Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

Había intentado pescar, bailar, apostar y beber, supuestamente cuatro de los grandes placeres de la vida, y no estaba segura de entender el fondo de la cuestión. Con la comida se sentía feliz… a la Muerte le gustaba una buena cena como a cualquier hijo de vecino. No se le ocurría ningún otro placer de la carne, o mejor dicho, sí, pero eran demasiado…, bueno, eran demasiado carnales y no sabía cómo le sería posible experimentarlos sin pasar por una restructuración corporal de primera, cosa que no iba a plantearse. Además, los humanos los abandonaban a medida que se hacían mayores, por lo que, presumiblemente, no debían de ser tan atractivos.

La Muerte empezó a pensar que no entendería a la gente mientras viviera.

El sol calentó los adoquines que comenzaron a despedir vapor y la Muerte sintió el leve cosquilleo de esa urgencia primaveral, capaz de bombear mil toneladas de savia por un tronco de quince metros.

Las gaviotas pasaban en vuelo rasante y se zambullían en el agua. Un gato tuerto, que iba ya por su octava vida y su última oreja, salió de su guarida, en un montón de cajas abandonadas de pescado, se estiró, bostezó y fue a restregarse contra sus piernas. Traspasando el famoso olor de Ankh, la brisa le trajo un leve perfume de especias y pan fresco.

La Muerte estaba desconcertada. No pudo luchar contra lo que sentía. Porque en aquel momento, se sentía contenta de estar viva, y muy renuente a ser la Muerte.

DEBO ESTAR INCUBANDO ALGO —pensó.

* * *

Mort subió por la escalera y se colocó junto a Ysabell. Se sacudió un poco, pero parecía firme. Al menos no tenía vértigo; allá abajo, todo era negrura.

Algunos de los primeros volúmenes de Albert se estaban cayendo a pedazos. Tendió la mano, eligió uno al azar y notó que la escalera temblaba bajo sus pies, lo sacó y lo abrió por la mitad.

—Acércame la vela.

—¿Puedes leerlo?

—Más o menos…

—«… y su mano volviendo, cuál no sería su aflicción al descubrir que los hombres todos llegan a la nada, a saber, la Muerte, y en su orgullo, juróse entonces buscar la Inmortalidad. «Así —dijo a los jóvenes hechiceros— vestir podremos sobre nuestros hombros el manto de los dioses.» El día siguiente, que fue lluvioso, Alberto…»

—Está escrito en Antiguo —dijo—. Antes de que se inventara la ortografía. Echemos un vistazo al último.

Se trataba de Albert, no había duda. Mort leyó de reojo varias referencias al pan frito.

—Veamos qué hace ahora —sugirió Ysabell.

—¿Te parece que deberíamos? Es como si lo espiásemos.

—¿Y qué más da? ¿Tienes miedo?

—Está bien.

Pasó las páginas hasta llegar a las no escritas, y luego retrocedió hasta que encontró a la historia de la vida de Albert que iba avanzando por la página a una velocidad sorprendente, considerando que estaban en plena noche; la mayor parte de las biografías decían muy poco sobre el reposo, a menos que los sueños fuesen especialmente vividos.

—Hazme el favor de sostener bien la vela. No quisiera engrasarle la vida.

—¿Por qué no? A él le gusta la grasa.

—Deja de reírte, o nos caeremos los dos. Fíjate en esta parte…

«Recorrió, sigiloso, la polvorienta oscuridad de la Pila… —leyó Ysabell—, sus ojos fijos en el pequeño fulgor de la luz de la vela, allá en lo alto. Fisgoneando, pensó, metiéndose en cosas que no les conciernen, los muy diablos…»

—¡Mort! Está…

—¡Cállate! ¡Déjame leer!

«… ya le pondré yo fin a esto. Albert se acercó, silencioso, hasta el pie de la escalera, se escupió las manos y se dispuso a empujar. Mi ama jamás se enterará; últimamente se ha comportado de un modo extraño, y todo por culpa de ese muchacho, le…»

Mort apartó la vista del libro y vio los ojos horrorizados de Ysabell.

Entonces, la muchacha le quitó el libro de la mano, tendió el brazo y, mientras su mirada permanecía fija en la de él, lo soltó.

Mort contempló cómo se movían los labios de Ysabell y, al cabo, notó que él también contaba en voz baja.

Tres, cuatro…

Se oyó un ruido sordo, un grito apagado y, después, se hizo el silencio.

—¿Lo habrás matado? —inquirió Mort al cabo de un rato.

