Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

Mort se aclaró la garganta.

—¿Y a quién esperaba exactamente? —le preguntó.

—A la Muerte —repuso la bruja simplemente—. Verás, forma parte del trato. Conocemos de antemano el momento de nuestra muerte, y se nos garantiza… pues atención personal.

—Ésa soy yo —dijo Mort.

—¿Ésa?

—La atención personal. Ella me ha enviado. Trabajo para ella. Fue la única que quiso contratarme.

Mort hizo una pausa. Aquello le estaba saliendo fatal. Iba a volver otra vez a casa sumido en la desgracia. El primer trabajo de responsabilidad que le daban y él iba y lo echaba todo a perder. Si hasta podía oír como se reían de él.

El lamento se inició en las profundidades de su desconcierto y sonó como una sirena de niebla.

—¡Es mi primer trabajo serio y todo me ha salido mal!

La guadaña cayó al suelo con estrépito, rebanó un trocito de la pata de la mesa y cortó por la mitad una baldosa.

Goodie se quedó observándolo durante un rato, con la cabeza ladeada. Luego le dijo:

—Entiendo. ¿Cómo te llamas, jovencito?

—Mort —repuso él inspirando con fuerza—. Es el diminutivo de Mortimer.

—Muy bien, Mort, supongo que en alguna parte llevarás un reloj de arena.

Mort asintió con vaguedad. Se llevó la mano al cinturón y sacó el reloj. La bruja lo inspeccionó con aire crítico.

—Me quedará un minuto, o poco más —dijo—. No hay tiempo que perder. Espérate a que cierre todo.

—¡Pero no lo entiende! —gimió Mort—. ¡Lo echaré todo a perder! ¡Es la primera vez que hago esto!

Ella le dio unas palmaditas en la mano y le dijo:

—Yo también. Aprenderemos juntos. Anda, recoge la guadaña y trata de comportarte como un muchacho de tu edad, así me gusta.

A pesar de sus protestas, la bruja lo mandó afuera, en medio de la nieve, luego lo siguió y cerró la puerta con una pesada llave de hierro que colgó de un clavo, junto a la puerta.

La escarcha había cerrado su puño sobre el bosque y apretaba hasta hacer crujir las raíces. La luna se ponía, pero el cielo estaba tachonado de estrellas duras y blancas que hacían que el invierno pareciera aún más frío. Goodie Hamstring se estremeció.

—Allá hay un viejo tronco, desde el que se aprecia una buena vista del valle —le dijo, locuaz—. En verano, claro está. Me gustaría sentarme.

Mort la ayudó a cruzar los ventisqueros y quitó toda la nieve que pudo del asiento de madera. Se sentaron con el reloj de arena entre los dos. Fuera cual fuese la vista en verano, en aquel momento constaba de roca negra contra un cielo del que caían pequeños copos de nieve.

—Es increíble —dijo Mort—. No sé, da usted la impresión de querer morirse.

—Echaré de menos algunas cosas —dijo—. Pero empieza a escasear, sabes. Me refiero a la vida. Ya no se puede confiar en el propio cuerpo, y es hora de marcharse. Supongo que me ha llegado la hora de probar otra cosa. ¿Te ha dicho que los magos podemos verla siempre?

—No —respondió Mort.

—Pues sí, la vemos.

—No le gustan mucho los hechiceros y las brujas —le informó Mort.

—A nadie le caen bien los sabelotodos —dijo ella no sin cierta satisfacción—. Le causamos problemas, ¿sabes? Los sacerdotes no, por eso le gustan los sacerdotes.

—Nunca me lo ha dicho —comentó Mort.

—Ah. Se pasan la vida diciéndole a la gente lo bien que van a estar cuando se mueran. Y nosotros lo que hacemos es decirles que aquí también se lo pueden pasar muy bien si se lo proponen.

Mort titubeó. Quería decirle: se equivoca, ella no es así, no es así en absoluto, no le importa si la gente es buena o mala con tal de que sea puntual. Y además, es amable con los gatos, hubiera querido añadir.

Pero se lo pensó mejor y se le ocurrió que la gente necesitaba tener cosas en las que creer.

