Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

La princesa se puso en pie de un salto y se abalanzó sobre su tío, pero Buencorte la agarró.

—No —le dijo en voz baja—. Éste no es el tipo de hombre que te ata en un sótano con el tiempo suficiente para que los ratones se coman las cuerdas antes de que las aguas suban. Éste es el tipo de hombre que te mata aquí y ahora.

El duque hizo una reverencia.

—Creo que se puede decir sinceramente que los dioses han dicho su palabra. Está claro que la princesa murió trágicamente aplastada por el elefante solitario. El pueblo lo sentirá. Yo, personalmente, decretaré una semana de duelo.

—¡No puedes hacer eso, todos los invitados han visto…! —comenzó a decir la princesa al borde de las lágrimas.

Buencorte sacudió la cabeza. Alcanzaba a ver a los guardias que se movían entre la multitud de asombrados invitados.

—No han visto nada —dijo el duque—. Te asombraría saber lo poco que han visto. Sobre todo cuando se enteren de que morir trágicamente aplastado por elefantes solitarios puede ser contagioso. Se puede morir de eso incluso en la cama.

El duque rió divertido.

—Eres bastante inteligente para ser hechicero —dijo—. Y ahora, propondré meramente el destierro…

—No se saldrá con la suya —dijo Buencorte. Pensó un momento y añadió—: Bueno, probablemente se salga con la suya, pero en su lecho de muerte se arrepentirá y deseará…

Dejó de hablar. Se quedó boquiabierto.

El duque se volvió de lado para seguir su mirada.

—¿Y bien, hechicero? ¿Qué has visto?

—No te saldrás con la tuya —repitió Buencorte, histérico—. Ni siquiera estarás aquí. Y todo esto no habrá ocurrido nunca, ¿te das cuenta?

—Vigilad sus manos —ordenó el duque—. Si llega a mover un solo dedo, disparadle.

Volvió a mirar a su alrededor, intrigado. El hechicero había hablado con convicción. Claro que se decía que los hechiceros veían cosas inexistentes…

—Ni siquiera importa si me matas —prosiguió Buencorte—, porque mañana me despertaré en mi cama y todo esto no habrá ocurrido nunca. ¡Ha atravesado el muro!

* * *

La noche avanzaba por el Disco. Estaba siempre allí, claro, acechando en las sombras, los agujeros y los sótanos, pero a medida que la luz lenta del día iba rezagada tras el sol, los lagos y estanques de la noche se iban extendiendo, para encontrarse y fundirse. En el Mundodisco, la luz se mueve lentamente debido al amplio campo mágico.

La luz del Mundodisco no se parece a la luz que todos conocemos. Ha crecido un poco, ha viajado mucho, no siente la necesidad de ir corriendo a todas partes. Sabe que, por veloz que vaya, la oscuridad siempre llega antes, de modo que se lo toma con calma.

La medianoche se deslizaba sobre el paisaje como un murciélago aterciopelado. Y más veloz que la medianoche, una chispita contra el oscuro mundo del Disco, Binky galopaba tras ella. De sus cascos brotaban llamas. Bajo su piel brillante, los músculos se movían como serpientes en el aceite.

Avanzaban en silencio. Ysabell sacó un brazo de alrededor de la cintura de Mort y contempló las chispas que le salían de los dedos, brillantes, con los ocho colores del arco iris. De su brazo fluían pequeñas serpientes de luz, y las puntas de los cabellos lanzaban chisporroteos brillantes.

Mort hizo descender al caballo dejando tras él una estela nubosa que se prolongaba durante kilómetros.

—Ahora sé que estoy enloqueciendo —masculló.

—¿Por qué?

—Allá abajo acabo de ver un elefante. Uauh, chica. Mira, allá adelante, Sto Lat.

Ysabell espió por encima de su hombro hacia el lejano fulgor luminoso.

—¿Cuánto nos queda? —inquirió, nerviosa.

—No lo sé. Unos pocos minutos, tal vez.

—Mort, no te lo había preguntado antes pero…

—¿Sí?

—¿Qué vas a hacer cuando lleguemos allí?

—No lo sé —repuso—. Esperaba que me surgiera alguna inspiración cuando fuera el momento.

—¿Y te ha surgido?

—No. Pero todavía no es la hora. Puede que el hechizo de Albert nos ayude. Y yo…

El domo de la realidad se sentó sobre el palacio como una medusa aplastada. La voz de Mort se fue apagando hasta caer en un horrorizado silencio.

Entonces, Ysabell dijo:

—Bueno, creo que ya casi es la hora. ¿Qué vamos a hacer?

