Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

—Llegas tarde —susurró, y expiró.

Mort tragó saliva, inspiró con esfuerzo y sacó la guadaña haciéndola describir un arco lento. A pesar de ello, tuvo la exactitud suficiente; el abad se incorporó y dejó atrás su cadáver.

—Justo en el momento oportuno —dijo en un tono que sólo Mort alcanzó a oír—. Me tenías preocupado.

—¿Todo en orden? —inquirió Mort—. El problema es que he de darme prisa…

El abad saltó de la cama y se dirigió hacia Mort atravesando las filas de sus atribulados seguidores.

—No te precipites —le dijo—. Siempre espero con ansia estas charlas. ¿Qué le ha pasado a la señora de siempre?

—¿La señora de siempre? —inquirió Mort asombrado.

—Una mujer alta. Con capa negra. No le dan bien de comer, por el aspecto que tiene —le informó el abad.

—¿La señora de siempre? ¿Se refiere a la Muerte? —preguntó Mort.

—La misma —repuso el abad alegremente.

Mort se quedó boquiabierto.

—Se muere usted a menudo, ¿eh? —logró decir Mort.

—Pues sí, bastante. Pero claro —dijo el abad—, cuando le coges el truco, sólo es cuestión de práctica.

—¿De veras?

—Hemos de irnos —le recordó el abad.

Mort cerró la boca de golpe.

—Eso mismo intentaba decirle.

—A mí me dejas en el valle —continuó el monjecito plácidamente.

Pasó delante de Mort y se dirigió al patio. Mort se quedó mirando el suelo un instante, y luego corrió tras él de un modo que le constaba que era poco profesional y digno.

—Oiga… —comenzó a decir.

—Recuerdo que la señora tenía un caballo llamado Binky —dijo el abad amablemente—. ¿Le has comprado la ruta?

—¿La ruta? —repitió Mort completamente perdido.

—O como se llame. Perdóname —le pidió el abad—. Lo cierto es que no tengo idea de cómo están organizadas estas cosas, muchacho.

—Mort —aclaró Mort, distraído—. Creo que usted debe regresar conmigo, señor. Si no le importa —añadió con un tono que esperaba que sonase firme y autoritario.

El monje se volvió y le lanzó una plácida sonrisa.

—Ojalá pudiera —le dijo—. Quizá algún día. Y ahora, si me pudieras acercar a la aldea más cercana, me imagino que en estos momentos se disponen a concebirme.

—¿Concebirlo? ¡Pero si acaba de morirse!

—Sí, pero es que tengo lo que podría denominarse un abono —le explicó el abad.

Mort comenzó a captar la idea, pero muy despacio.

—Ah —dijo finalmente—. Ya he leído algo sobre eso. Se llama reencarnación, ¿no?

—Exactamente. Ya voy por la cincuenta y tres. O la cincuenta y cuatro.

Al acercarse, Binky levantó la cabeza y lanzó un breve relincho de reconocimiento cuando el abad le dio una palmadita en la nariz. Mort montó y ayudó al abad a colocarse en la grupa.

—Ha de ser interesante —dijo mientras Binky se elevaba en el aire por encima del templo.

En la escala absoluta de la charla, este comentario debía de estar muy por debajo del cero, pero a Mort no se le ocurrió nada mejor.

—Pues no lo es —dijo el abad—. A ti te lo parece porque seguro que crees que me acuerdo de todas mis vidas, pero por supuesto que no me acuerdo. Al menos no mientras estoy vivo.

—No se me había ocurrido pensarlo —admitió Mort.

—Imagínate aprender a controlar esfínteres cincuenta veces.

—Nada que añorar, supongo —dijo Mort.

—Nada. Si volviera a nacer, no me reencarnaría. Cuando ya empiezo a tomarle el gustito a las cosas, salen los jóvenes del templo a buscar un niño concebido la misma hora en que murió el abad. Una falta total de imaginación. Para aquí un momento, por favor.

Mort miró hacia abajo.

—Estamos en el aire —dijo con tono incierto.

—No tardaré nada.

El abad se deslizó del lomo de Binky, dio unos cuantos pasos en el aire y gritó.

