Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

—Maridito de mi vida, ¿por qué enseña los dientes el demonio? —preguntó la mujer.

—Quizá tenga hambre, lunita de mis anhelos. ¡Sírvele más pescado!

—Me lo estaba comiendo yo, criatura desgraciada —gruñó el vejestorio—. ¡Mal acabará este mundo cuando no hay respeto para los mayores!

Había un hecho curioso; aunque las palabras penetraban en los oídos de Mort en klatchiano, con todas las florituras y sutiles diptongos de una lengua tan antigua y sofisticada que ya poseía quince palabras distintas para «asesinato» mucho antes de que el resto del mundo le hubiera cogido el truco a eso de matarse a pedradas, llegaban a su cerebro tan claras y comprensibles como si estuvieran en su lengua materna.

—¡No soy ningún demonio! ¡Soy humano! —exclamó Mort y se paró en seco cuando oyó que las palabras le salían en perfecto klatchiano.

—¿Eres un ladrón? —preguntó el padre—. ¿Un asesino? Para haber entrado tan sigiloso… ¿no serás un recaudador de impuestos?

Metió la mano debajo de la mesa y volvió a sacarla empuñando una cuchilla de carnicero delgada como el papel de puro afilada. Su esposa lanzó un grito, soltó el plato y aferró a los niños más pequeños.

Mort contempló como la hoja de la cuchilla hendía el aire, y se dio por vencido.

—Os traigo saludos de los círculos más recónditos del infierno —aventuró.

El cambio fue notable. La cuchilla bajó y en los rostros de toda la familia se dibujaron amplias sonrisas.

—Es que la visita de un demonio nos trae mucha suerte —le informó el padre, regocijado—. ¿Cuál es tu deseo, oh, impío engendro de las entrañas de Offler?

—¿Cómo?

—Los demonios traen buena suerte y todo tipo de bendiciones al hombre que les ayuda —le explicó el padre de familia—. ¿En qué podemos ayudarte, oh, repugnante aliento de perro del Hades?

—Bueno, la verdad es que no tengo mucho apetito —se excusó Mort—, pero si sabes dónde puedo conseguir un caballo veloz, podría llegar a Sto Lat antes de la puesta de sol.

El hombre sonrió y le hizo una reverencia.

—Conozco el sitio exacto, horrendo producto de las entrañas, si tienes la bondad de seguirme.

Mort salió tras él a toda prisa. El vejestorio los vio partir con expresión crítica, mientras sus mandíbulas mascaban rítmicamente.

—¿Y a eso le llaman demonio? —dijo—. Que Offler pudra este país húmedo, hasta los demonios son de tercera, ni la sombra de los que teníamos en el Antiguo País.

La esposa colocó un pequeño cuenco de arroz en el par de manos unidas que la estatua de Offler tenía en el centro (a la mañana siguiente ya no quedaría nada) y retrocedió.

—La verdad es que mi marido dijo que el mes pasado, en los Jardines del Curry, sirvió a una criatura que no estaba allí —dijo—. Quedó impresionado.

Diez minutos más tarde, el hombre regresó y en solemne silencio, colocó sobre la mesa un montoncito de monedas de oro. Eran una fortuna que les alcanzaría para adquirir una buena parte de la ciudad.

—Tenía una bolsa llena —dijo.

La familia se quedó mirando fijamente el dinero durante un momento. La mujer lanzó un suspiro.

—Las riquezas traen muchos problemas —dijo—. ¿Qué vamos a hacer?

—Volvernos a Klatch —respondió el marido con firmeza—, donde nuestros hijos puedan criarse en un país apropiado, fieles a las gloriosas tradiciones de nuestra antigua raza y donde los hombres no tienen que trabajar de camareros para amos malvados, sino que pueden ir por la vida con la cabeza bien alta. Y hemos de marcharnos ahora mismo, fragante florecita de palmera datilera.

—¿Por qué tan pronto, oh, trabajador hijo del desierto?

—Porque acabo de vender el pura sangre de carreras del Patricio —repuso el hombre.

