Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

Se detuvo delante de un estante de relojes, volvió a echar un vistazo al papel, pasó la mano por la fila y, de pronto, sacó un reloj. La ampolla superior estaba casi vacía.

—Aguanta esto —le pidió—. Si todo es correcto, entonces el otro debería andar por aquí cerca. Ah. Ya lo tengo.

Mort giró los dos relojes para verlos. Uno de ellos tenía todas las marcas de una vida importante, mientras que el otro era rechoncho y sin gracia.

Mort leyó los nombres. El primero parecía referirse a un noble de las regiones del Imperio Ágata. El segundo era una colección de pictogramas que le parecían originarios de Klatch Dextro.

—Andando —le ordenó Albert, burlón—. Cuanto antes te pongas en camino, antes acabarás. Te llevaré a Binky a la puerta principal.

—Oye, ¿a ti te parecen normales mis ojos? —le preguntó Mort ansiosamente.

—Que yo sepa, no les veo nada raro —respondió Albert—. Un poco enrojecidos, tal vez un poco más azules que de costumbre, nada especial.

Mort lo siguió y desanduvieron el camino entre los estantes de relojes; los dos parecían pensativos. Ysabell lo observó mientras sacaba la espada del perchero que había junto a la puerta y probaba su filo blandiéndola en el aire, como hacía la Muerte, mientras sonreía sin alegría al oír el sonido satisfactorio del trueno.

Reconoció su forma de caminar. Andaba majestuosamente.

—¿Mort? —susurró Ysabell.

—¿SÍ?

—Te está ocurriendo algo.

—YA LO SÉ —replicó Mort—. Pero creo que puedo controlarlo.

Desde fuera les llegó el sonido de unos cascos, y Albert abrió la puerta y entró frotándose las manos.

—Muy bien, muchacho, no hay tiempo para…

Mort extendió el brazo con el que empuñaba la espada. Cortó el aire con un ruido como el que hace la seda al rasgarse y fue a sepultarse en la jamba de la puerta, junto a la oreja de Albert.

—ARRODÍLLATE, ALBERTO MALICH.

Albert se quedó boquiabierto. Miró de reojo a la reluciente hoja de la espada, que se encontraba a unos centímetros de su cabeza, y luego entrecerró los ojos con fuerza.

—No te atreverías, muchacho —le dijo.

—MORT.

La sílaba salió disparada de su boca con la misma velocidad de un latigazo, pero con el doble de violencia.

—Existe un pacto —dijo Albert, pero en su voz se oyó un asomo de duda, ligero como el canto de un mosquito—. Existe un acuerdo.

—Pero no conmigo.

—¡Existe un acuerdo! ¿Adónde iríamos a parar si no se cumplieran los acuerdos?

—No sé adónde iría a parar yo —dijo Mort en voz baja—. PERO SÉ ADONDE IRÍAS A PARAR TÚ.

—¡No es justo!

Su voz era un gemido.

—LA JUSTICIA NO EXISTE. SÓLO EXISTO YO.

—Basta —pidió Ysabell—. Mort, te comportas como un tonto. Aquí no se puede matar a nadie. De todos modos, tú no quieres matar a Albert.

—Aquí no. Pero podría mandarlo de vuelta al mundo.

Albert palideció.

—¡Serías incapaz!

—¿Tú crees? Puedo llevarte de vuelta y dejarte ahí. Tengo la impresión de que no te queda mucho tiempo, ¿no es así? ¿NO ES ASÍ?

—No hables de ese modo —le pidió Albert, incapaz de mirarlo a los ojos—. Cuando hablas así te pareces al ama.

—Puedo ser mucho peor que el ama —le advirtió Mort, tajante—. Ysabell, ve a buscar el libro de Albert, ¿quieres?

—Mort, me parece que estás…

—¿TENGO QUE VOLVER A PEDÍRTELO?

Salió corriendo de la habitación, blanca como el papel.

Albert miró a Mort con los ojos entrecerrados, siguiendo la longitud de la espada, y le lanzó una sonrisa torcida, despojada de humor.

—No podrás controlarlo eternamente —le dijo.

—Ni lo pretendo. Sólo quiero controlarlo el tiempo suficiente.

—Ahora estás receptivo, ¿entiendes? Cuanto más tiempo esté fuera el ama, más te parecerás a ella. Aunque será mucho peor, porque te acordarás de todo lo que significa ser humano, y porque…

—¿Qué me dices de ti? —le espetó Mort—. ¿Qué es lo que te acuerdas sobre eso de ser humano? Si volvieras, ¿cuánta vida te quedaría?