—¡Agárrate fuerte!

Binky planeó a través de las puertas destrozadas del patio exterior, se deslizó por los adoquines dejando un rastro de chispas y, de un salto, traspuso la astillada puerta del salón. El muro perlado de la zona de contacto se elevó y pasó como una descarga de frío rocío.

Mort percibió una confusa visión de Keli y Buencorte y un grupo de hombres corpulentos que se lanzaban al suelo como si en ello les fuera la vida. Reconoció las facciones del duque, desenvainó la espada y saltó de la silla de montar en cuanto el caballo frenó de un patinazo.

—¡No le pongas ni un solo dedo encima! —chilló—. ¡O te cortaré la cabeza!

—Vaya, es de lo más impresionante —dijo el duque desenvainando su espada—. Y además, muy tonto. Yo…

Se detuvo. La mirada se le volvió vidriosa. Y cayó de bruces. Buencorte bajó el enorme candelabro de plata que había utilizado como arma y lanzó a Mort una sonrisa de disculpa.

Mort se volvió hacia los guardias con la llama azul de la espada de la Muerte zumbando en el aire.

—¿Alguien quiere más? —gruñó.

Todos retrocedieron, se dieron la vuelta y echaron a correr. Al pasar a través de la zona de contacto, desaparecieron. Los invitados también habían desaparecido de esa zona. En la realidad verdadera, el salón estaba vacío y a oscuras.

Los cuatro quedaron en un hemisferio que se iba encogiendo rápidamente.

Mort se acercó sigilosamente a Buencorte.

—¿Alguna idea? —inquirió—. Tengo aquí un encantamiento que…

—Olvídalo. Si intentara utilizar aquí la magia, nuestras cabezas estallarían. Esta realidad es demasiado pequeña para contenerla.

Mort se dejó caer contra los restos del altar. Se sentía vacío, agotado. Por un momento, contempló cómo se acercaba la pared chisporroteante de la zona de contacto. Esperaba poder sobrevivir a ella, lo mismo que Ysabell. Buencorte no lo haría, pero un Buencorte sí. Sólo Keli…

—¿Van a coronarme o no? —preguntó con tono gélido—. ¡He de morir reina! ¡Sería terrible estar muerta y ser plebeya!

Mort le lanzó una mirada desenfocada; trató de recordar de qué diablos estaba hablando. Ysabell hurgó entre los restos que había detrás del altar y logró pescar una diadema un tanto aplastada de diamantes engastados.

—¿Es ésta? —inquirió.

—Es la corona —dijo Keli al borde de las lágrimas—. Pero no tenemos sacerdote.

Mort lanzó un profundo suspiro.

—Buencorte, si ésta es nuestra propia realidad, podemos ordenarla del modo que más nos plazca, ¿verdad?

—¿Qué se te ha ocurrido?

—Convertirte en sacerdote. Designa tú a tu propio dios. —Buencorte hizo una reverencia y tomó la corona que tenía Ysabell.

—¡Os estáis burlando de mí! —exclamó Keli bruscamente.

—Lo siento —se excusó Mort con tono cansado—. Ha sido un día muy largo.

—Espero hacerlo bien —dijo Buencorte solemnemente—. Porque nunca había coronado a nadie.

—¡Y yo nunca había sido coronada!

—Bien —dijo Buencorte, y para calmarla añadió—: Aprenderemos juntos.

Comenzó a mascullar algunas palabras impresionantes en una lengua extraña. En realidad se trataba de un hechizo para eliminar las pulgas de la ropa, pero pensó que tanto daría. Y luego pensó, caray, en esta realidad soy el hechicero más poderoso que jamás haya existido, es algo digno de contarles a mis nie… Hizo rechinar los dientes. En aquella realidad había que cambiar algunas reglas, no cabía duda.

Ysabell se sentó al lado de Mort y deslizó su mano en la de él.

—¿Y bien? —le preguntó en voz baja—. Es el momento. ¿Se te ha ocurrido algo?

—No.

La zona de contacto había recorrido ya medio salón; iba algo más lenta a medida que aplastaba implacablemente la presión de la realidad intrusa.

Algo cálido y húmedo le sopló a Mort en la oreja. Levantó una mano y tocó el morro de Binky.

—Mi caballito guapo —dijo—. Se me han acabado los terrones de azúcar. Tendrás que volver a casa solo…

Su mano se detuvo en mitad de una palmadita.

—Podemos volver todos —dijo.