Fue como si el grito continuara durante un largo rato. Después, el abad volvió a montar.

—No sabes cuánto hace que quería hacerlo.

En uno de los valles inferiores, a unos kilómetros del templo, había una aldea, que era una especie de industria de servicios. Desde el aire, sólo se veían unas cuantas chozas desparramadas, pequeñas pero completamente insonorizadas.

—En cualquier parte ya va bien —dijo el abad.

Mort lo dejó a unos palmos de la nieve, en un punto donde las chozas parecían más abundantes.

—Espero que su próxima vida sea mejor —le dijo. El abad se encogió de hombros.

—La esperanza es lo último que se pierde —le replicó—. Al menos ahora me conceden una pausa de nueve meses. El panorama no es gran cosa, pero se está abrigado.

—Adiós, entonces —se despidió Mort—. He de darme prisa.

Au revoir —dijo el abad tristemente, y se volvió.

Los fuegos de las Luces del Eje seguían lanzando su luz fluctuante sobre el paisaje. Mort suspiró y sacó el tercer reloj de arena.

El recipiente era de plata, decorado con pequeñas coronas. Prácticamente ya no le quedaba arena.

Sintiendo que la noche había sido un desastre, pero que no podía empeorar, Mort lo giró con cuidado para echarle un vistazo al nombre…

* * *

La princesa Keli se despertó.

Se había producido un sonido como de alguien que no hace ningún ruido. Dejando de lado los guisantes y los colchones, a través de los años la pura selección natural había establecido que las familias reales que sobrevivían más eran aquellas cuyos miembros lograban distinguir un asesino en la oscuridad por el ruido que no hacía, porque, en los círculos cortesanos, siempre había alguien dispuesto a trocear al heredero con un cuchillo.

Se quedó tendida en la cama, pensando qué hacer. Debajo de la almohada tenía una daga. Comenzó a deslizar una mano por las sábanas, al tiempo que miraba alrededor de la habitación con los ojos entrecerrados, en busca de sombras extrañas. Era consciente de que, si llegaba a dar señales de que dormía, jamás volvería a despertar.

Por la enorme ventana del extremo opuesto se filtraba un poco de luz, pero tanto armaduras, tapizados, como los mil trastos varios que inundaban la habitación, podrían haber servido de escondite a un ejército.

La daga se había escurrido por el cabezal de la cama. De todos modos, lo más probable era que no la hubiera sabido usar correctamente.

Decidió que no sería buena idea llamar a gritos a los guardias. Si en su habitación había alguien, seguramente los guardias habrían sido reducidos, o al menos noqueados por una cuantiosa suma de dinero.

En el suelo, junto al fuego, había un calentador de cama. ¿Serviría como arma?

Se oyó un leve ruido metálico.

Después de todo, quizá no sería tan mala idea eso de gritar…

La ventana se abrió hacia adentro. Por un instante, Keli vio, enmarcada contra un infierno de llamas azules y purpúreas, una figura encapuchada, agazapada sobre el lomo de un caballo inmenso.

Había alguien de pie, junto a la cama, con un cuchillo medio levantado.

En cámara lenta, contempló fascinada mientras el arma se elevaba y el caballo cruzaba la habitación al galope a velocidad de glaciar. El cuchillo estaba ya sobre ella, comenzaba a descender, el caballo retrocedía y el jinete se erguía sobre los estribos para blandir una especie de arma; la hoja atravesó el aire con un ruido parecido al que se oye al pasar el dedo por el borde de una copa mojada…

La luz desapareció. Se oyó que algo caía al suelo con un ruido sordo, seguido de un estrépito metálico.

Keli inspiró profundamente.

Alguien le tapó la boca con la mano y una voz preocupada le dijo:

—Si gritas, lo lamentaré. Por favor. Tal y como están las cosas ya estoy metido en un buen lío.

Cualquiera capaz de darle a su voz esa modulación tan suplicante, o era sincero, o bien un actor tan excelente que no le hacía falta dedicarse al asesinato para ganarse la vida.

—¿Quién eres? —preguntó.

—No sé si estoy autorizado a decírtelo —respondió la voz—. Sigues viva, ¿verdad?

