Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

—Es el ansia por la acción, Oh Eminencia del Cielo —repuso, veloz, el sargento—. Me temo que no hay modo de frenarlo.

—Entonces que saque su cuchillo y… ah, parece ser que el Visir ha recobrado el apetito. Así me gusta.

Hubo un absoluto silencio mientras las mejillas del Visir se abultaban rítmicamente. Luego tragó.

—Delicioso —dijo—. Soberbio. Sin duda, manjar de dioses, y ahora, si me disculpáis…

Separó las piernas e hizo ademán de ponerse en pie. La frente se le había perlado de sudor.

—¿Deseas retirarte? —preguntó el Emperador enarcando las cejas.

—Me reclaman urgentes asuntos de estado, Oh Perspicaz Personaje de…

—Siéntate. Eso de levantarse tan deprisa después de las comidas es malo para la digestión —dijo el Emperador, y los guardias asintieron con la cabeza—. Además, no hay urgentes asuntos de estado, a menos que te refieras a los que están en la botellita roja que dice «Antídoto», y que está en la vitrina negra lacada, sobre la alfombra de bambú, que hay en tus aposentos, Oh Candil de Aceite de Medianoche.

El Visir sintió un zumbido en los oídos. El rostro comenzó a tornársele azulado.

—¿Lo veis? —inquirió el Emperador—. Toda actividad inoportuna con el estómago lleno produce malos humores. Que este mensaje viaje velozmente a todos los confines de mi país, que todos los hombres conozcan tu infortunado estado y que den las instrucciones oportunas.

—He… he de… felicitarte… Personaje… por semejante… consideración —dijo el Visir, y cayó encima de una bandeja de cangrejos cocidos de caparazón blando.

—He tenido un excelente maestro —dijo el Emperador.

—POR FIN, YA ERA HORA —dijo Mort, y blandió la espada. Un momento después, el alma del Visir se levantó de la alfombra y miró a Mort de pies a cabeza.

—¿Quién eres tú, bárbaro? —le espetó.

—LA MUERTE.

—Pero no la mía —le aclaró el Visir con voz firme—. ¿Dónde está el Negro Dragón de Fuego Celestial?

—NO HA PODIDO VENIR —respondió Mort.

En el aire, detrás del alma del Visir, comenzaron a formarse unas sombras. Algunas de ellas vestían túnicas de emperador, pero había muchas más que las empujaban, y todas parecían de lo más ansiosas por darle la bienvenida al recién llegado al territorio de los muertos.

—Creo que aquí hay algunas personas interesadas en verte —dijo Mort.

Y se alejó a toda prisa. Cuando llegó al pasillo, el alma del Visir comenzó a gritar…

Ysabell esperaba pacientemente junto a Binky, que se estaba almorzando un bonsái de quinientos años.

—Uno menos —dijo Mort montándose al caballo—. Andando. El siguiente me da mala espina y no disponemos de mucho tiempo.

* * *

Albert se materializó en el centro de la Universidad Invisible, de hecho, en el mismo sitio del que había desaparecido del mundo unos dos mil años antes.

Gruñó, satisfecho, y se quitó unas cuantas motas de polvo de la túnica.

Se dio cuenta entonces de que lo observaban; al levantar la cabeza descubrió que había vuelto a la existencia bajo la severa mirada marmórea de él mismo.

Se acomodó las gafas y miró con aire de censura la placa de bronce atornillada al pedestal. Decía:

«Alberto Malich, fundador de esta Universidad. AM 1222-1289. “No se verán otros como él”.»

Fíate tú de las predicciones, pensó. Y si en tanta estima lo tenían, al menos podrían haber contratado a un escultor decente. Era una vergüenza. La nariz estaba mal hecha. ¿Y a eso llamaban piernas? Además, habían tallado nombres por todas partes. Y él no se moriría nunca con un sombrero como aquél puesto. Estaba claro que, si podía evitarlo, no se moriría.

Albert lanzó una descarga octarina a aquella cosa espantosa y sonrió malignamente cuando se pulverizó.

—Muy bien —le dijo al Disco entero—. He vuelto.

El cosquilleo de la magia le recorrió todo el brazo, y en su mente se inició un brillo cálido. Cómo lo había echado de menos durante todos aquellos años.

Al oír la explosión, por las enormes puertas dobles comenzaron a salir hechiceros que sacaron una conclusión equivocada al ver a aquel hombre allí de pie.

