Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

Entretanto, para Keli la vida también se había vuelto difícil.

Esto se debía a que la causalidad poseía una inercia impresionante. El empellón que, impulsado por la rabia, la desesperación y el amor incipiente, había dado Mort en el sitio equivocado, la había desviado hacia un nuevo sendero, pero nadie se había percatado aún. Había pateado al dinosaurio en la cola, pero pasaría todavía algún tiempo antes de que el otro extremo se diera cuenta y soltara un ay.

Francamente, el universo sabía que Keli estaba muerta y, por tanto, se sintió un tanto sorprendido al descubrir que no había dejado de caminar y de respirar.

Lo dejó entrever con pequeños indicios. Los cortesanos que por la mañana habían lanzado miradas furtivas a la princesa Keli habrían sido incapaces de decir por qué al verla se habían sentido extrañamente incómodos. Para incomodidad de ellos y fastidio de ella, descubrieron que hacían caso omiso de la princesa, o hablaban en susurros.

El Chambelán descubrió que había dado instrucciones para que se izara a media asta el estandarte real, pero por mucho que lo intentara habría sido incapaz de explicar por qué. Después de haber encargado mil metros de tela negra sin motivo aparente, lo condujeron gentilmente a la cama con una ligera enfermedad nerviosa.

La horrible sensación irreal no tardó en propagarse por todo el castillo. El cochero jefe mandó sacar y pulir el catafalco estatal, luego se quedó parado en medio del patio del establo y se echó a llorar sobre la gamuza porque no lograba recordar el motivo. Los sirvientes caminaban sin hacer ruido por los pasillos. El cocinero tuvo que luchar denodadamente para vencer la necesidad de preparar banquetes sencillos con carne fría. Los perros aullaban y después callaban sintiéndose más bien tontos. Los dos garañones negros que tradicionalmente tiraban del cortejo fúnebre de Sto Lat se tornaron ingobernables en sus establos y casi mataron a coces a un mozo de cuadras.

En su castillo de Sto Helit, el duque esperó en vano la llegada del mensajero que, de hecho, había partido, pero que se había detenido en mitad de la calle, incapaz de recordar qué estaba haciendo.

Mientras todo esto ocurría, Keli se paseaba como un fantasma sólido y cada vez más irritado.

A la hora del almuerzo, las cosas llegaron al colmo. La princesa entró majestuosa en el gran salón y vio que no habían colocado plato ni cubiertos delante del sillón real. Hablando clara y firmemente al mayordomo, logró que lo remediasen, pero después, las bandejas pasaban delante de ella sin detenerse para que ella pudiera pescar algo con el tenedor. Contempló con sombría incredulidad cómo traían el vino y servían primero al Lord de Retretes.

Aquello era una falta absoluta de protocolo, pero sacó un pie y le puso una zancadilla al camarero encargado de los vinos. El hombre tropezó, masculló algo entre dientes y se quedó mirando las baldosas.

Keli se inclinó hacia el otro lado y le gritó al oído al Alabardero de la Despensa:

—¿Puedes verme, hombre? ¿Por qué nos vemos obligados a comer cerdo y jamón fríos?

El hombre interrumpió la conversación susurrada que mantenía con la Señora del Cuartito Hexagonal de la Torre Norte, le lanzó una larga mirada en la que la sorpresa dio paso a una especie de asombro desenfocado y respondió:

—Vaya, es cierto…, yo…, esto…

—Su alteza —le sugirió Keli.

—Sí…, pero…, su alteza —balbuceó. Se produjo una pesada pausa.

Luego, como si hubieran vuelto a conectarlo, le volvió la espalda y siguió conversando.

Keli se quedó sentada, blanca de rabia y sorpresa, luego echó hacia atrás la silla y salió como una tromba hacia sus aposentos. Un par de sirvientes que compartían un revolcón en el pasillo fueron empujados de lado por algo que no lograron ver bien.

Keli entró corriendo en sus aposentos y tiró con fuerza de la cuerda que debería haber hecho que la doncella de servicio entrara a la carrera desde la sala de espera, al final del pasillo. Durante un rato no ocurrió nada, y luego, la puerta se abrió despacio y una cara espió en dirección de la princesa.