—¿Cómo, aquí? De todos modos, no te noté dispuesto a aportar mejores ideas.

—No, pero… al fin y al cabo, es un anciano.

—No lo es —dijo Ysabell, enfática, y empezó a bajar la escalera.

—¿Dos mil años?

—Sesenta y siete y ni un día más.

—El libro decía…

—Ya te he dicho que aquí el tiempo no cuenta. No el tiempo real. ¿Es que no me escuchas, muchacho?

—Mort —aclaró Mort.

—Y deja de pisotearme los dedos, que me doy toda la prisa que puedo.

—Perdona.

—Y no te comportes como un tonto. ¿Tienes idea de lo aburrido que es vivir aquí?

—Probablemente no —repuso Mort, y con sentida añoranza, agregó—: He oído hablar del aburrimiento, pero nunca he tenido ocasión de probarlo.

—Es horrible.

—Si es por eso, la diversión no es tal y como la pintan.

—Cualquier cosa es mejor que esto.

Desde abajo les llegó un quejido, y luego un torrente de maldiciones.

Ysabell miró atentamente en la oscuridad.

—Está claro que no le he dañado los músculos de blasfemar —observó—. No creo que debiera escuchar palabras como ésas. Podrían ser negativas para mi fibra moral.

Encontraron a Albert encogido, al pie de la estantería, mascullando y sosteniéndose el brazo.

—No hace falta que montes tanto escándalo —dijo Ysabell, enérgica—. No estás herido; mi madre no permite que ocurran ese tipo de cosas.

—¿Por qué tuviste que hacer una barbaridad así? —gimió—. No pensaba haceros daño.

—Ibas a empujarnos para que nos cayésemos de la escalera —dijo Mort al tiempo que intentaba ayudarlo a incorporarse—. Lo he leído. Me sorprende que no usaras magia.

Albert le lanzó una mirada colérica.

—De modo que te has enterado, ¿eh? —dijo en voz baja—. Para lo que te va a servir… No tienes derecho a espiarme.

Se incorporó con esfuerzo, se quitó de encima la mano de Mort y se alejó tambaleante por entre las estanterías silenciosas.

—¡No, espera! —gritó Mort—. ¡Necesito tu ayuda!

—Por supuesto —dijo Albert por encima del hombro—. Tiene lógica, ¿no? Pensaste, ahora voy a ponerme a fisgonear en su vida privada y después voy y le pido que me ayude.

—Yo sólo pretendía averiguar si eras realmente tú —se disculpó Mort corriendo tras él.

—Soy yo. Todo el mundo es quien realmente es.

—¡Si no me ayudas ocurrirá algo terrible! Se trata de una princesa y se…

—Todo el tiempo ocurren cosas terribles, muchacho…

—… Mort…

—… y no por eso se espera que yo haga algo por evitarlas.

—¡Pero tú fuiste el más grande!

Albert se detuvo un momento, pero no miró a su alrededor.

—Fui el más grande, fui el más grande. Y no trates de hacerme la pelota. Eso no va conmigo.

—Pero si hasta te han erigido monumentos —dijo Mort tratando de contener un bostezo.

—Peor para ellos.

Albert había alcanzado el pie de la escalera que conducía a la biblioteca propiamente dicha, la subió ruidosamente y quedó perfilado por la luz de las velas que provenía de la biblioteca.

—¿O sea que no me vas a ayudar? ¿Ni siquiera si pudieras?

—Premio para el chico —gruñó Albert—. Y de nada te valdrá apelar al lado bueno que oculto debajo de esta dura apariencia exterior. —Hizo una pausa y añadió—: Porque mi interior también es bastante duro.

Lo oyeron cruzar el suelo de la biblioteca como si le tuviera manía y salir dando un portazo.

—Vaya —dijo Mort vacilante.

—¿Qué esperabas? —le espetó Ysabell—. No le importa nada, salvo mi madre.

—Es que pensé que alguien como él me ayudaría si le explicaba bien el motivo —comentó Mort. Se hundió. El torrente de energía que lo había mantenido en pie durante toda la noche se evaporó, y la mente se le llenó de plomo—. ¿Sabías que fue un famoso hechicero?

—Eso no significa nada, los hechiceros no tienen por qué ser agradables. No te metas en los asuntos de un hechicero, porque una negativa ofende, como leí en alguna parte. —Ysabell se acercó a Mort, lo miró con una cierta preocupación y le dijo—: Tienes el mismo aspecto que las sobras dejadas en un plato.