La muchacha logró tragarse a tiempo la respuesta sarcástica. Había algo en el tono de la pregunta que la preocupó.

—¿Es que no lo notas?

—No es fácil… —Se produjo una pausa. La princesa se esforzó por ver en la oscuridad, para dotar de cara a esa voz—. Tal vez te haya causado un daño irreparable —añadió la voz.

—¿No acabas de salvarme la vida?

—La verdad es que no sé qué es lo que he salvado. ¿Hay luz por aquí?

—A veces, la doncella deja cerillas sobre la repisa de la chimenea —replicó Keli.

Notó que la presencia que tenía a su lado se alejaba. Se oyeron unos cuantos pasos titubeantes, un par de golpes secos, y finalmente un estrépito, aunque el término no es suficiente para describir la cacofonía de metales que llenó el aposento. Le siguió incluso el tintineo tradicional, ése de segundos después de que uno había dado todo por concluido.

—Estoy debajo de una armadura —dijo la voz apenas audible—. ¿Dónde me encuentro?

Keli salió sigilosamente de la cama, fue tanteando hasta llegar a la chimenea, localizó el manojo de cerillas sirviéndose de la débil luz del fuego medio apagado, rascó una en medio de una nube de humo sulfuroso, encendió una vela, encontró la pila de la armadura desarmada, desenvainó la espada y, después, casi se tragó la lengua.

Alguien acababa de soplarle un aire caliente y húmedo en la oreja.

—Es Binky —le dijo el montón—. Sólo trata de ser amistoso. Supongo que le gustaría un poco de heno, si es que tienes.

Con un autocontrol de soberana, Keli le informó:

—Estamos en la cuarta planta. En los aposentos de una dama. Y te asombraría descubrir la cantidad de caballos que suben aquí.

—Ah. ¿Me ayudas a levantarme, por favor?

Keli dejó la espada en el suelo y apartó un peto. Una delgada cara pálida se la quedó mirando.

—En primer lugar, será mejor que me digas por qué no debo llamar a los guardias. El simple hecho de estar en mis aposentos podría hacerte merecedor de ser torturado hasta morir.

Le lanzó una mirada furiosa.

Al cabo de un rato, él repuso:

—Bueno… ¿podrías soltarme la mano, por favor? Gracias… En primer lugar, con toda probabilidad los guardias no me verían, en segundo lugar, así nunca averiguarías por qué estoy aquí, y tienes todo el aspecto de odiar no saberlo, y en tercer lugar…

—¿En tercer lugar qué?

Mort abrió la boca y la volvió a cerrar. Quería decirle: En tercer lugar, eres tan hermosa, o al menos muy atractiva, o de todos modos más atractiva que ninguna otra chica que he conocido, aunque debo reconocer que no he conocido a muchas. De todo ello se deduce que la honestidad innata de Mort no le permitirá nunca llegar a poeta; si alguna vez Mort hubiera comparado a una muchacha con un día de estío, la comparación habría ido seguida de una concienzuda explicación del tipo de día que tenía en mente y si llovía o no. Vistas estas circunstancias, tanto mejor que hubiera perdido la voz.

Keli levantó la vela y miró hacia la ventana.

Estaba entera. Los marcos de piedra estaban intactos. Los cristales con una reproducción en color del escudo de armas de Sto Lat estaban completos. Volvió a mirar a Mort.

—Olvídate del tercer lugar y volvamos a lo del segundo lugar.

Una hora más tarde, empezó a alborear. En el Disco, la luz del día fluye en lugar de llegar precipitadamente, porque se ve ralentizada por el campo mágico vertical del mundo, y rodó por las planicies como un mar dorado. La ciudad del montículo se destacó por un momento como un castillo de arena en la marea, hasta que el día la rodeó y siguió adelante.

Mort y Keli se sentaron en la cama uno al lado de la otra. El reloj de arena estaba entre ambos. En la parte superior del recipiente ya no quedaba arena.

Desde afuera les llegaron los ruidos del despertar del castillo.

—Sigo sin entenderlo —dijo Keli—. ¿Significa que estoy muerta o no?

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