Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

La princesa miró hacia Mort y entrecerró los ojos. Él tendió la mano y vio como traspasaba la de ella.

—SÍGUENOS, MUCHACHO. NADA DE TONTERÍAS.

Mort notó que la mano de la Muerte le aferraba el hombro de un modo nada hostil. Se alejó a regañadientes, y fue tras ella y el rey.

Salieron atravesando los muros. Había recorrido la mitad de la distancia que los separaba cuando cayó en la cuenta de que eso de atravesar paredes era imposible.

La lógica suicida de aquello casi lo mata. Sintió el frío de la piedra alrededor de las piernas antes de que una voz le dijera al oído:

—MÍRALO DE ESTE MODO. EL MURO NO PUEDE ESTAR AHÍ. DE LO CONTRARIO, TÚ NO ESTARÍAS ATRAVESÁNDOLO. ¿NO ES ASÍ, MUCHACHO?

—Mort —aclaró Mort.

—¿CÓMO?

—Me llamo Mort. O Mortimer —respondió Mort, enfadado, y avanzó. El frío quedó a su espalda.

—YA ESTÁ. NO HA SIDO TAN DIFÍCIL, ¿VERDAD?

Mort miró hacia ambos extremos del pasillo y luego le dio una palmada al muro. Debía de haberlo atravesado, pero la palmada le indicaba que era bastante sólido. Unas partículas de mica lo miraron con todo su brillo.

—¿Cómo lo hace? —preguntó—. ¿Cómo lo hago yo? ¿Es magia?

—ESO ES PRECISAMENTE LO QUE NO ES, MUCHACHO. CUANDO PUEDAS HACERLO TÚ SOLO, YA NO TENDRÉ NADA MÁS QUE ENSEÑARTE.

El rey, que ya estaba considerablemente más difuso, dijo:

—Debo reconocer que es impresionante. Por cierto, creo que me estoy esfumando.

—ES A CAUSA DEL CAMPO MORFOGENÉTICO, SE ESTÁ DEBILITANDO —le explicó la Muerte.

—Conque es eso, ¿eh? —La voz del rey era apenas un suspiro.

—LES OCURRE A TODOS. TRATAD DE DISFRUTARLO.

—¿Cómo? —La voz no era más que una forma en el aire.

—ACTUAD CON NATURALIDAD.

En ese momento, el rey se desplomó y fue empequeñeciendo cada vez más en el aire al tiempo que el campo se concentró hasta quedar reducido a un brillante puntito. Ocurrió tan deprisa que Mort estuvo a punto de perdérselo. De fantasma a mota en medio segundo con un leve suspiro.

La Muerte atrapó delicadamente la brillante cosita y la guardó en alguna parte, debajo de su túnica.

—¿Qué le ha ocurrido? —inquirió Mort.

—SÓLO ÉL LO SABE —respondió la Muerte—. VEN.

—Mi abuela dice que morirse es como quedarse dormido —añadió Mort con un atisbo de esperanza.

—NO SABRÍA DECIRTE. NUNCA HE HECHO NINGUNA DE LAS DOS COSAS.

Mort echó una última mirada al pasillo. Habían abierto de par en par las enormes puertas para que saliera la corte. Dos mujeres entradas en años procuraban consolar a la princesa, pero la muchacha avanzaba delante de ellas a paso veloz, de modo que las señoras la seguían a saltos, como dos globos nerviosos. Desaparecieron al final de otro pasillo.

—TODA UNA REINA YA —dijo la Muerte con tono de aprobación.

A la Muerte le gustaban las cosas con clase.

Llegaron al tejado sin decirse nada más.

—TRATASTE DE AVISARLE —dijo quitándole el morral a Binky.

—Sí, señora. Lo siento.

—NO PUEDES INTERFERIR CON EL DESTINO. ¿QUIÉN ERES TÚ PARA JUZGAR QUIÉN HA DE VIVIR Y QUIÉN HA DE MORIR?

La Muerte estudió atentamente la expresión de Mort.

—SÓLO LOS DIOSES PUEDEN HACERLO —añadió—. JUGAR CON EL DESTINO DE UN SOLO INDIVIDUO PODRÍA DESTRUIR EL MUNDO ENTERO. ¿LO COMPRENDES?

Mort asintió, desalentado.

—¿Me enviará usted a mi casa? —inquirió.

La Muerte tendió las manos y lo subió al caballo.

—¿POR MOSTRAR COMPASIÓN? NO. TAL VEZ LO HABRÍA HECHO SI HUBIERAS MOSTRADO PLACER. PERO HAS DE APRENDER LA COMPASIÓN ADECUADA A TU OFICIO.

—¿Cuál es?

—UN BUEN FILO.

