Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

Wa recogió los dados y se los entregó a la extraña. Al volverse hacia Hummok, uno de sus ojos hizo un levísimo guiño. Hummok estaba impresionado: apenas había notado la mancha negra en los dedos engañosamente agarrotados de Wa, y eso que lo estaba observando.

Resultó desconcertante el modo en que los dados tamborilearon en la mano de la desconocida para salir volando de ella con un arco lento que acabó en veinticuatro puntitos vueltos hacia las estrellas.

Algunos de los que poseían una mayor experiencia callejera se alejaron de ella arrastrando los pies, porque una suerte como aquélla podía llegar a ser algo bastante desafortunado en las partidas itinerantes de dados de Wa el Tullido.

La mano de Wa aferró los dados y se oyó un ruido parecido al clic de un gatillo.

—Todos los ochos —dijo entre dientes—. Tanta suerte resulta misteriosa.

El resto de la multitud se evaporó como el rocío y sólo quedaron aquellos hombres corpulentos y de aspecto poco compasivo que, si Wa hubiera pagado alguna vez impuestos, en su declaración habrían aparecido declarados bajo el rubro Bienes y Equipos Esenciales.

—Tal vez no sea suerte —añadió—. Tal vez sea hechicería.

—ESO ME OFENDE EN GRADO SUMO.

—Una vez vino por aquí un hechicero que quería hacerse rico —le explicó Wa—. Pero no recuerdo bien qué fue de él. ¿Muchachos?

—Hablamos con él a fondo…

—… y lo dejamos en el Pasaje del Cerdo…

—… y en la Avenida de la Miel…

—… y en un par más de sitios que no recuerdo.

La desconocida se puso de pie. Los muchachos la rodearon.

—ESTO ES INNECESARIO. SÓLO PRETENDO APRENDER. ¿QUÉ PLACER LE ENCUENTRAN LOS HUMANOS A UNA SIMPLE REPETICIÓN DE LAS LEYES DEL AZAR?

—El azar no pinta nada en esto. Muchachos, echémosle un vistazo.

Los hechos que siguieron no fueron recordados por alma viviente alguna, salvo la de un gato feroz, uno de los miles de la ciudad, que en esos momentos cruzaba el callejón para dirigirse a una cita. Se detuvo y observó con interés.

Los muchachos quedaron clavados con el cuchillo en el aire. A su alrededor, fluctuaba una dolorosa luz purpúrea. La desconocida se quitó la capucha, recogió los dados y los colocó en la mano abierta de Wa. El hombre abría y cerraba la boca; sus ojos intentaban sin éxito no ver lo que tenía delante. Sonriendo.

—TIRA.

Wa logró bajar la vista y mirarse la mano.

—¿Qué apostamos? —susurró.

—SI GANAS, TE ABSTENDRÁS DE HACER ESTOS RIDÍCULOS INTENTOS POR SUGERIR QUE EL AZAR GOBIERNA LOS ASUNTOS DE LOS HOMBRES.

—Sí, sí. ¿Y si… si pierdo?

—DESEARÁS HABER GANADO.

Wa trató de tragar saliva, pero la garganta se le había resecado.

—Ya sé que he mandado matar a muchas personas…

—VEINTITRÉS PARA SER EXACTOS.

—¿Es demasiado tarde para decir que lo lamento?

—SON COSAS QUE NO ME CONCIERNEN. Y AHORA, LANZA LOS DADOS.

Wa cerró los ojos y dejó caer los dados en el suelo, demasiado nervioso para intentar siquiera el lanzamiento especial con efecto. Mantuvo los ojos cerrados.

—TODOS LOS OCHOS. MUY BIEN, NO HA SIDO DEMASIADO DIFÍCIL, ¿VERDAD?

Wa se desmayó.

La Muerte se encogió de hombros, se alejó y sólo se detuvo a hacerle cosquillas en las orejas a un gato callejero que pasaba por ahí. Tarareaba en voz baja. No sabía exactamente qué le había pasado, pero se estaba divirtiendo.

* * *

—¡No podías estar seguro de que funcionaría!

Buencorte tendió las manos con gesto conciliador.

—Es verdad —admitió—, pero pensé ¿qué tengo que perder? —Se apartó.

—¿Qué tienes que perder? —gritó Mort.

Avanzó como una tromba y sacó la flecha de uno de los postes de la cama de la princesa.

—¿No irás a decirme que esto me traspasó? —le espetó.

—Pues te observaba expresamente para comprobarlo —dijo Buencorte.

—Yo también lo he visto —dijo Keli—. Fue horrible. Te salió justo por donde está el corazón.

—Y te vi traspasar una columna de piedra —dijo Buencorte.

—Y yo te vi atravesar a caballo una ventana.