El lobo volvió a aullar, tan cerca esta vez que Mort miró a su alrededor lleno de aprensión. Al otro lado del valle, otro le contestó. Desde las profundidades del bosque, otros dos continuaron el coro. Mort nunca había oído nada tan fúnebre.

Echó una mirada de reojo a la silueta inmóvil de Goodie, y luego, con pavor creciente, al reloj de arena. Se puso en pie de un salto, levantó bruscamente la guadaña y la empuñó en ambas manos y le dio la vuelta.

La bruja se puso en pie, dejando atrás su cuerpo.

—Muy bien hecho —dijo—. Por un momento, pensé que fallarías.

Mort se inclinó contra un árbol, jadeando pesadamente, y observó a Goodie que caminaba alrededor del tronco para mirarse.

—Mmm —dijo con tono crítico—. El tiempo tiene mucho que explicar. —Levantó la mano y se echó a reír cuando advirtió que veía las estrellas a través de ella.

Luego se transformó. Mort ya lo había presenciado en otras ocasiones, cuando el alma se daba cuenta de que ya no se encontraba sujeta al campo mórfico del cuerpo, pero nunca con semejante dominio. El moño se le deshizo, y el pelo le cambió de color y se le alargó. Su cuerpo se enderezó. Las arrugas se estremecieron hasta desaparecer. Su vestido gris de lana se movió como la superficie del mar y acabó esbozando unas formas completamente distintas y perturbadoras.

Se miró, rió por lo bajo y cambió el vestido por una prenda ceñida, color verde hoja.

—¿Qué te parece, Mort? —le preguntó.

La voz que momentos antes había sonado temblorosa y cascada, recordaba entonces el almizcle, el jarabe de arce y otras cosas que hicieron que la nuez de Adán de Mort se bamboleara como una pelota de goma sujeta por un elástico.

— …

Fue todo lo que logró pronunciar, y aferró la guadaña con fuerza hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

Ella se le acercó como si fuera una serpiente que se arrastrara sobre cuatro ruedas.

—No te he oído —ronroneó.

—Mu… muy gu… guapa —dijo—. ¿Era así antes?

—Siempre he sido así.

—Ah. —Mort se miró los pies—. Se supone que debo llevármela —le dijo.

—Ya lo sé, pero me voy a quedar.

—¡No puede hacerlo! Quiero decir… —Balbuceó en busca de las palabras adecuadas—. Es que si se queda, empezará a desvanecerse, a adelgazarse cada vez más hasta que…

—Procuraré disfrutarlo —dijo con firmeza.

Se inclinó hacia adelante y le dio un beso tan etéreo como el suspiro de una efímera, y al hacerlo se fue desvaneciendo hasta que sólo quedó el beso, igual que un gato de Cheshire pero mucho más erótico.

—Ten cuidado, Mort —le dijo la voz de Goodie en la cabeza—. Puede que quieras conservar tu trabajo, pero ¿acaso serás capaz de dejarlo?

Mort se quedó allí como un tonto, sujetándose la mejilla. Los árboles del borde del claro temblaron un momento, se oyó una carcajada en la brisa y luego el silencio helado volvió a cernirse sobre todo.

El deber lo llamaba a través de las brumas rosadas de su mente. Aferró el segundo reloj de arena y se lo quedó mirando. Casi no quedaba arena.

El cristal tenía dibujados pétalos de loto. Cuando Mort le pasó el dedo sonó: «Ommm».

Corrió por la nieve crujiente hasta donde estaba Binky y se abalanzó sobre la silla de montar. El caballo echó hacia atrás la cabeza, retrocedió y se lanzó hacia las estrellas.

Del techo del mundo pendían inmensos estandartes silenciosos de llamas azules y verdes. Lentamente, unos cortinajes de fulgor octarino bailaron con majestuosidad sobre el Disco mientras el fuego de la Aurora Coriolis, la gran descarga de magia del campo vertical del Disco, fue a parar a las verdes montañas de hielo del Eje.

La espiral central de Cori Celesti, morada de los dioses, era una columna de quince kilómetros de altura de fuego abrasador.

