Dónde fue eso?

—En Ankh, por supuesto.

—¿Cómo? ¡Ya no hay reyes en Ankh-Morpork, todo el mundo lo sabe!

—Ya te he dicho que fue hace mucho tiempo —le recordó Albert.

Se sirvió una taza de té de la tetera personal de la Muerte y se sentó con una mirada soñadora en los ojos legañosos. Mort esperó expectante.

—En aquellos tiempos había reyes, verdaderos reyes, no cómo los de ahora. Había monarcas —continuó Albert, vertiendo un poco de té en el plato para abanicarlo remilgadamente con la punta de la bufanda—. Eran sabios y justos, bueno, bastante sabios. Y no se lo pensaban dos veces para mandar que te cortaran la cabeza —añadió con tono aprobador—. Y todas las reinas eran altas y pálidas y llevaban unas cosas como sombreros en la cabeza…

—¿Pasamontañas? —preguntó Mort.

—Sí, eso, y las princesas eran hermosas como largo es el día y tan nobles que… que notaban un sedante a través de doce colchones…

—¿Qué?

Albert titubeó y luego repuso:

—O algo parecido. Y había bailes y torneos y ejecuciones. Qué tiempos aquéllos.

Sonrió soñador ante tantos recuerdos.

—No como ahora —sentenció saliendo de su ensueño con poca gracia.

—¿Tienes otros nombres, Albert? —le preguntó Mort.

Pero el breve hechizo se había roto y el anciano no iba a dejarse arrastrar otra vez.

—Ah, ya entiendo —le espetó—. Quieres mi nombre completo para poder ir a la biblioteca a leer qué pone mi libro, ¿no? Eres un fisgón. Te conozco, te pasas las horas metido en la biblioteca, leyendo las vidas de las jovencitas…

Los heraldos de la culpa debieron de agitar sus relucientes trompetas en el fondo de los ojos de Mort porque Albert lanzó una risita aguda y lo azuzó con un dedo huesudo.

—Al menos podrías volver a ponerlos donde los has encontrado —le dijo—, y no dejar pilas y pilas por ahí dando vueltas para que el viejo Albert los guarde. De todos modos, está mal hecho lo de fisgonear en esas cosas muertas. Seguro que te dejarán ciego.

—Pero yo sólo… —comenzó a decir Mort y al recordar el pañuelo de encaje húmedo que llevaba en el bolsillo, se calló.

Dejó a Albert gruñendo por lo bajo mientras lavaba los platos y se fue a la biblioteca. De las altas ventanas caía como lanzas la luz del sol, que desteñía levemente las cubiertas de los pacientes y antiguos volúmenes. De vez en cuando, una mota de polvo atravesaba la luz al flotar a través de los haces dorados y brillaba como una supernova en miniatura.

Mort sabía que si prestaba atención oiría el roce como de patas de insecto que hacían los libros al escribirse.

En otros tiempos, Mort lo habría considerado horripilante. Pero entonces lo encontraba… tranquilizador. Venía a demostrar que el universo funcionaba sin contratiempos. Su conciencia, que había esperado precisamente ese momento, le recordó regodeándose que de acuerdo, quizá funcionara sin contratiempos, pero estaba claro que no se dirigía en la dirección adecuada.

Se abrió paso entre el laberinto de estantes hasta llegar a la misteriosa pila de libros, y descubrió que ya no estaba. Albert había estado en la cocina, y Mort no había visto que la Muerte entrara en la biblioteca. ¿Qué estaría Ysabell buscando, entonces?

Levantó la cabeza y contempló el precipicio de estantes que tenía encima de él, y se le hizo un nudo en el estómago cuando pensó en lo que estaba empezando a ocurrir…

No tenía escapatoria. Debía contárselo a alguien.

* * *

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