Ahí estaba el pedestal vacío. Y una nube de polvo de mármol lo cubría todo. Y surgiendo de ella, mascullando para sí, salió Albert.

Los hechiceros que estaban al fondo de la multitud se alejaron tan deprisa y en silencio como pudieron. No había uno solo de ellos, en un momento u otro de su alocada juventud, que no hubiera colocado en la vieja cabeza de Albert un utensilio corriente del dormitorio, o que no hubiera tallado su nombre en alguna parte de la fría anatomía de la estatua, o que no hubiera derramado cerveza sobre el pedestal. Y algo mucho peor también durante la Semana de las Gamberradas, cuando la bebida fluía deprisa y el retrete parecía encontrarse demasiado lejos como para llegar a él tambaleándose. Entonces, todas estas ideas les habían parecido hilarantes. Pero en aquel momento, de repente, dejaron de pensar así.

Sólo dos figuras se quedaron para enfrentarse a las iras de la estatua; una de ellas porque se le había enganchado la túnica en la puerta, y la otra porque en realidad se trataba de un simio y, por lo tanto, podía considerar los asuntos humanos desde un punto de vista relajado.

Albert agarró al hechicero, que intentaba desesperadamente atravesar la pared. El hombre chilló.

—¡Está bien, está bien, lo reconozco! Pero estaba borracho cuando lo hice, créeme, no era mi intención. Cielos, lo siento. Lo siento mucho…

—Pero ¿de qué estás hablando, hombre? —inquirió Albert realmente intrigado.

—… lo siento muchísimo, si tuviera que decirte cuánto lo siento nos…

—¡Basta ya de tonterías! —exclamó Albert y luego le echó un vistazo al pequeño simio, que le lanzó una cálida sonrisa amigable—. ¿Cómo te llamas, hombre?

—Sí, señor, me dejaré de tonterías, señor… Rincewind, señor. Soy el ayudante del bibliotecario, si le parece bien.

Albert lo miró de pies a cabeza. El hombre tenía un aspecto desesperado y gastado, como una prenda que se aparta para echar a la colada. Decidió que si la hechicería se había reducido a aquello, alguien debía poner remedio a la situación.

—¿Qué clase de bibliotecario iba a quererte como ayudante? —inquirió, irritado.

—Oook.

Algo parecido a un guante abrigado de cuero intentó agarrarle la mano.

—¡Un mono! ¡En mi Universidad!

—Orangután, señor. Antes era hechicero, pero quedó enganchado en un encantamiento y ahora no quiere que lo volvamos a transformar; es el único que sabe dónde están todos los libros —se apresuró a informarle Rincewind. Y como se sentía en la obligación de explicarle algo más, añadió—: Yo me ocupo de sus plátanos.

—Cállate —le mandó Albert lanzándole una mirada fulminante.

—Me callo ya mismo, señor.

—Y dime dónde está la Muerte.

—¿La Muerte? —repitió Rincewind retrocediendo hacia la pared.

—Es alta, esquelética, de ojos azules, paso majestuoso, HABLA ASÍ… La Muerte. ¿La has visto últimamente?

Rincewind tragó saliva y repuso:

—Últimamente no, señor.

—Pues la estoy buscando. Esta tontería tiene que acabar. Y voy a ponerle fin ahora, ¿entendido? Quiero que los ocho magos más veteranos se reúnan aquí dentro de media hora, con el equipo necesario para realizar el Rito de CuesthiEnte, ¿me has entendido? No es que vuestro aspecto me inspire excesiva confianza. Sois un atajo de nenitas, ¡y deja ya de querer sujetarme la mano!

—Oook.

—Y ahora me iré al pub —dijo Albert—. ¿Venden pis de gato medianamente decente en esta época?

—Tiene usted el Tambor, señor —le informó Rincewind.

—¿El Tambor Roto, de la calle de la Filigrana? ¿Sigue existiendo?

—De vez en cuando le cambian el nombre y lo vuelven a reconstruir, pero ha estado en el mismo sitio desde…, desde siempre. Supongo que tendrá sed, ¿eh? —dijo Rincewind con un aire de espantosa camaradería.

—¿Y tú qué sabes de eso? —le espetó Albert.

—Absolutamente nada, señor —respondió Rincewind a toda prisa.

—Me voy al Tambor, pues. Media hora, no lo olvides. ¡Si no me están esperando cuando yo regrese… pues… más les vale estar esperando!

