Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

—¿Por casualidad no seréis hechicero? —preguntó por si las moscas.

—No, lo siento. ¿Debería serlo?

No me lo parecía, pensó el propietario, porque no camina como un hechicero y además, no fuma nada. Volvió a mirar la jarra de esfumino.

Había allí algo extraño. Había algo extraño en aquel muchacho. No tenía el aspecto adecuado. Parecía…

…más sólido de lo debido.

Aquello era una ridiculez, por supuesto. La barra era sólida, el suelo era sólido, los parroquianos eran tan sólidos como se podía desear. Sin embargo Mort, ahí de pie, con cara de incomodidad, mientras bebía un líquido con el que se podían pulir cucharas, daba la impresión de despedir una solidez particularmente potente, una dimensión de realidad extra. Su pelo era más pelo, su ropa más ropa, sus botas, el epítome del calzado. De sólo mirarlo le entraba a uno dolor de cabeza.

Sin embargo, Mort demostró entonces que, al fin y al cabo, era humano. La jarra se le deslizó de los dedos lastimados y con estrépito cayó sobre las baldosas, donde los restos de esfumino comenzaron a corroerlas. Señaló hacia la pared más alejada mientras abría y cerraba la boca sin poder articular palabra.

Los parroquianos volvieron a sus conversaciones y a zamparse la comida, tranquilos después de haber comprobado que las cosas iban como debían ir; Mort se comportaba ya de un modo perfectamente normal. El propietario, aliviado por el hecho de que la infusión hubiera sido vengada, tendió la mano por encima de la barra y lo palmeó en el hombro con gesto sociable.

—Tranquilo —le dijo—. A todo el mundo le produce este efecto, tendréis jaqueca durante unas cuantas semanas, pero no le deis importancia, un traguito de esfumino y se os pasará todo.

Es bien sabido que el mejor remedio para curar una resaca de esfumino es una copita de lo mismo para reanimarse, aunque sería más exacto decir para sacudirse, para convulsionarse y quedar como si le hubieran pasado a uno por encima con una aplanadera.

Pero Mort se limitó a continuar señalando y con voz temblorosa dijo:

—¿Lo veis? ¡Viene a través de la pared! ¡Está traspasando la pared!

—Son muchas las cosas que atraviesan las paredes después de la primera copa de esfumino. Generalmente, son verdes y peludas.

—¡Es la bruma! ¿No oís como chisporrotea?

—Una bruma que chisporrotea, ¿eh?

El propietario miró hacia la pared: estaba vacía, a excepción de unas cuantas telarañas, y carecía de todo misterio. La urgencia que se apreciaba en la voz de Mort lo perturbó. Habría preferido los acostumbrados monstruos cubiertos de escamas. Con ellos, uno sabía a qué atenerse.

—¡En este momento cruza la habitación! ¿Es que no la sentís?

Los parroquianos se miraron. Mort les causaba inquietud. Más tarde, uno o dos de ellos admitirían que sintieron algo, parecido a un gélido escozor, porque podía haberse tratado de indigestión.

Mort retrocedió y se agarró a la barra. Se estremeció.

—Venga ya —dijo el propietario—, sabemos lo que son las bromas pero…

—¡Antes llevabas puesta una camisa verde!

El propietario se miró. Y con un ligero tono aterrorizado, inquirió:

—¿Antes de qué?

Para sorpresa suya, y antes de que su mano hubiese completado el subrepticio viaje hacia la porra de endrino, Mort se había abalanzado sobre la barra y lo había aferrado por el delantal.

—Tienes una camisa verde, ¿no? ¡La he visto, tenía botoncitos amarillos!

—Pues… sí. Tengo dos camisas. —El propietario intentó erguirse un poco y añadió—: Soy un hombre de recursos. Pero hoy no me la he puesto.

No quería saber cómo se había enterado Mort del detalle de los botones.

Mort lo soltó y giró en redondo.

—¡Están todos sentados en sitios diferentes! ¿Dónde está el hombre que estaba sentado junto al fuego? ¡Lo han cambiado todo!

Salió corriendo, atravesó la puerta y de fuera le llegó un grito ahogado. Volvió a entrar con los ojos desorbitados y se enfrentó al horrorizado grupo.

—¿Quién ha cambiado el cartel? ¡Alguien ha cambiado el cartel!

El propietario se pasó nerviosamente la lengua por los labios.

—¿Después de que muriera el viejo rey, queréis decir?

La mirada de Mort lo dejó helado, los ojos del muchacho eran dos negras lagunas de terror.

—¡Quiero decir el nombre!

—Veréis… es que ha sido siempre el mismo —replicó el hombre y, desesperado, miró a sus clientes en busca de apoyo—. ¿No es así, muchachos? La Cabeza del Duque.

Se oyó un coro de murmullos de conformidad.

Mort miró a todos y a cada uno, visiblemente estremecido. Luego se dio la vuelta y volvió a salir corriendo.

Los allí presentes oyeron el golpetear de unos cascos en el patio, que se fue haciendo cada vez más tenue hasta desaparecer por completo, como si el caballo acabara de abandonar la faz de la tierra.

En el interior de la posada, reinaba el silencio. Los hombres procuraban no mirarse. Ninguno de ellos quería ser el primero en reconocer lo que creían que acababan de presenciar.