—Sí, pero eso fue cuando estaba de servicio —declaró Mort agitando las manos en el aire—. No era un día cualquiera, es diferente. Y…

Se interrumpió un momento y luego añadió:

—La forma en que me miráis… Esta noche, los de la posada me miraron igual. ¿Qué ocurre?

—Ahora mismo, cuando has agitado las manos, atravesaste el poste de la cama con el brazo —le explicó Keli con un hilo de voz.

Mort se miró la mano y luego dio unos golpecitos en la madera.

—¿Lo veis? Es sólido. Un brazo sólido, madera sólida.

—¿Has dicho que la gente de una posada te miraba? —inquirió Buencorte—. ¿Y qué hiciste entonces? ¿Atravesar la pared?

—¡No! No, yo sólo me tomé una bebida, me parece que se llamaba esfumado…

—¿Esfumino?

—Sí. Sabe a manzanas podridas. Por la forma en que me miraban, cualquiera habría dicho que se trataba de veneno.

—¿Cuánto bebiste? —preguntó Buencorte.

—Una pinta quizá, la verdad es que no estaba pendiente de ello…

—¿Sabías que el esfumino es la bebida alcohólica más potente de aquí a las Montañas del Carnero? —preguntó Buencorte.

—No. Nadie me lo dijo —replicó Mort—. Pero ¿eso qué tiene que ver con…?

—No —dijo Buencorte despacio—, no lo sabías. Hum. Es una pista, ¿no?

—¿Tiene algo que ver con lo de salvar a la princesa?

—Probablemente no. Aunque me gustaría echar un vistazo a mis libros.

—En ese caso, no es importante —dijo Mort con firmeza.

Se volvió hacia Keli, que lo miraba con un leve asomo de admiración.

—Creo que puedo ayudarte —le dijo Mort—. Creo que puedo tener acceso a una magia muy poderosa. La magia impedirá el avance del domo, ¿no es así, Buencorte?

—La mía no. Tendría que ser algo muy, pero muy fuerte, y ni siquiera entonces sé si funcionaría. La realidad es más dura que…

—He de marchar —dijo Mort—. ¡Hasta mañana, adiós!

—Ya es mañana —le recordó Keli.

Mort se mostró ligeramente desanimado.

—Está bien, hasta esta noche, pues —dijo ligeramente contrariado y añadió—: ¡Márchome!

—¿Márchome?

—Así hablaban los héroes —le explicó amablemente Buencorte a la princesa—. El pobre no puede evitarlo.

Mort miró ceñudo al hechicero, sonrió valientemente a Keli y salió de la alcoba.

—Podría haber abierto la puerta —dijo Keli cuando Mort se hubo ido.

—Creo que estaba un poco avergonzado —comentó Buencorte—. Todos pasamos por esa fase.

—¿Cuál, la de atravesar paredes?

—Sí, por decirlo así. En cualquier caso, de tragárselas.

—Me voy a dormir —anunció Keli—. Incluso los muertos necesitan descansar. Buencorte, deja de toquetear esa ballesta, por favor. Estoy segura de que no es propio de un hechicero estar a solas en la alcoba de una dama.

—¿Mmm? Pero no estoy a solas, ¿verdad? Su majestad está conmigo.

—Ésa es precisamente la cuestión, ¿no?

—Ah, sí. Lo siento. Hum. Nos veremos por la mañana, pues.

—Buenas noches, Buencorte. Cierra la puerta al marcharte.

* * *

El sol se asomó por el horizonte, decidió escaparse y comenzó a salir.

Pero todavía pasaría algún tiempo antes de que su luz lenta recorriera el Disco dormido y echara a la noche, y por lo tanto las sombras nocturnas siguieron dominando la ciudad.

Se agolparon entonces alrededor de El Tambor Emparchado, en la calle de la Filigrana, una de las principales tabernas de la ciudad. No era famosa por su cerveza, que más bien parecía orina de doncella y sabía a ácido de batería, sino por su clientela. Se decía que si uno pasaba el tiempo suficiente en El Tambor, tarde o temprano todos y cada uno de los héroes principales del Disco te robaban el caballo.

En el interior, todavía se oían conversaciones animadas, y el aire estaba cargado de humo, a pesar de que el propietario hacía todo aquello que hacen los propietarios cuando creen llegada la hora de cerrar, como por ejemplo apagar algunas luces, darle cuerda al reloj, cubrir con un trapo los grifos de la cerveza y, por si acaso, comprobar dónde está la porra con clavos. Aunque los parroquianos, claro está, no se daban en absoluto por aludidos. Para la mayoría de los clientes de El Tambor incluso la porra con clavos habría sido una mera indirecta.