Era un espectáculo presenciado por muy pocos, y Mort no fue uno de ellos, porque iba inclinado sobre el cogote de Binky y se aferraba como si en ello le fuera la vida, mientras surcaban el cielo nocturno delante de la estela de vapor de un cometa.

Alrededor de Cori se agrupaban otras montañas. En comparación no eran más que nidos de termitas, aunque en realidad cada una de ellas era un surtido majestuoso de cumbres, laderas, precipicios, desfiladeros y glaciares a los que cualquier montaña se habría sentido feliz de verse asociada.

Entre las más altas, al final de un valle en forma de embudo, moraban los Oyentes.

Constituían una de las más antiguas sectas religiosas del Disco, aunque los dioses mismos no se ponían de acuerdo sobre si Oír era una religión propiamente dicha, y lo único que impidió que unas cuantas avalanchas con buena puntería arrasaran su templo fue el hecho de que incluso los dioses sentían curiosidad por saber qué era lo que los Oyentes podían llegar a Oír. Si hay algo que puede fastidiar de verdad a un dios, es ignorar una cosa.

Mort tardará varios minutos en llegar. Una serie de puntos suspensivos llenaría perfectamente ese tiempo, pero el lector ya estará viendo la extraña forma del templo —enroscado como una amonita blanca al final del valle— y probablemente querrá una explicación.

La cuestión es que los Oyentes intentan descifrar exactamente qué fue lo que el Creador dijo cuando hizo el universo.

La teoría es bastante simple.

Está claro que nada de lo que el Creador hace pudo ser destruido, lo cual significa que los ecos de aquellas primeras sílabas deben de estar dando vueltas en alguna parte, reverberando por toda la materia del cosmos pero todavía audibles si el oyente es realmente bueno.

Hace eones, los Oyentes descubrieron que el hielo y la casualidad habían tallado ese valle haciendo de él el perfecto opuesto acústico de un valle de resonancia, por lo que construyeron su templo de múltiples cámaras en la posición exacta que ocupa siempre una silla cómoda en la casa de un fanático de la alta fidelidad. Unos complejos altavoces captaban y amplificaban los sonidos que entraban por el embudo del frío valle y los guiaban hacia adentro, hasta la cámara central, donde a todas horas del día y de la noche, había siempre tres monjes sentados.

Oyendo.

El hecho de que no sólo oyeran los ecos sutiles de las primeras palabras, sino además todos los demás sonidos del Disco, les causaba ciertos problemas. Para poder reconocer el sonido de las Palabras, debían aprender a reconocer todos los demás ruidos. Esto exigía un cierto talento, y los aspirantes sólo eran aceptados en el noviciado si lograban distinguir sólo por el sonido, a una distancia de mil metros, de qué lado aterrizaba una moneda lanzada al aire. En realidad, la orden no los aceptaba hasta que lograban decir de qué color era.

Aunque los Santos Oyentes se encontraban en un sitio tan remoto, muchos eran quienes se arriesgaban a recorrer el largo y peligroso sendero que conducía a su templo, y atravesaban tierras heladas plagadas de gnomos, vadeaban ríos congelados, escalaban montañas imponentes, caminaban penosamente por la tundra inhóspita, para poder subir la estrecha escalinata que conducía al valle oculto a buscar con el corazón abierto los secretos del ser.

Y los monjes les gritaban: «¡Bajad el jodido volumen!».

Binky pasó por las cimas como una especie de vaho blanco, y se posó sobre la nevada soledad de un patio transformado en algo espectral por la luz del disco proveniente del cielo. Mort saltó de la silla y corrió por los silenciosos claustros hasta la sala donde el 88° abad se estaba muriendo, rodeado de sus devotos seguidores.

Los pasos de Mort retumbaron con estrépito mientras corría por el intrincado suelo de mosaico. Los monjes llevaban siempre chanclos de lana.

Llegó a la cama y esperó un momento, apoyado en la guadaña hasta que recuperó el aliento.

El abad, que era pequeño y completamente calvo, y que tenía más arrugas que un saco entero de ciruelas pasas, abrió los ojos.

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