—… estoy bien —repuso subiendo pesadamente los escalones e internándose en las sombras listadas de la biblioteca.

—No estás bien. Te vendría bien dormir a pierna suelta, muchacho.

—M’t —murmuró Mort.

Notó que Ysabell le sujetaba el brazo y lo colocaba encima del hombro de ella. Las paredes comenzaron a moverse suavemente, hasta el sonido de su propia voz le llegaba desde muy lejos, y pensó entonces lo maravilloso que sería tenderse sobre una bonita losa de piedra y dormir para siempre.

La Muerte no tardaría en regresar, se dijo, al tiempo que notaba que su cuerpo aceptaba sin protestas que lo ayudasen a recorrer los pasillos. No le quedaba otra salida, debería contárselo a la Muerte. Al fin y al cabo, no era tan mala persona. Ella lo ayudaría; lo único que debía hacer era explicárselo todo. Entonces, se acabarían todas sus preocupaciones y podría dor…

* * *

—¿Y qué puesto ocupaba antes?

—¿CÓMO HA DICHO?

—¿Cómo se ganaba la vida? —inquirió el joven delgado que estaba detrás del escritorio.

La figura que tenía delante se movió, incómoda.

—CONDUCÍA ALMAS HASTA EL OTRO MUNDO. ERA LA TUMBA DE TODA ESPERANZA. ERA LA REALIDAD DEFINITIVA. ERA LA ASESINA A LA QUE NINGUNA CERRADURA SE LE RESISTÍA.

—Ya, ya, capto la idea, pero ¿tiene alguna habilidad especial?

La Muerte reflexionó.

—SUPONGO QUE UNA CIERTA EXPERIENCIA CON IMPLEMENTOS AGRÍCOLAS —aventuró al cabo de un rato.

El joven sacudió la cabeza con firmeza.

—¿NO?

—ESTAMOS EN LA CIUDAD, SEÑORA… —Bajó la mirada y volvió a sentir una ligera incomodidad que no logró precisar—. SEÑORA…, SEÑORA, Y ANDAMOS ESCASOS DE CAMPOS.

Dejó la pluma y lanzó una sonrisa que sugería que la había aprendido en un libro.

Ankh-Morpork no estaba lo bastante avanzada como para contar con una oficina de empleo. Las personas iban teniendo trabajo porque sus padres les dejaban sitio, o porque su talento natural encontraba una salida, o por el sistema de recomendación verbal. Pero había una cierta demanda de sirvientes y criados, y como las zonas comerciales de la ciudad comenzaban a prosperar, el joven delgado —un tal señor Liona Keeble— había inventado la profesión de agente de colocaciones. En ese preciso momento, se le hacía muy cuesta arriba.

—Mi querida señora… —bajó la vista—, señora, a esta ciudad llega mucha gente de fuera porque, vaya, se piensa que aquí hay más recursos. Perdone que se lo diga, pero me parece usted una dama venida a menos. Tengo la impresión de que habría preferido usted algo más refinado que… —volvió a bajar la mirada y frunció el ceño—, algo que tuviera que ver con gatos y flores.

—LO SIENTO, PERO ME PARECIÓ QUE HABÍA LLEGADO LA HORA DE CAMBIAR.

—¿Sabe tocar algún instrumento musical?

—NO.

—¿Qué tal se le da la carpintería?

—NO LO SÉ. NUNCA LO HE INTENTADO.

La Muerte se miró los pies. Comenzaba a sentirse terriblemente incómoda.

Keeble movió el papel que tenía sobre la mesa y suspiró.

—SÉ ATRAVESAR PAREDES —comentó la Muerte con ánimo de ayudar, consciente de que la conversación había llegado a un callejón sin salida.

Keeble levantó la cabeza y la miró con los ojos iluminados.

—Me gustaría verlo. Podría tratarse de toda una aptitud.

—BIEN.

La Muerte echó hacia atrás la silla y avanzó, majestuosa y confiada, hacia la pared más cercana.

—AAY.

Keeble la observaba, expectante.

—Adelante, pues —le dijo.

—HUM. SE TRATA DE UNA PARED CORRIENTE, ¿NO?

—Supongo que sí. No soy un experto.

—AL PARECER, ME PLANTEA CIERTAS DIFICULTADES.

—Eso parece.

—¿CÓMO SE LLAMA LA SENSACIÓN DE SENTIRSE MUY PEQUEÑA Y ACALORADA?

Keeble jugueteó con su lápiz.

—¿Enanismo?

—EMPIEZA CON EME.

—¿Molesto?

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