No obstante, eran lo bastante observadores como para sentirse levemente preocupados por la alta y negra silueta que, acodada en la barra, iba avanzando por ella y bebiéndose cuanto ésta contenía.

Los bebedores solitarios y aplicados siempre generan un campo mental que les asegura una completa intimidad, pero aquella bebedora en particular, despedía una especie de tristeza fatalista que fue vaciando la barra lentamente.

El detalle no preocupaba al tabernero, porque la figura solitaria llevaba a cabo un experimento carísimo.

Todos los bares del multiverso los tienen: esos estantes de botellas pegajosas, de formas raras, que no sólo contienen líquidos de exótica denominación, que normalmente son azules o verdes, sino también ingredientes que las botellas de bebidas verdaderas jamás se dignarían contener, como frutas enteras, trozos de ramitas y, en casos extremados, pequeñas lagartijas ahogadas. Nadie sabe por qué los propietarios de bares almacenan tantas, puesto que todas saben a melaza disuelta en aguarrás. Se ha comentado que sueñan con el día en que alguien entre espontáneamente desde la calle y pida una copa de Corniche de Melocotón Perfumado a la Menta y que, de la noche a la mañana, su establecimiento se convierta en el Local De Moda.

La desconocida iba repasando la estantería.

—¿QUÉ ES ESO VERDE?

El tabernero entrecerró los ojos y leyó la etiqueta.

—Pone que es Coñac de Melón —repuso, dubitativo, y añadió—: Pone que lo embotellaron unos monjes según una antigua receta.

—LO PROBARÉ.

De reojo, el hombre miró las copas vacías que había sobre la barra, algunas de las cuales conservaban restos de macedonia, cerezas en un palito y sombrillitas de papel.

—¿Seguro que no ha tomado ya suficiente? —preguntó.

Le tenía ligeramente preocupado el hecho de no poder distinguir la cara de la desconocida.

La copa, con la bebida cristalizada en los bordes, desapareció en el interior de la capucha para salir vacía.

—NO. ¿Y ESE AMARILLO CON LAS AVISPAS DENTRO?

—Cordial de Primavera, pone aquí. ¿Sí?

—SÍ. Y LUEGO PÓNGAME DEL AZUL CON LAS MOTITAS DORADAS.

—Esto… ¿Abrigo Viejo?

—SÍ. Y LUEGO PASEMOS A LA SEGUNDA FILA.

—¿Cuál le pongo de aquí?

—TODOS.

La desconocida se mantenía bien erguida mientras las copas con sus cargas de jarabe y vegetales varios iban desapareciendo en el interior de la capucha a la velocidad de una cadena de producción.

Ésta es la mía, pensó el tabernero, qué estilo, de ésta me compro una chaqueta roja y quizá ponga en la barra unos cuantos cacahuetes y pepinillos, colocaré unos cuantos espejos en el local y cambiaré el serrín del suelo.

Tomó un trapo embebido en cerveza y le dio unas repasadas entusiastas a la barra, que esparcieron las gotas dejadas por las copas de cordial hasta formar una mancha irisada que se comió el barniz. El último de los parroquianos habituales se puso el sombrero y salió tambaleándose, mascullando entre dientes.

—NO LE VEO LA GRACIA —dijo la extraña.

—¿Cómo dice?

—¿QUÉ SE SUPONE QUE DEBE OCURRIR?

—¿Cuántas copas ha tomado?

—CUARENTA Y SIETE.

—Casi de todo, pues —replicó el tabernero y como conocía su oficio, y sabía qué se esperaba de él cuando un parroquiano bebía a solas a altas horas de la madrugada, empezó a limpiar una copa con el trapo empapado de lavazas y dijo—: Un desengaño amoroso, ¿no?

—¿CÓMO DICE?

—Ahogando las penas, ¿eh?

—YO NO TENGO PENAS.

—No, claro que no. Olvídelo, como si no lo hubiera dicho. —Repasó la copa unas cuantas veces más y luego añadió—: Pensé que le ayudaría tener a alguien con quien hablar.

La desconocida permaneció callada un momento, pensando. Luego preguntó:

—¿QUIERE HABLAR CONMIGO?

—Sí, claro. Se me da bien escuchar.

—NUNCA NADIE HABÍA QUERIDO HABLAR CONMIGO.

—Mira por dónde, es una lástima.

—¿SABE? NUNCA ME INVITAN A IR A FIESTAS.

—Psá.

—TODOS ME ODIAN. TODO EL MUNDO ME ODIA. NO TENGO UN SOLO AMIGO.

—Todos deberíamos tener un amigo —sentenció el tabernero sabiamente.

—CREO QUE…

—¿Sí?

—CREO QUE… CREO QUE PODRÍA HACER AMISTAD CON LA BOTELLA VERDE.

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