—Noventa y un días, tres horas y cinco minutos —respondió velozmente Albert—. Sabía que me seguía la pista. Pero aquí estoy seguro y, después de todo, no es tan mala ama. A veces no sé qué haría sin mí.

—Es cierto, nadie muere en el reino de la Muerte. ¿Y eso te satisface? —le preguntó Mort.

—Tengo más de dos mil años. He vivido más que nadie en el mundo.

Mort sacudió la cabeza.

—Pues no es así. No has hecho más que estirar las cosas. Aquí nadie vive de verdad. En este lugar, el tiempo no es más que una farsa. No es real. Nada cambia. Preferiría morirme para ver qué sucede después a pasarme aquí toda la eternidad.

Albert se pellizcó la nariz con aire pensativo, y finalmente admitió:

—Pues, sí, la verdad es que tú sí. Pero yo fui hechicero, ¿sabes? Y se me daba bastante bien. Erigieron una estatua en mi nombre. Pero un hechicero logra sobrevivir mucho tiempo a costa de hacerse unos cuantos enemigos, enemigos que…, que me esperan al Otro Lado.

Husmeó el aire y luego añadió:

—No todos tienen dos piernas. Algunos ni siquiera tienen piernas. Ni caras. La Muerte no me asusta. Lo que me asusta es lo que viene después.

—Entonces, ayúdame.

—¿Qué sacaré yo de eso?

—Quizá algún día necesites amigos del Otro Lado —respondió Mort. Reflexionó durante unos segundos y agregó—: Yo, en tu lugar, me entretendría en darle a mi alma una limpieza de última hora, no te haría ningún daño. Además, a los que te esperan no les gustaría nada el sabor.

Albert se estremeció y cerró los ojos.

—No sabes nada de aquello de lo que estás hablando —dijo con más sentimiento que corrección gramatical—, de lo contrario, no lo dirías. ¿Qué pretendes de mí?

Mort se lo dijo.

Albert lanzó una risotada aguda.

—¿Sólo eso? ¿Que cambie la Realidad? No se puede. Ya no queda magia lo suficientemente potente. Los Grandes Hechizos podrían haberlo logrado. Sólo ellos. Y sanseacabó. De modo que ya puedes hacer lo que te dé la gana, y te deseo la mejor de las suertes.

Ysabell regresó un tanto agitada; aferraba entre sus manos el último volumen de la vida de Albert. Albert volvió a husmear el aire. La gotita que pendía de la punta de su nariz tenía fascinado a Mort. Estaba siempre a punto de caer, pero nunca reunía el valor suficiente. Igual que él, pensó.

—No puedes hacerme nada con ese libro —dijo el anciano hechicero, cauteloso.

—No lo pretendo. Pero tengo entendido que no se llega a ser un poderoso hechicero diciendo siempre la verdad. Ysabell, lee lo que se está escribiendo.

—«Albert lo miró con incertidumbre», leyó Ysabell.

—No se puede creer en todo lo que está escrito ahí…

—«… dijo, pero en el fondo de su corazón de piedra sabía que Mort podía» —siguió leyendo Ysabell.

—¡Basta!

—«… gritó, tratando de quitarse de la cabeza la certeza de que si bien la Realidad era imparable, al menos se podía aminorar su avance.»

—¿CÓMO?

—«… inquirió Mort con los plúmbeos tonos de la Muerte» —prosiguió Ysabell, obediente.

—De acuerdo, de acuerdo, no hace falta que te molestes en leer mi parte —le espetó Mort, enfadado.

—Perdóname por vivir.

—NADIE ES PERDONADO POR VIVIR.

—Y no me hables así, gracias. Que no me asustas —dijo la muchacha.

Echó un vistazo al libro, donde la línea de escritura que iba avanzando la llamaba mentirosa.

—Dime cómo, hechicero —insistió Mort.

—¡Mi magia es todo lo que me queda! —gimió Albert.

—No la necesitas, viejo miserable.

—No me asustas, muchacho…

—MÍRAME A LA CARA Y REPÍTEME ESO.

Mort chasqueó los dedos imperiosamente. Ysabell volvió a inclinar la cabeza sobre el libro.

