Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

Albert estaba sentado en su estrecha cama, mirando colérico a la pared. Oyó el sonido de los cascos que se cortó abruptamente cuando Binky se elevó en el aire, y masculló por lo bajo.

Transcurrieron veinte minutos. Por la cara del hechicero iban pasando las expresiones como las sombras de las nubes por una colina. De vez en cuando, susurraba algo entre dientes, como «Se lo advertí», o «No lo debí permitir», o «Habría que informar a mi ama».

Finalmente, llegó a un acuerdo consigo mismo, se arrodilló delicadamente y sacó un baúl desvencijado de debajo de la cama. Lo abrió con dificultad y desplegó una polvorienta túnica gris, de la que se desprendieron bolas de naftalina y lentejuelas deslustradas que se desperdigaron por el suelo. Se la puso, se sacudió la capa más gruesa de polvo y volvió a meterse debajo de la cama. Se oyeron unas cuantas maldiciones ahogadas, el repiqueteo ocasional de la porcelana y, finalmente, Albert salió; llevaba en la mano un báculo más alto que él.

Era más grueso que un báculo normal, sobre todo por las tallas que lo cubrían de arriba abajo. En realidad, apenas se distinguían, pero daba la impresión de que si llegaban a verse mejor, uno lo lamentaría.

Albert volvió a sacudirse y se examinó con ojo crítico en el espejo del lavabo.

Después dijo:

—El sombrero. Me falta el sombrero. He de tener un sombrero para practicar la magia. Maldición.

Salió de su habitación como una tromba y volvió al cabo de quince frenéticos minutos que dieron por resultado que la alfombra del dormitorio de Mort tuviera un agujero circular, que el espejo del cuarto de Ysabell estuviera sin el papel plateado, que del costurero que había debajo del fregadero de la cocina faltaran hilo y aguja, y de la pechera de la túnica, unas cuantas lentejuelas. El resultado final no era tan bueno como él habría deseado, y tendía a inclinársele sobre un ojo dándole un aire disoluto, pero al menos era negro y tenía estrellas y lunas, y proclamaba sin lugar a dudas que su dueño era hechicero, aunque posiblemente un hechicero muy desesperado.

Era la primera vez en dos mil años que se sentía bien vestido. Era una sensación desconcertante que le hizo reflexionar durante un segundo, pero luego apartó de una patada la alfombrita que había al costado de la cama y, con el báculo, dibujó un círculo en el suelo.

Por donde pasaba la punta del báculo, dejaba una línea de luminoso octarino, el octavo color del espectro, el color de la magia, el pigmento de la imaginación.

Marcó ocho puntos en su circunferencia y los unió para formar un octograma. Un leve palpitar comenzó a llenar la habitación.

Alberto Malich se colocó en el centro y sujetó el báculo por encima de la cabeza. Notó cómo despertaba en sus manos, sintió el cosquilleo del poder dormido desplegarse lenta y deliberadamente, como un tigre que sale de un sueño. Aquello desató viejos recuerdos de poder y magia que zumbaban en los desvanes polvorientos de su mente. Por primera vez en siglos, se sintió vivo.

Se pasó la lengua por los labios. El palpitar se había desvanecido para dejar atrás un silencio extraño, expectante.

Malich levantó la cabeza y gritó una sola sílaba.

De ambos extremos del báculo salieron llamaradas verdeazuladas. De los ocho extremos del octograma brotaron torrentes de fuego octarino que envolvieron al hechicero. Todo esto no era realmente necesario para conseguir el encantamiento, pero para los hechiceros, las apariencias son muy importantes…

Y también las desapariciones. Se desvaneció.

* * *

Los vientos estratohemisféricos azotaban la capa de Mort.

—¿Dónde irás primero? —le gritó Ysabell al oído.

—¡A Bes Pelargic! —contestó Mort a gritos y el vendaval se llevó sus palabras.

—¿Dónde queda eso?

—¡En el Imperio Ágata! ¡En el Continente Contrapeso!

Señaló hacia abajo.

Por el momento, no forzaba a Binky, pues sabía los kilómetros que les faltaban, y el enorme caballo blanco corría a galope tendido por encima del océano. Ysabell se inclinó para ver las rugientes olas verdes, coronadas de blanca espuma, y se aferró con más fuerza a Mort.