* * *

Pasaron los días, aunque Mort no estaba seguro de cuántos. El sol mortecino del mundo de la Muerte recorre regularmente el cielo, pero las visitas al espacio mortal no parecían seguir un sistema determinado. Además, la Muerte no sólo visitaba a reyes y batallas importantes; gran parte de las visitas personales eran a personas bastante corrientes.

Las comidas las servía Albert, que sonreía mucho para sí y no decía gran cosa. Ysabell se pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación, o cabalgaba en su pony por los páramos negros que había encima de la cabaña. Verla con el cabello al viento habría resultado más impresionante si el pony hubiera sido más grande, o si ella hubiera sido mejor amazona, o si su cabellera hubiera sido de las que flotan naturalmente al viento. Hay cabelleras que tienen esa cualidad y otras que no la tienen. La de ella no la tenía.

Cuando no estaba fuera en eso que la Muerte llamaba DE SERVICIO, Mort ayudaba a Albert, o se buscaba trabajos en el huerto o el establo, o echaba un vistazo a los libros de la nutrida biblioteca de la Muerte, los leía a la velocidad y con la avidez típica de los que descubren por primera vez la magia de la palabra escrita.

La mayoría de los libros de la biblioteca eran biografías, claro.

Tenían un aspecto inusual. Se escribían a sí mismos. Evidentemente, las personas que ya habían muerto llenaban sus libros de la primera a la última página, y las que aún no habían nacido tenían que conformarse con las páginas en blanco. Los que se encontraban a mitad de camino… Mort les seguía la pista y marcaba el lugar, contaba las líneas extra, y calculaba que a ciertos libros se les iban añadiendo de cuatro a cinco párrafos diarios. No reconocía la letra.

Hasta que finalmente se armó de valor.

—¿UNA QUÉ? —dijo la Muerte llena de asombro, mientras estaba sentada tras su ornamentado escritorio y jugueteaba con el cortapapeles en forma de guadaña.

—Una tarde libre —repitió Mort.

De repente, la habitación se tornó opresivamente enorme, y él se encontraba muy expuesto en el centro de una alfombra del tamaño de un campo.

—PERO ¿POR QUÉ? —preguntó la Muerte—. NO PUEDE SER PARA IR AL ENTIERRO DE TU ABUELA —añadió—. PORQUE YO ESTARÍA ENTERADA.

—No sé, quiero salir y conocer gente —dijo Mort tratando de no pestañear ante aquella mirada azul e implacable.

—PERO SI CONOCES GENTE TODOS LOS DÍAS —protestó la Muerte.

—Ya lo sé, pero no es por mucho tiempo —adujo Mort—. Y me gustaría conocer a alguien con una esperanza de vida de más de dos minutos.

La Muerte tamborileó con los dedos sobre el escritorio produciendo un sonido muy similar al de un ratón bailando zapateado, y observó a Mort durante unos segundos más. Notó que el muchacho parecía menos flacucho de lo que lo recordaba, mantenía una postura erguida, y dicho despiadadamente, era capaz de utilizar una expresión como «esperanza de vida». La culpa la tenía la biblioteca.

—ESTÁ BIEN —aceptó a regañadientes—. PERO YO CREO QUE AQUÍ TIENES CUANTO NECESITAS. TUS OBLIGACIONES NO SE TE HARÁN PESADAS, ¿VERDAD?

—No, señora.

—ADEMÁS TIENES BUENA COMIDA, UNA CAMA CALIENTE, DIVERSIONES Y GENTE DE TU MISMA EDAD.

—¿Cómo ha dicho, señora? —inquirió Mort.

—MI HIJA —replicó la Muerte—. SUPONGO QUE YA LA HAS CONOCIDO.

—Ah, sí. Sí, señora.

—CUANDO LLEGAS A CONOCERLA BIEN TIENE UNA PERSONALIDAD MUY CÁLIDA.

—No lo dudo, señora.

—NO OBSTANTE, ¿DESEAS TENER UNA TARDE LIBRE? —La Muerte lanzó las palabras con un deje de disgusto.

—Sí, señora. Si a usted no le importa.

—PUES MUY BIEN. HECHO. TIENES HASTA LA PUESTA DE SOL.

La Muerte abrió su enorme libro mayor, cogió una pluma y se puso a escribir. De vez en cuando, tendía la mano y pasaba las cuentas de un ábaco.

Al cabo de un minuto levantó la vista.

—SIGUES AHÍ —dijo—. PERDIENDO TU TIEMPO LIBRE —añadió con acritud.

—Esto… señora —vaciló Mort—, ¿la gente podrá verme?

—IMAGINO QUE SÍ, ESTOY SEGURA —respondió la Muerte—. ¿HAY ALGO MÁS EN LO QUE PUEDA SERVIRTE ANTES DE QUE PARTAS PARA ESA ORGÍA?