—Creo que a mi madre no le gustaría mucho la idea —comentó Ysabell, pero Mort no le hizo caso.

—¡Buencorte!

—¿Sí?

—Nos vamos. ¿Vienes con nosotros? Seguirás existiendo cuando la zona de contacto se cierre.

—Lo hará una parte de mí —repuso el hechicero.

—A eso me refería —dijo Mort montándose a lomos de Binky.

—Pero hablando por la parte que no lo hará, me gustaría ir con vosotros —se apresuró a agregar Buencorte.

—Pienso quedarme aquí, a morir en mi propio reino —declaró Keli.

—Lo que tú pienses, no tiene importancia —dijo Mort—. He recorrido el Disco entero para rescatarte, ¿sabes?, y vas a ser rescatada.

—¡Pero yo soy la reina! —exclamó Keli. La incertidumbre se le agolpó en la mirada, se giró en redondo hacia Buencorte, que bajó el candelabro con aire culpable—. ¡Te he oído pronunciar las palabras! Soy reina, ¿no?

—Claro que sí —respondió Buencorte al instante; y luego, como se supone que la palabra de un hechicero es más fuerte que el hierro forjado, añadió virtuosamente—: Y además, estás completamente libre de plagas.

—¡Buencorte! —gritó Mort.

El hechicero asintió, cogió a Keli por la cintura y la colocó sobre el lomo de Binky. Subiéndose la túnica hasta la cintura, se izó detrás de Mort, se inclinó y ayudó a subir tras él a Ysabell. El caballo dio unos saltitos por el suelo, quejándose del exceso de peso, pero Mort lo obligó a girar hacia la puerta y lo espoleó para que avanzara.

La zona de contacto los siguió cuando avanzaron por el salón y salieron al patio para elevarse despacio. Su niebla perlada se encontraba a unos metros de distancia y avanzaba palmo a palmo.

—Discúlpame —le dijo Buencorte a Ysabell levantándose el sombrero—, Ígneo Buencorte, Hechicero de Primer Grado por la Universidad Invisible, ex Reconocedor Real y, quizá muy pronto, futuro decapitado. ¿Por casualidad sabes a dónde vamos?

—Al país de mi madre —gritó Ysabell para hacerse oír por encima de la ráfaga de viento que levantaban.

—¿La he visto alguna vez?

—Lo dudo. Porque ahora te acordarías.

La parte superior del muro del palacio rozó los cascos de Binky cuando éste, forzando los músculos, trató de elevarse más. Buencorte volvió a inclinarse hacia atrás sujetándose del sombrero.

—¿Quién es esta señora de la que estamos hablando? —inquirió a gritos.

—La Muerte —respondió Ysabell.

—Pero no…

—Sí.

—Ah. —Buencorte contempló los tejados lejanos que habían quedado allá abajo y le lanzó una sonrisa torcida—. ¿Ahorraríamos tiempo si saltara desde aquí?

—Cuando se la conoce, resulta bastante agradable —dijo Ysabell a la defensiva.

—¿De veras? ¿Crees tú que tendremos ocasión?

—¡Agarraos! —ordenó Mort—. Deberíamos cruzar más o menos…

Un agujero lleno de negrura surgió del cielo y los engulló.

La zona de contacto se bamboleó, llena de incertidumbre, vacía como el bolsillo de un mendigo, y continuó encogiéndose.

* * *

La puerta principal se abrió. Ysabell asomó la cabeza.

—No hay nadie en casa —anunció—. Será mejor que paséis.

Los otros tres entraron en el pasillo en fila india. Buencorte se limpió los zapatos meticulosamente.

—Es un poco pequeña —sentenció Keli con tono crítico.

—Pero por dentro es mucho más grande —le explicó Mort. Se dirigió a Ysabell—. ¿Has mirado por todas partes?

—Ni siquiera logro encontrar a Albert —repuso—. No recuerdo una sola vez que no estuviese en casa.

Tosió al recordar sus deberes de anfitriona.

—¿Os apetece tomar algo? —preguntó.

Keli no le hizo ni caso.

—Me esperaba por lo menos un palacio —dijo—. Grande y negro, con enormes torres negras. No un paragüero.

—Se han dejado una guadaña dentro —señaló Buencorte.

—Pasemos todos a sentarnos al estudio, estoy segura de que allí nos sentiremos mejor —sugirió rápidamente Ysabell y abrió una puerta negra.

Buencorte y Keli pasaron mientras iban discutiendo. Ysabell aferró a Mort del brazo.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —le preguntó—. Mi madre se enfadará mucho cuando los encuentre aquí.

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