Esta vez Keli reconoció la expresión y estaba preparada. Aferró a la doncella por los hombros, la arrastró hasta la habitación y cerró de un portazo. Al comprobar que la mujer asustada miraba en todas direcciones menos hacia donde ella estaba, levantó la mano y le dio un bofetón en la mejilla.

—¿Has sentido eso? ¿Lo has sentido? —chilló.

—Pero…, es que os… —sollozó la doncella retrocediendo hasta que fue a tropezar con la cama y se sentó pesadamente.

—¡Mírame! ¡Mírame cuando te hablo! —aulló Keli avanzando hacia ella—. Puedes verme, ¿no? ¡Dime que me ves o te haré ejecutar!

La doncella la miró fijamente a los ojos aterrados.

—Puedo veros —dijo—, pero…

—Pero ¿qué? Pero ¿qué?

—Sin duda estaréis…, he oído decir que…, creía que…

—¿Qué es lo que creías? —le espetó Keli.

Ya no gritaba. Las palabras salieron como latigazos al rojo vivo.

La doncella se acurrucó y se echó a llorar. Keli golpeteó el suelo con el pie durante un momento y después sacudió suavemente a la mujer.

—¿Hay un hechicero en la ciudad? —le preguntó—. Mírame, que me mires te digo. Hay un hechicero, ¿verdad? ¡Vosotras, las muchachas, os pasáis la vida yendo a ver a los hechiceros para contarles vuestras cosas! ¿Dónde vive?

La mujer la miró con el rostro empapado en lágrimas, luchando contra todos los instintos que le indicaban que la princesa no existía.

—Esto…, un hechicero…, sí… Buencorte, está en la calle del Muro…

Los labios de Keli se comprimieron en una leve sonrisa. Se preguntó dónde guardarían sus capas, pero la fría lógica le dijo que iba a resultarle infinitamente más fácil buscarlas ella misma que lograr que la doncella reconociera su presencia. Mientras esperaba, observó de cerca a la mujer que dejaba de sollozar, miró a su alrededor, presa de una vaga perplejidad, y salió a toda prisa de sus aposentos.

Ya me ha olvidado, pensó. Se miró las manos. Parecían sólidas.

Tenía que ser obra de la magia.

Vagó por el vestidor y abrió unos cuantos armarios hasta que encontró una capa negra con capucha. Se la puso, salió a la carrera al pasillo y bajó por la escalera de servicio.

No había estado en esa parte del castillo desde que era una niña. Aquél era el mundo de los armarios de ropa blanca, suelos desnudos y montaplatos. Olía ligeramente a migas añejas.

Keli avanzaba como un espectro prosaico. Tenía conciencia de la existencia de las dependencias de servicio, claro está, del mismo modo que la gente es consciente de la existencia de los desagües y las cloacas, y estaba preparada para admitir que aunque todos los sirvientes eran muy parecidos, debían de tener, sin duda, características por las que sus seres queridos pudieran identificarlos. Pero no estaba preparada para espectáculos como el que le ofreció Moghedron, el encargado de la bodega, al que ella había visto siempre como una presencia majestuosa, moviéndose como un galeón con las velas desplegadas, sentado en su despensa con la chaqueta desabrochada y fumando en pipa.

Dos doncellas pasaron corriendo y riendo a su lado sin dignarse echarle un solo vistazo. Keli siguió su camino, consciente de que en cierto modo era una intrusa en su propio castillo.

Se dio cuenta de que eso se debía a que en realidad aquel castillo no le pertenecía. El mundo ruidoso que la rodeaba, con sus lavanderías humeantes y sus frescas despensas, era un mundo aparte. Ella no podía poseerlo. Quizá él la poseyera a ella.

Se sirvió un muslo de pollo de una mesa de la cocina más grande, una caverna tapizada con tantos cacharros que, a la luz de sus fuegos, parecía un arsenal para tortugas, y sintió la emoción del hurto. ¡Un hurto! ¡En su propio reino! El cocinero miró a través de ella, con los ojos vidriosos como jamón glaseado.

Keli cruzó a la carrera los patios del establo, salió por el portón trasero, y dejó atrás a dos centinelas cuyas miradas severas no lograron verla.

