Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

La doncella se llevó la mano a la boca. Sus hombros se estremecieron y le brillaban los ojos. De entre sus dedos salió un sonido parecido al que produce el vapor al escapar de un recipiente.

No puedo evitarlo, pensó Buencorte, fíjate tú el asombroso efecto que tengo sobre las mujeres.

—¿Es un hombre? —inquirió desde dentro la voz de Keli.

Los ojos de la doncella se tornaron vidriosos e inclinó la cabeza, como si no estuviera segura de haber oído bien.

—Soy yo, Buencorte —anunció Buencorte.

—Ah, está bien, entonces. Puedes pasar.

Buencorte empujó a la muchacha e intentó hacer caso omiso de la risita ahogada que soltó la doncella al salir corriendo de la habitación. Estaba claro que todo el mundo sabía que los hechiceros no necesitaban una dama de compañía. Pero fue el tono con que la princesa había pronunciado su «Ah, está bien, entonces» lo que le revolvía las tripas.

Keli estaba sentada delante de su tocador, cepillándose el pelo. Son escasos los hombres de este mundo que llegan a averiguar lo que una princesa lleva debajo de sus vestidos, y Buencorte se unió a ellos con suprema renuencia pero notable autocontrol. Sólo lo traicionó el bambolearse frenético de la nuez de Adán. No cabía duda, transcurrirían días sin que pudiera practicar magia alguna.

Ella se volvió y hasta él llegó un olorcillo a polvos de talco. Maldición, serían semanas, semanas.

—Pareces un poco acalorado, Buencorte. ¿Te ocurre algo?

—Noogh.

—¿Cómo?

El hechicero se sacudió todo. Concéntrate en el cepillo para el pelo, hombre, el cepillo para el pelo.

—No fue más que un experimento mágico, majestad. Unas quemaduras superficiales.

—¿Sigue avanzando esa cosa?

—Me temo que sí.

Keli volvió a mirarse al espejo. Tenía el rostro crispado.

—¿Tenemos tiempo?

Era justo lo que él temía. Había hecho todo lo que había podido. Habían sacado de la borrachera al Astrólogo Real el tiempo justo como para que insistiese en que el día siguiente era el único posible para celebrar la ceremonia, de modo que Buencorte había dispuesto que empezase un segundo después de la medianoche. Había reducido despiadadamente la duración de la fanfarria real de trompetas. Había cronometrado la invocación del Sumo Sacerdote a los dioses y la había recortado a fondo; menuda se iba a armar cuando los dioses se enteraran. La ceremonia del ungimiento con los óleos sagrados había quedado reducida a un ligero toque detrás de las orejas. Los monopatines eran un invento desconocido en el Disco, de lo contrario, el recorrido de Keli por el pasillo habría sido inconstitucionalmente veloz. Y aun así, no bastaba. Procuró darse ánimos.

—Posiblemente no —repuso—. Vamos muy, pero que muy justos.

Por el espejo vio que le echaba una mirada colérica.

—¿Cómo de justos?

—Hum. Mucho.

—¿Intentas decirme que esa cosa podría alcanzarnos en el mismo instante de la ceremonia?

—Hum. Más bien diría que antes —replicó Buencorte con tono lleno de desdicha.

El único ruido perceptible era el tamborilear de los dedos de Keli sobre el borde la mesa. Buencorte se preguntó si la muchacha se vendría abajo o si rompería el espejo. Pero no hizo nada de esto, sino que inquirió:

—¿Y cómo lo sabes?

¿Lograría salir del atolladero respondiendo algo así como «Porque soy hechicero, y los hechiceros sabemos de estas cosas»? Decidió que no. La última vez que había utilizado un argumento similar, la princesa había amenazado con cortarle la cabeza.

—He preguntado a los guardias por la posada de la que Mort habló —dijo—. Y luego calculé la distancia aproximada que debía recorrer. Mort dijo que avanzaba a paso lento de hombre; calculo que su paso cubre unos…

—¿Así de simple? ¿No utilizaste la magia?

—Sólo el sentido común. A la larga, es mucho más fiable.

Keli tendió el brazo y le palmeó la mano.

—Mi viejo Buencorte —dijo.

—Majestad, que sólo tengo veinte años.

La princesa se puso en pie y se dirigió a su vestidor. Una de las cosas que se aprenden cuando se es princesa es ser siempre mayor que la gente de rango inferior.