—«Albert contempló el azul resplandor de aquellos ojos, y perdió los últimos vestigios de reticencia —leyó la muchacha—, porque lo que veía no era sólo la Muerte, sino la Muerte con todos los aderezos humanos de la venganza, la crueldad y la ira. Y, con una terrible certeza, supo que aquella era la última oportunidad, que Mort lo enviaría de vuelta al Tiempo para perseguirlo hasta darle caza y llevárselo para entregar su cuerpo a las oscuras Dimensiones Mazmorra, donde las criaturas del horror le puntos suspensivos» —concluyó y luego dijo—: Sigue media página llena de puntos.

—Es porque el libro no se atreve siquiera a mencionarlos —susurró Albert.

Intentó cerrar los ojos pero las imágenes de la oscuridad que se alzaba tras sus párpados eran tan vívidas que volvió a abrirlos. Incluso Mort era mejor que eso.

—Está bien —dijo—. Existe un hechizo. Hace que el tiempo transcurra más lento en una pequeña zona. Lo escribiré, pero tendrás que conseguirte un hechicero para que lo pronuncie.

—Está hecho.

Albert se pasó una lengua parecida a una vieja esponja vegetal por los labios secos.

—Pero hay un precio —añadió—. Primero has de cumplir con el Servicio.

—¿Ysabell? —dijo Mort.

Ella miró la página que tenía delante.

—No miente —le advirtió la muchacha—. Si no lo haces, todo saldrá mal y él acabará volviendo al Tiempo de todos modos.

Los tres se volvieron para mirar el enorme reloj que dominaba el pasillo. Su péndulo aserraba despacio el aire, cortando el tiempo en pedacitos.

Mort lanzó un gruñido.

—¡No me queda tiempo! ¡No podré hacer las dos cosas a tiempo!

—Mi ama habría encontrado tiempo —le hizo notar Albert.

Mort arrancó la espada de la jamba de la puerta y la sacudió con furia, pero sin lograr efecto alguno, hacia Albert, que dio un respingo.

—Escríbeme el hechizo —le gritó—. ¡Y date prisa!

Se volvió en redondo y regresó con paso majestuoso al estudio de la Muerte. En un rincón había un enorme disco del mundo, completo, con elefantes de plata maciza montados sobre el caparazón forjado en bronce, de más de un metro de largo, de Gran A’Tuin. Los grandes ríos estaban representados por venas de jade; los desiertos, por polvo de diamantes, y las principales ciudades aparecían indicadas en piedras preciosas; Ankh-Morpork, por ejemplo, era un rubí de vidrio.

Dejó caer los dos relojes aproximadamente en los sitios que les correspondía a sus dos dueños y se desplomó en la silla de la Muerte, mirándolos ceñudo, y deseando que estuvieran más cerca el uno del otro. La silla chirrió suavemente cuando él la hizo girar de un lado al otro al tiempo que lanzaba furibundas miradas al pequeño disco.

Al cabo de un rato, entró Ysabell con paso silencioso.

—Albert ya lo ha escrito —dijo en voz baja—. Lo he comprobado en el libro. No se trata de un truco. Ahora se ha encerrado en su habitación y…

—¡Fíjate en estos dos! ¡Míralos!

—Mort, creo que deberías tranquilizarte un poco.

—¿Cómo voy a tranquilizarme? Fíjate, éste de aquí está casi en el Gran Nef, y éste otro está justo en Bes Pelargic, y de ahí tengo que volver a Sto Lat. Ida y vuelta son quince mil kilómetros, lo mires por donde lo mires. Es imposible.

—Estoy segura de que encontrarás el modo. Y voy a ayudarte.

La miró por primera vez y notó que llevaba el abrigo de salir, el que tenía el enorme cuello de piel.

—¿Tú? ¿Qué podrías hacer tú?

Binky puede llevarnos a los dos sin ningún esfuerzo —dijo Ysabell humildemente. Agitó un paquetito envuelto en papel con gesto vago—. He preparado algo para comer. Podría…, podría abrirte las puertas y cosas así.

Mort lanzó una carcajada nada alegre.

—NO HARÁ FALTA.

—Ojalá dejaras de hablar así.

—No puedo llevar pasajeros. Me entretendrías.

Ysabell suspiró y le dijo:

—Oye, ¿qué te parece esto? Finjamos que hemos discutido y que yo he ganado. ¿De acuerdo? Nos ahorraríamos muchos esfuerzos. Y la verdad, Binky podría mostrarse un tanto renuente a ir si no lo hago yo. Durante todos estos años, le he dado una increíble cantidad de terrones de azúcar. Y bien… ¿nos vamos ya?

* * *

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