Fuera, en la calle, todo le resultó menos fantasmal, pero siguió sintiéndose extrañamente desnuda. Le resultaba desconcertante encontrarse entre personas que se ocupaban de sus asuntos sin molestarse en mirarla cuando hasta ese momento, en su experiencia, todo el mundo había girado siempre a su alrededor. Los peatones tropezaban con ella y se alejaban, preguntándose por un instante con qué habrían chocado, y en varias ocasiones tuvo que esquivar varias carretas.

El muslo de pollo no había bastado para llenarle el hueco dejado por la falta de almuerzo, por lo tanto robó unas manzanas de un puesto, y se dijo que debería ordenar al chambelán que averiguase cuánto costaban las manzanas para enviarle el dinero al dueño del tenderete.

Despeinada, un poco sucia y con un ligero olor a estiércol de caballo, llegó por fin ante la puerta de Buencorte. Tuvo problemas con el llamador. En su experiencia, las puertas se abrían siempre a su paso; había personas especiales que se encargaban de ello.

Tan turbada estaba que ni siquiera se dio cuenta de que el llamador le había guiñado el ojo.

Llamó otra vez, y creyó oír un estampido lejano. Al cabo de un rato la puerta se abrió unos cuantos centímetros y atisbo una cara redonda y sonrojada, rematada por cabello ondulado. Su pie derecho la sorprendió al decidir inteligentemente meterse entre la puerta y el marco.

—Exijo ver al hechicero —anunció—. Ruego que me dejes entrar ahora mismo.

—En estos momentos está ocupado —replicó la cara—. ¿Buscabas una pócima del amor?

—¿Una qué?

—Tengo… tenemos un ungüento especial, el Escudo de la Pasión de Buencorte —le informó la cara con un guiño sorprendente—. Asegura una buena temporada pero sin cosecha, ya sabes a qué me refiero.

Keli se contuvo y mintió con toda frialdad:

—No, no sé a qué te refieres.

—¿Friegas para carneros? ¿Espantadoncellas? ¿Colirio de belladona?

—Exijo…

—Lo siento, ya hemos cerrado —dijo la cara, y cerró la puerta.

Keli retiró el pie justo a tiempo.

Masculló unas cuantas palabras que habrían asombrado y escandalizado a sus tutores, y golpeó la puerta con los puños.

El repiqueteo de sus golpes aminoró de repente cuando advirtió lo que había ocurrido.

¡La había visto! ¡La había oído!

Aporreó la puerta con renovado vigor, gritando con toda la fuerza de sus pulmones.

—No dará refultado —le dijo una voz al oído—. Ef muy tozudo.

Se volvió despacio para encontrarse con la mirada impertinente del llamador. Meneaba las cejas metálicas y le hablaba de un modo no demasiado claro, por culpa del aro de hierro forjado.

—Soy la princesa Keli, heredera del trono de Sto Lat —dijo con arrogancia y tratando de contener el miedo—. Y no hablo con adornos de puertas.

—Eftupendo, como no foy máf que un llamador, yo hablo con quien me place —dijo la gárgola toda amabilidad—. Y te diré que mi amo ha tenido un día agotador y no quiere que fe lo molefte. Pero fi utilizaraf la palabra mágica —añadió—, quizá facaríaf algo. Fiempre que la utilice una mujer atractiva, funciona nueve de cada ocho vecef.

—¿La palabra mágica? ¿Qué palabra mágica?

El llamador lanzó una sonrisa burlona y respondió:

—¿Ef que no le han enfeñado nada a la feñorita?

Keli se irguió cuan alta era, aunque podría haberse ahorrado el esfuerzo, dado que el resultado no valía la pena. Sentía que también había tenido un día agotador. Su padre había ejecutado personalmente a cien enemigos en el campo de batalla. Por lo tanto, ella debería ser capaz de vérselas con un llamador.

—Me han educado algunas de las personas más eruditas de la comarca —le informó con gélida precisión.

El llamador no pareció impresionarse.

—Fi no te han enfeñado la palabra mágica —le dijo con toda calma—, no me parece a mí que hayan fido tan eruditof.

Keli tendió la mano, aferró el pesado aro y lo golpeó con fuerza contra la puerta. El llamador soltó una risita burlona.

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