Mort entornó los ojos y vio a lo lejos el banco de nubes que indicaba el lejano continente, y resistió el impulso de azuzar a Binky con la espada plana. Nunca le había pegado y no estaba muy seguro de cuál sería el resultado si lo hiciera. Sólo le quedaba esperar.

Por debajo de su brazo apareció una mano y, en ella, un bocadillo.

—Hay de jamón o de queso con salsa picante —le dijo Ysabell—. Más te vale ponerte a comer, no hay otra cosa que hacer.

Mort contempló el pastoso triángulo e intentó recordar cuándo había sido la última vez que había comido. Habría sido en un momento fuera del alcance de un reloj… para calcularlo, habría necesitado un calendario. Tomó el bocadillo.

—Gracias —dijo con toda la elegancia de que fue capaz.

El pequeño sol fue bajando hacia el horizonte, arrastrando tras de sí su perezosa luz diurna. Las nubes que tenían delante se hicieron más grandes y aparecieron perfiladas de rosa y anaranjado. Al cabo de un rato, allá abajo, divisó el manchón más oscuro de tierra, salpicado aquí y allá por las luces de alguna ciudad.

Media hora más tarde, estuvo seguro de ver edificios individuales. La arquitectura ágata se inclinaba hacia las pirámides achaparradas.

Binky perdió altura hasta que sus cascos se encontraron a varios palmos del mar. Mort volvió a examinar el reloj de arena, tiró suavemente de las riendas para dirigir al caballo hacia un puerto de mar, un poco más hacia la Periferia de la dirección que ya llevaban.

Había unos cuantos barcos anclados, en su mayoría buques mercantes de cabotaje de una sola vela. El Imperio no animaba a sus súbditos a alejarse demasiado, no fuera cuestión que viesen cosas que pudieran trastornarlos. Por ese mismo motivo, había mandado construir un muro alrededor de todo el país, un muro patrullado por la Guardia Celestial cuya función principal radicaba en pisotearle los dedos a todo aquel habitante que sintiera la necesidad de salir cinco minutos a tomar el fresco.

Esto no ocurría a menudo, porque la mayoría de los súbditos del Emperador Sol se sentían bastante felices de vivir detrás del Muro. Es una realidad de la vida el hecho de que todos nos encontramos a uno u otro lado de un muro, de modo que la única solución es olvidarse de él o desarrollar unos dedos resistentes.

—¿Quién gobierna este lugar? —preguntó Ysabell cuando pasaron sobre un puerto.

—Una especie de niño emperador —respondió Mort—. Pero creo que el que lleva verdaderamente las riendas es el Gran Visir.

—No te fíes nunca de un Gran Visir —dijo Ysabell sabiamente.

En realidad, el Emperador Sol no se fiaba. El Visir, que se llamaba Nueve Espejos Giratorios, tenía unas ideas muy claras sobre quién debía gobernar el país, es decir, que debía ser él, y dado que el niño ya estaba lo bastante crecidito como para formular preguntas del tipo «¿No te parece que el muro estaría mejor con unas cuantas puertas?» y «Sí, pero ¿cómo es por el otro lado?», había decidido que por el propio bien del Emperador, debía ser envenenado dolorosamente y enterrado en cal viva.

Binky descendió sobre la grava rastrillada que había ante el palacio bajo, de múltiples habitaciones, y que reajustaba drásticamente la armonía del universo. [8] Mort desmontó y ayudó a Ysabell a bajar del caballo.

—Sólo te pido que no estorbes, ¿de acuerdo? —le dijo con tono perentorio—. Y tampoco hagas preguntas.

Subió corriendo unos escalones lacados, recorrió deprisa las habitaciones silenciosas deteniéndose de vez en cuando para situarse, consultado el reloj de arena. Finalmente, se desvió por un pasillo y espió a través de una celosía ornamentada que daba a un cuarto bajo donde la Corte tomaba la cena.

El joven Emperador Sol estaba sentado con las piernas cruzadas en la cabecera de una alfombra; tras él se extendía su capa de pieles y plumas. Daba toda la impresión de quedarle pequeña. El resto de la corte se había dispuesto alrededor de la alfombra en un orden de precedencias estricto y complicado, pero al Visir se lo identificaba sin lugar a dudas: era el que se estaba zampando un cuenco de squishi y algas hervidas con un estilo sumamente sospechoso. Nadie parecía a punto de morir.