* * *

El caballo no era tan hermoso ni tan veloz como Binky, pero los kilómetros pasaban raudos debajo de sus cascos y, con facilidad, sacó ventaja a los pocos guardias montados que, por algún motivo, parecían ansiosos por hablar con Mort. Los suburbios de chabolas de Morpork quedaron atrás y el camino se internó en los campos de negra tierra de la llanura de Sto, formados a través de siglos por las periódicas inundaciones del lento y grandioso Ankh que llevaba a aquella región prosperidad, seguridad y artritis crónica.

Además, era sumamente aburrido. Mientras la luz mudaba del plateado al oro, Mort galopó por un paisaje plano y helado, cubierto de extremo a extremo por el damero de los campos de coles. De las coles se pueden decir muchas cosas. Se puede hablar largo y tendido de su alto contenido de vitaminas, de su vital aporte de hierro, de su gran valor como alimento y forraje. Sin embargo, vistas a granel, carecen de un no sé qué; a pesar de su inmenso valor nutritivo y de su superioridad moral sobre, por ejemplo, los narcisos, jamás han constituido una vista que inspirara a la musa del poeta. A menos que el poeta tuviera hambre, claro. Sto Lat estaba a sólo treinta kilómetros, pero para la insignificante experiencia humana, parecían tres mil.

Ante las puertas de Sto Lat había guardias, aunque comparados con los que patrullaban Ankh, poseían un aspecto manso, de aficionados. Mort pasó al trote; uno de ellos, sintiéndose un poco tonto, le pidió el santo y seña.

—Me temo que no puedo parar —dijo Mort.

El guardia era nuevo en el puesto y bastante listo. Eso de montar guardia no era lo que había esperado. Estarse todo el día de pie, vestido con una cota de malla, empuñando un hacha en un palo largo, no era para lo que él se había ofrecido; él se había imaginado que aquello iba a ser emocionante, todo un reto, y que le iban a dar una ballesta y un uniforme que no se oxidara con la lluvia.

Avanzó, dispuesto a defender la ciudad de aquellas personas que no respetaban las órdenes dadas por los funcionarios autorizados. Mort examinó la cuchilla de la pica suspendida a unos centímetros de su cara. Estas situaciones comenzaban a repetirse demasiado.

—Por otra parte —dijo tranquilamente—, ¿qué te parecería si te regalara este hermoso caballo?

No resultó difícil encontrar la entrada al castillo. Allí también había guardias; llevaban ballestas, tenían una visión de la vida bastante menos comprensiva y, en cualquier caso, a Mort se le habían acabado los caballos. Deambuló por allí hasta que comenzaron a prestarle un grado de atención generoso, con lo cual se alejó desconsolado y se internó en las calles de la pequeña ciudad, sintiéndose tonto.

Después de todo aquello, de kilómetros de brássicas y de que el trasero le quedara como un bloque de madera, ni siquiera sabía por qué se encontraba allí. ¿De modo que ella lo había visto a pesar de ser invisible? ¿Acaso significaba algo? Por supuesto que no. Pero no lograba dejar de ver su rostro y el brillo de esperanza en sus ojos. Quería decirle que todo saldría bien. Quería contarle cosas de él, de lo que quería ser. Quería averiguar cuál era su habitación en el castillo para vigilarla toda la noche hasta que se apagaran las luces. Y así sucesivamente.

Poco después, un herrero, cuyo taller se encontraba en una de las callejuelas que iban a parar a los muros del castillo, levantó la vista de su trabajo y descubrió a un joven alto y larguirucho, con la cara más bien arrebolada, que intentaba atravesar las paredes.

Un poco después que eso, un joven con unas cuantas magulladuras superficiales en la cabeza, entró en una de las tabernas de la ciudad y pidió que le indicasen cómo llegar al hechicero más cercano.

Un poco después de todo eso, Mort apareció delante de una casa destartalada que se anunciaba en una placa de bronce ennegrecido como la morada de Ígneo Buencorte, Doctor en Magia (Oculta), Maestro del Infinito, Iluminado, Hechicero de Príncipes, Guardián de las Puertas Sagradas, en caso de ausencia dejar el correo a la señora Nugent, en la casa de al lado.

Convenientemente impresionado a pesar del corazón galopante, Mort levantó el pesado llamador, que tenía la forma de una repulsiva gárgola con un pesado aro de hierro en la boca, y llamó dos veces.

En el interior se produjo una breve agitación, la serie de apresurados sonidos domésticos que, en una casa menos exaltada, podría haber hecho alguien que metía apresuradamente los platos en el fregadero y quitaba la colada de la vista.