Salió como una tromba del vestíbulo, envuelto en una nube de polvo de mármol.

Rincewind lo vio marchar. El bibliotecario lo sujetaba de la mano.

—¿Sabes qué es lo peor? —le preguntó Rincewind.

—¿Oook?

—Ni siquiera recuerdo haber andado debajo de un espejo.

* * *

Aproximadamente a la hora en que Albert se encontraba en El Tambor Emparchado, discutiendo con el tabernero sobre una nota amarillenta que había pasado cuidadosamente de padres a hijos a través de un regicidio, tres guerras civiles, sesenta y un incendios grandes, cuatrocientos noventa robos y más de quince mil peleas de taberna, que registraba el hecho de que Alberto Malich seguía debiendo al establecimiento tres piezas de cobre más los intereses, que en esos momentos superaban el contenido de la mayoría de las principales cámaras acorazadas del Disco, lo cual probaba, una vez más, que un mercader ankhiano al que le deben una factura tiene una memoria que haría parpadear a un elefante… más o menos a esa misma hora, Binky dejaba una estela de vapor en los cielos que había sobre el misterioso continente de Klatch.

Abajo, en las junglas tenebrosas y perfumadas, tocaban los tambores, y se alzaban columnas de bruma rizada de los ríos ocultos, bajo cuyas superficies acechaban bestias inefables, a la espera de que pasara por allí su cena.

—Ya no quedan de queso, tomarás el de jamón —le dijo Ysabell—. ¿Qué es esa luz de allí?

—Los Diques Lumínicos —respondió Mort—. Nos estamos acercando.

Sacó el reloj de arena del bolsillo y controló el nivel de la arena.

—Pero ¡no estamos lo bastante cerca, maldita sea!

Los Diques Lumínicos se extendían como estanques de luz hacia el Eje de su ruta; ciertas tribus construían paredes de espejo en las montañas del desierto para recoger la luz solar del Disco, que es lenta y ligeramente pesada. Se la utilizaba como moneda.

Binky se deslizó sobre los fuegos de los campamentos de los nómadas y sobre los pantanos silenciosos del río Camis-Het. A lo lejos, unas formas sombrías y familiares comenzaron a perfilarse bajo la luz de la luna.

—¡Las Pirámides de Camis-Het bajo la luz de la luna! —exclamó Ysabell con un hilo de voz—. ¡Qué romántico!

—ERIGIDAS CON LA SANGRE DE MILES DE ESCLAVOS —le hizo notar Mort.

—Por favor, no digas eso.

—Lo siento, pero el aspecto práctico de la cuestión es que estas…

—De acuerdo, de acuerdo, ya he captado la idea —dijo Ysabell, irritada.

—Demasiado esfuerzo sólo para enterrar a un rey muerto —dijo Mort mientras volaban en círculos sobre una de las pirámides menores—. Los llenan de conservantes para que aguanten hasta el otro mundo.

—¿Funciona?

—No de un modo evidente. —Mort se inclinó sobre el cogote de Binky—. Allá abajo hay antorchas. Espera.

Una procesión se alejaba, sinuosa, de la avenida de pirámides, guiada por una estatua gigantesca de Offler, el Dios Cocodrilo, conducida por cien esclavos sudorosos. Binky avanzó a medio galope sobre ella, sin que nadie se percatase, y realizó un aterrizaje perfecto sobre cuatro patas en la arena compacta que había a la entrada de la pirámide.

—Han encurtido a otro rey —dijo Mort.

Volvió a examinar el reloj a la luz de la luna. Era bastante sencillo, no del tipo que se suele relacionar con la realeza.

—No puede ser él —dijo Ysabell—. No los encurten cuando todavía están con vida, ¿verdad?

—Espero que no, porque leí en alguna parte que, antes de conservarlos, los… esto… abren en canal para quitarles…

—No quiero oírlo…

—… todas las partes blandas —concluyó Mort con poca convicción—. Tanto da que lo de la conservación no funcione, de verdad, pero imagínate tener que ir por ahí sin…

—De modo que no has venido a llevarte al rey —gritó casi Ysabell—. ¿Quién es, pues?

Mort se volvió hacia la oscura entrada. No la sellarían hasta el amanecer, para permitir que saliera el alma del rey fallecido. Parecía profunda y llena de presagios, sugería unos fines mucho más horrendos que, por ejemplo, mantener la navaja bien afilada.

—Averigüémoslo —dijo Mort.

* * *

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