Mort recorrió el pasillo con paso sigiloso, giró en la esquina y a punto estuvo de tragarse a varios miembros corpulentos de la Guardia Celestial, que se encontraban arracimados alrededor de una mirilla que había en la pared de papel y se iban pasando un cigarrillo de ese modo tan característico de los soldados de servicio: oculto en la mano ahuecada.

Volvió de puntillas hasta la celosía y escuchó la siguiente conversación:

—Soy el más desafortunado de los mortales, oh, Presencia Inmanente, por haber encontrado esto en mi squishi, que por lo demás está exquisito —dijo el Visir tendiendo los palillos.

La Corte se estiró para ver. Igual que Mort. Mort no podía hacer otra cosa que estar de acuerdo con aquella declaración: la cosa era una especie de terrón verdeazulado del que pendían unos tubos de gomosos.

—El preparador de comidas será castigado, Noble Personaje de la Erudición —dijo el Emperador—. ¿A quién le han tocado las costillas extra?

—No, Oh Perceptivo Padre de Tu Pueblo, me refería más bien al hecho de que creo que tengo aquí la vejiga y el bazo de la anguila abuñuelada de aguas profundas que es, según se dice, el manjar más preciado, hasta tal punto que sólo puede ser comido por los dioses mismos, o al menos así está escrito, y entre cuya compañía, por supuesto, no incluyo a mi miserable persona.

Con un hábil movimiento, lo lanzó al cuenco del Emperador, donde se bamboleó un instante hasta que se quedó quieto. El niño se lo quedó mirando y luego lo ensartó en un palillo.

—Ah —dijo—, pero ¿acaso no fue escrito, y nada menos que por el gran filósofo Ly Tin Zalameryn, que puede considerarse a veces que un erudito está por encima de los príncipes? Creo recordar que tú mismo me diste una vez ese pasaje para que lo leyera, Oh Fiel y Asiduo Buscador del Conocimiento.

La cosa describió otro breve arco en el aire para hundirse, como excusándose, en el cuenco del Visir. Éste la recogió con un rápido ademán y la preparó para un segundo servicio. Entrecerró los ojos.

—En general, suele ocurrir así, Oh Río de Jade de Sabiduría, pero en mi caso específico, no se puede considerar que estoy por encima del Emperador, a quien he amado y amo como si fuese mi propio hijo desde la infortunada muerte de su difunto padre, por ello pongo a tus pies esta pequeña ofrenda.

Los ojos de toda la corte siguieron al desgraciado órgano en su tercer vuelo para cruzar la alfombra, pero el Emperador levantó el abanico y logró una magnífica volea que lo envió de vuelta al cuenco del Visir con tanta fuerza que levantó una lluvia de algas.

—Que alguien se lo coma, por el amor del cielo —gritó Mort sin que nadie lo oyera—. ¡Tengo prisa!

—Eres, sin duda, el más dedicado de los sirvientes, Oh Devoto y Único Compañero de Mi Difunto Padre y de Mi Difunto Abuelo Cuando Se Murieron, y por lo tanto decreto que tu recompensa sea este preciado, exquisito y raro bocado.

Indeciso, el Visir hurgó en aquella cosa y observó la sonrisa del Emperador. Era brillante y terrible. Balbuceó algo en busca de una excusa.

—Caray, me parece que ya he comido demasiado… —comenzó a decir, pero el Emperador lo mandó callar con un ademán.

—Sin duda, exige un aderezo adecuado —dijo y dio una palmada.

La pared que tenía a su espalda se partió de arriba abajo y aparecieron cuatro Guardias Celestiales; tres de ellos empuñaban espadas cando y el cuarto intentaba tragarse a toda prisa una colilla encendida.

Al Visir se le cayó el cuenco de las manos.

—El más fiel de mis siervos cree que ya no le queda sitio para este último bocado —anunció el Emperador—. No me cabe duda de que podréis investigar en su estómago para comprobar si es cierto. ¿Por qué le sale humo por las orejas a ese hombre?

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