Al cabo de un rato, la puerta se abrió lenta y misteriosamente.

—Ferá mejor que finjaf eftar imprefionado —dijo la aldaba con locuacidad, no sin cierta dificultad debido al aro—. Lo hace con poleaf y un pedazo de cuerda. No fe le dan bien lof hechizof para abrir puertaf, ¿fabef?

Mort observó la sonriente cara de metal. Trabajo para un esqueleto parlante capaz de atravesar paredes, se dijo. ¿Cómo me voy a sorprender de nada?

—Gracias —dijo.

—De nada. Límpiate lof zapatof en el fuelo, que hoy el felpudo tiene el día libre.

La enorme habitación de techo bajo estaba a oscuras, sumida en las sombras, y olía principalmente a incienso, pero también a col hervida, a coladas añejas y al tipo de persona que tira todos sus calcetines contra las paredes y se pone los que no se quedan pegados. Había una gran bola de cristal con una grieta, un astrolabio al que le faltaban varias piezas, un octograma desgastado en el suelo, y un caimán disecado colgado del techo. El caimán disecado constituye parte indispensable del equipo de todo establecimiento de magia correctamente dirigido. Éste en particular no parecía haber disfrutado mucho del proceso.

En la pared del extremo opuesto, se abrió una cortina de abalorios con ademán espectacular y apareció una silueta encapuchada.

—¡Que en la hora de nuestro encuentro brillen constelaciones benéficas! —rugió.

—¿Cuáles? —inquirió Mort.

Se produjo un silencio repentino y preocupado.

—¿Qué has dicho?

—¿Cuáles constelaciones serían benéficas? —preguntó Mort.

—Pues las benéficas —respondió la silueta con tono incierto, y recuperando fuerzas, añadió—: ¿Por qué hostigas a Ígneo Buencorte, Poseedor de las Ocho Llaves, Viajero de las Dimensiones de la Mazmorra, Mago Supremo de…?

—Perdona —lo interrumpió Mort—, ¿de verdad lo eres?

—¿Soy qué?

—¿Maestro del Nosequé, Señor Supremo Nosecuántos de las Mazmorras Sagradas?

Buencorte se quitó la capucha con un ademán cargado de fastidio. En lugar del místico de grises barbas que Mort había imaginado encontrarse, vio una cara redonda, más bien regordeta, blanca y rosada como una empanada de carne de cerdo, a lo que se parecía un tanto en otros aspectos. Por ejemplo, al igual que la mayoría de las empanadas de carne de cerdo, carecía de barba y, al igual que la mayoría de las empanadas de carne de cerdo, parecía básicamente jovial.

—En sentido figurado, sí —repuso.

—¿Qué significa eso?

—Pues que no.

—Pero dijiste que…

—Eso era publicidad —aclaró el hechicero—. Es un tipo de magia que estuve practicando. En fin, ¿qué querías? —Le echó una sugestiva mirada de reojo y añadió—: ¿Un filtro de amor, quizá? ¿Algo para animar a las jóvenes damitas?

—¿Es posible atravesar paredes? —preguntó Mort, desesperado.

Buencorte se paró en seco con la mano a medio camino hacia una botella grande llena de un líquido pegajoso.

—¿Usando magia?

—No —respondió Mort—, creo que no.

—Entonces elige paredes muy delgadas —le sugirió Buencorte—. Mejor aún, usa la puerta. La que tienes allá sería candidata favorita, si has venido sólo para hacerme perder el tiempo.

Mort titubeó, y luego depositó la bolsa con las monedas de oro sobre la mesa. El hechicero les echó una mirada, ahogó un quejido en la garganta y tendió el brazo. Mort lo aferró por la muñeca a toda velocidad.

—He atravesado paredes —le dijo lenta y deliberadamente.

—Claro que sí, claro que sí —balbuceó Buencorte, sin apartar la vista de la bolsa.

Le quitó el corcho a la botella de líquido azulado y bebió un sorbo distraídamente.

—Pero antes de hacerlo, no sabía que podía, y cuando lo estaba haciendo no me di cuenta, y ahora que lo he hecho, no me acuerdo de cómo se hace. Y quiero repetirlo.

—¿Por qué?

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