—Pues verá, señora, ya que lo menciona, sí. No sé cómo llegar al mundo mortal, señora —dijo Mort, desesperado.

La Muerte lanzó un sonoro suspiro y abrió un cajón de su escritorio.

—PUES CAMINANDO.

Mort asintió lleno de tristeza y empezó a recorrer el largo camino que lo separaba de la puerta del estudio. Cuando se disponía a abrirla, la Muerte tosió.

—¡MUCHACHO! —le gritó, y le lanzó algo desde el otro extremo de la habitación.

Mort lo aferró automáticamente al tiempo que la puerta se abría con un crujido.

El portal desapareció. La mullida alfombra que tenía bajo los pies se transformó en enlodados adoquines. Sobre él caía la luz del día como si fuera mercurio.

—Mort —aclaró Mort al universo en general.

—¿Cómo? —preguntó el dueño de un puesto callejero que había junto a él.

Mort miró a su alrededor. Se encontraba en un mercado atestado de gente y animales. Allí se vendía de todo, desde agujas hasta (gracias a la mediación de unos cuantos profetas itinerantes) visiones de salvación. Resultaba imposible mantener una conversación por debajo del nivel acústico de los gritos.

Mort le dio unas palmaditas en la región lumbar al propietario del puesto.

—¿Puedes verme? —exigió saber.

El propietario del puesto le lanzó una mirada crítica.

—Creo que sí —repuso—, o al menos veo a alguien muy parecido a ti.

—Gracias —dijo Mort inmensamente aliviado.

—De nada. Cada día veo montones de personas sin cobrarles nada. ¿Quieres comprar cordones para las botas?

—No, creo que no —repuso Mort—. ¿Qué lugar es éste?

—¿No lo sabes?

Un par de personas que se encontraban en el puesto contiguo observaban a Mort con aire pensativo. La cabeza le trabajaba a toda velocidad.

—Es que mi amo viaja mucho —dijo con convicción—. Anoche, cuando llegamos, yo iba dormido en el carro. Y ahora tengo la tarde libre.

—Ah —dijo el propietario del puesto. Se inclinó hacia adelante con aire de complicidad y añadió—: Buscas pasártelo bien, ¿eh? Podría recomendarte algo.

—La verdad, disfrutaría mucho si supiera dónde estoy —admitió Mort.

El hombre se quedó estupefacto.

—Estamos en Ankh-Morpork —dijo—. Es algo que salta a la vista. Y al olfato.

Mort husmeó. El aire de la ciudad tenía un no sé qué. Daba la sensación de que era un aire que había visto mundo. Resultaba imposible dejar de notar a cada inspiración que había miles de personas cerca, y que todas tenían sobacos.

El propietario del puesto contempló a Mort con ojo crítico; notó su rostro pálido, su ropa de buen corte y su extraña presencia, como un efecto de resorte de hélice.

—Mira, voy a hablarte sinceramente —le dijo—, puedo indicarte cómo llegar a un gran prostíbulo.

—Ya he almorzado —replicó Mort vagamente—. Pero podrías decirme si estamos cerca de un lugar que se llama Sto Lat, si mal no recuerdo.

—Pues está a unos treinta kilómetros en dirección al Eje, pero allí no hay nada para un joven de tu clase —se apresuró a informarle el mercader—. Ya sé cómo son estas cosas, has salido solo en busca de nuevas experiencias, de emociones, de romances…

Entretanto, Mort había abierto la bolsa que la Muerte le había entregado. Estaba llena de moneditas de oro, grandes como cequíes.

En su mente volvió a formarse la imagen de un rostro joven y pálido enmarcado por una cabellera pelirroja y que, de algún modo, sabía que él se encontraba allí. Los sentimientos dispersos que lo habían atormentado durante los últimos días se concentraron de repente en un punto.

—Quiero un caballo muy veloz —dijo con firmeza.

* * *

Cinco minutos más tarde, Mort estaba perdido.

Aquella parte de Ankh-Morpork era conocida como Las Tinieblas; se trataba de una zona de la ciudad terriblemente necesitada de la ayuda gubernamental o bien, a ser posible, de un lanzallamas. No se la podía calificar de sórdida porque habría sido estirar el término hasta el extremo. Sobrepasaba la sordidez y seguía de largo hasta llegar al punto en que, debido a una especie de inversión einsteiniana, adquiría una magnífica depauperación que lucía cual premio arquitectónico. Era ruidosa, sofocante y olía como el suelo de un establo.

No había allí un barrio, sino más bien una ecología, como una especie de inmenso arrecife de coral crecido en tierra. Había seres humanos, eso sí, los equivalentes humanoides de las langostas, los calamares, los camarones y demás fauna. Y también de los tiburones.

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