—Sí, supongo que ha de haber hechiceros jóvenes —dijo por encima del hombro—. Pero es que la gente siempre piensa en ellos como viejos. ¿Por qué será?

—Gajes del oficio, majestad —repuso Buencorte poniendo los ojos en blanco.

Le llegaba el crujir de la seda.

—¿Cómo fue que decidiste convertirte en hechicero?

Su voz sonó amortiguada, como si tuviera la cabeza cubierta.

—Es un oficio que se hace bajo techo y no hace falta levantar pesos —respondió Buencorte—. Además, supongo que quería aprender cómo funciona el mundo.

—¿Y lo has logrado?

—No. —A Buencorte se le daba mal hablar de cosas baladíes, de lo contrario, jamás habría permitido que su mente divagara tanto como para hacerle preguntar—: ¿Y cómo fue que decidiste convertirte en princesa?

Tras un reflexivo silencio, ella repuso:

—Lo decidieron por mí.

—Lo siento, yo…

—Esto de la realeza es una tradición familiar. Supongo que con la magia ocurre igual; sin duda, tu padre era hechicero.

Buencorte rechinó los dientes y replicó:

—Hum, no, la verdad que no. Absolutamente no, para ser más preciso.

Sabía lo que iba a preguntarle después, y ahí llegó, fiable como un ocaso, con una voz fascinada teñida de diversión.

—¿Ah, no? ¿Es verdad que a los hechiceros no se les permite…?

—Bueno, si no hay nada más, creo que debo marcharme —dijo Buencorte en voz alta—. Si alguien preguntara por mí, que siga el rastro de explosiones. Yo… ¡gnnh!

Keli había salido del vestidor.

La ropa de mujer no era un tema que preocupara demasiado a Buencorte… De hecho, en general, cuando pensaba en mujeres, sus imágenes mentales rara vez incluían ropa, pero la visión que tenía ante sí lo dejó sin aliento. Quienquiera que hubiese diseñado el vestido no había sabido cuándo parar. Había puesto encaje encima de la seda, lo había adornado con pieles negras y recubierto con perlas en todos los sitios que parecían descubiertos; le había inflado y almidonado las mangas y luego le había añadido filigrana de plata, y después vuelta a empezar con la seda.

En realidad, resultaba asombroso lo que se podía llegar a hacer con unos cuantos kilos de metal pesado, unos cuantos moluscos irritados, unos pocos roedores muertos y un montón de hilo tejido por el trasero de unos insectos. Al vestido no lo llevaban puesto, sino que lo ocupaban; si los volantes exteriores no iban aguantados sobre ruedas, entonces Keli era más fuerte de lo que él hubiera imaginado jamás.

—¿Qué te parece? —inquirió ella girándose despacio—. Este vestido se lo han puesto mi madre, mi abuela y mi bisabuela.

—¿Qué, todas juntas? —preguntó Buencorte dispuesto a creérselo.

¿Cómo diablos puede meterse en eso?, se preguntó. Tiene que llevar una puerta en la parte de atrás…

—Es una reliquia de la familia. Lleva diamantes genuinos en el corpiño.

—¿Qué parte es el corpiño?

—Esta.

Buencorte se estremeció.

—Es muy impresionante —dijo cuando logró reunir la suficiente confianza en sí mismo como para hacerlo—. Pero, ¿no te parece quizá un poquitín maduro?

—Es regio.

—Sí, pero, ¿no te impedirá tal vez moverte deprisa?

—No tengo intención de correr. Ha de haber dignidad.

Una vez más, al apretar la mandíbula, quedó esbozada toda la línea de sus ascendentes hasta su antepasado conquistador, que siempre prefería moverse muy deprisa y que de dignidad sabía la que le cabía en la punta de su afilada lanza.

Buencorte hizo un amplio ademán.

—Está bien. De acuerdo. Todos hacemos lo que podemos. Espero que a Mort se le haya ocurrido alguna idea.

—Resulta difícil confiar en un fantasma —dijo Keli—. ¡Atraviesa paredes!

—He estado meditando al respecto. Es un enigma, ¿verdad? Atraviesa cosas sólo cuando no sabe que lo está haciendo. Creo que debe de ser una enfermedad industrial.

—¿Qué?

—Anoche estaba casi seguro. Se está volviendo real.

—¡Pero si todos somos reales! Al menos tú lo eres, y supongo que yo también.

—Pero él se está volviendo más real. Sumamente real. Casi tan real como la Muerte, y alcanzado ese nivel, no se puede ser más real. Es imposible.

* * *

—¿Estás segura? —preguntó Albert con suspicacia.

—Claro que sí —respondió Ysabell—. Descífralos tú, si quieres.

Albert volvió a mirar el enorme libro; su rostro era el retrato de la incertidumbre.

—Bueno, puede que estén casi bien —admitió con poco estilo y copió los dos nombres en un trozo de papel—. De todos modos, hay una forma de averiguarlo.

Abrió el cajón superior del escritorio de la Muerte y sacó un enorme llavero de hierro. De él pendía una sola llave.

—¿Y AHORA QUÉ VIENE? —inquirió Mort.

—Tenemos que buscar los biómetros —respondió Albert—. Debes venir conmigo.

—¡Mort! —siseó Ysabell.

—¿Qué?

—Lo que acabas de decir… —Guardó silencio un instante y luego añadió—: No, nada. Es que me sonó… no sé… extraño.

—Sólo he preguntado que qué viene ahora.

—Sí, pero… olvídalo.

Albert pasó al lado de ellos rozándolos y salió furtivamente al pasillo como una araña con dos patas, hasta que llegó a la puerta que siempre permanecía cerrada. La llave encajaba a la perfección. La puerta se abrió. Las bisagras no soltaron un solo chirrido, sólo un silbido de profundo silencio.

Y el rugido de la arena.

Mort e Ysabell se quedaron traspuestos en el umbral, mientras Albert recorría con paso sonoro los pasillos de cristal. El sonido no entraba en el cuerpo a través de las orejas, sino que subía por las piernas, llegaba al cráneo y llenaba el cerebro hasta que éste no podía pensar en otra cosa que el ruido siseante y gris, el sonido producido por millones de vidas mientras vivían. Y se precipitaban hacia su inevitable destino.

Se quedaron mirando las interminables filas de biómetros, todos diferentes, todos con un nombre. La luz de las antorchas alineadas en las paredes se reflejaba en ellos arrancándoles destellos, de modo que en cada cristal brillaba una estrella. Las paredes más alejadas de la habitación parecían perdidas en la galaxia de luz.

Mort notó que Ysabell le clavaba los dedos con fuerza en el brazo. Cuando habló, lo hizo con la voz forzada.

—Mort, algunos son tan pequeños…

—YA LO SÉ.

Aflojó la presión, con suavidad, como quien se dispone a colocar el último as en una casita de naipes y aparta la mano delicadamente para no provocar el derrumbe de todo el edificio.

—Repite eso, por favor —le pidió en voz baja.

—He dicho que ya lo sé. Y no hay nada que yo pueda hacer. ¿Nunca habías estado aquí?

—No.

La muchacha se había apartado ligeramente y lo miraba fijamente a los ojos.

—No es peor que la biblioteca —dijo Mort, convencido casi—. Pero en la biblioteca sólo se puede leer lo que pasa; aquí ves cómo ocurre.

Hizo una pausa y luego le preguntó:

—¿Por qué me miras así?

—Trataba de acordarme de qué color tienes los ojos —repuso la muchacha—, porque…

—¡Eh, si ya os habéis hartado de vuestra mutua compañía —gritó Albert por encima del rugido de la arena—, venid por aquí!

—Pardos —le dijo Mort a Ysabell—. Son pardos. ¿Por qué?

—¡Daos prisa!

—Será mejor que vayas a ayudarle —le sugirió Ysabell—. Creo que empieza a sentirse muy molesto.

Mort la dejó; su mente era una repentina ciénaga de incomodidad; avanzó a grandes zancadas por el suelo de baldosas hasta donde se encontraba Albert dando pataditas impacientes con un pie.

—¿Qué debo hacer? —preguntó.

—Seguirme.

La habitación se dividía en una serie de pasillos, cada uno tapizado de relojes de arena. Aquí y allá, los estantes aparecían separados por columnas de piedra sobre las que se veían unas inscripciones angulares. Albert les echaba una mirada de vez en cuando, pero en general avanzaba por el laberinto de arena como si se conociera de memoria cada recoveco.

—Albert, ¿cada cual tiene su reloj?

—Sí.

—No parece haber aquí espacio suficiente.

—¿Sabes algo sobre topografía m-dimensional?

—Pues, no.

—Entonces, si yo fuera tú, no aspiraría a tener opinión alguna —dijo Albert.

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