De modo que le correspondió al propietario cruzar con paso inseguro la habitación, tender la mano y palpar la familiar superficie de madera de la puerta. Era sólida, íntegra, tenía todo lo que una puerta ha de tener.

Todos habían visto a Mort atravesarla tres veces. Sin abrirla.

* * *

Binky pugnó por ganar altura, elevándose prácticamente en vertical, mientras con los cascos hendía el aire y el aliento partía de él dejando un rastro de vapor rizado. Mort se sujetó con manos y rodillas, pero principalmente con fuerza de voluntad, y sepultó la cara en las crines del caballo. No miró hacia abajo hasta que el aire que lo rodeaba se tornó helado y transparente como salsa de asilo de pobres.

En lo alto, las Luces del Eje fluctuaban silenciosas, por el cielo invernal. Abajo…

…un plato vuelto al revés, de varios kilómetros de diámetro, plateado por la luz de las estrellas. Alcanzó a ver que estaba salpicado de luces. Y que las nubes lo cruzaban.

No. Observó con cuidado. Las nubes iban entrando en él, y había nubes en él, pero las nubes de dentro eran más delicadas y se movían en una dirección ligeramente distinta y, de hecho, no parecían tener demasiado en común con las nubes de fuera. Había algo más… ah, sí, las Luces del Eje. Le daban a la noche que se encontraba fuera del hemisferio fantasmal una ligera tonalidad verdosa, pero debajo del domo no había señales de ella.

Era como mirar un trozo de otro mundo, casi idéntico, que hubiera sido injertado en el Disco. El clima era allí ligeramente distinto, y esa noche, las Luces no se veían.

Y al Disco aquello no le sentaba bien, y lo rodeaba para empujarlo de vuelta a la inexistencia. Desde la altura donde se encontraba, Mort no notaba que iba empequeñeciendo, pero el oído de la mente logró oír el chisporroteo de langosta que soltaba aquella cosa mientras avanzaba aplastante, dejándolo todo tal como debía ser. La realidad se estaba curando.

Sin necesidad de pensar en ello, Mort supo quién se encontraba en el centro del domo. Resultaba evidente, incluso desde semejante altura, que estaba firmemente centrado sobre Sto Lat.

Trató de no pensar en lo que ocurriría cuando el domo se hubiera reducido al tamaño de un cuarto, y luego al de una persona, y luego al de un huevo. No lo logró.

La lógica le habría dicho a Mort que allí estaba su salvación. Un par de días más y el problema se habría resuelto solo; los libros de la biblioteca volverían a estar bien; el mundo habría vuelto a recuperar su forma como un vendaje elástico. La lógica le habría dicho que interferir en el proceso por segunda vez no haría más que empeorar las cosas. La lógica le habría dicho todo eso, si ella no se hubiera tomado también la noche libre.

* * *

En el Disco, la luz viaja bastante despacio, debido al efecto de freno que en ella ejerce el inmenso campo mágico, y en aquellos momentos la parte de la Periferia que contenía la isla de Krull se encontraba directamente debajo de la órbita solar, y por lo tanto, todavía eran las primeras horas del atardecer. Hacía bastante calor, además, puesto que la Periferia absorbe más calor y disfruta de un suave clima marítimo.

De hecho, Krull, que posee una gran parte de lo que, a falta de un término mejor, ha dado en llamarse costa, dispuesta justo al borde de la Periferia, era una isla afortunada. Los únicos krullianos nativos que no apreciaban este detalle eran aquellos que no miraban adónde iban o los sonámbulos y, debido a la selección natural, ya no quedaban muchos. Todas las sociedades poseen un cierto número de marginados o seres periféricos, pero en Krull jamás tenían ocasión de volver a incorporarse al montón.

Terpsic Mims no era un marginado ni un periférico. Era un pescador de caña. Hay una diferencia: pescar con caña es más caro. Pero Terpsic era feliz. Observaba cómo se bamboleaba despacio un corcho con una pluma prendida en las calmas aguas plagadas de juncos del río Hakrull, y tenía la mente casi en blanco. Lo único que hubiera podido estropearle el humor era llegar a coger un pescado, porque coger pescados era la única cosa de pescar con caña que realmente temía. Eran unos bichos fríos, resbaladizos y miedosos que le ponían los nervios de punta, y Terpsic no tenía los nervios en muy buen estado.

Siempre y cuando no pescara nada, Terpsic Mims era uno de los pescadores de caña más felices del Disco, porque el río Hakrull se encontraba a siete kilómetros de su casa, y por lo tanto, a siete kilómetros de la señora Gwladys Mims, con la que había disfrutado seis meses de feliz vida matrimonial. De eso hacía unos veinte años.

Terpsic no prestaba una atención indebida cuando otro pescador de caña hacía acto de presencia y ocupaba un puesto en la orilla. Evidentemente, algunos pescadores se habrían opuesto a semejante violación de la etiqueta, pero según las reglas de Terpsic, todo aquello que redujera sus posibilidades de pescar uno de esos malditos bichos estaba bien.

Por el rabillo del ojo, notó que el recién llegado pescaba con moscas, pasatiempo interesante que Terpsic había rechazado porque al final, uno acababa dedicando demasiado tiempo en casa para preparar el equipo.

Nunca había visto pescar con moscas de aquella manera. Había moscas húmedas y moscas secas, pero aquella mosca cayó al agua lanzando un quejido de diente de sierra y arrancó al pescado de las aguas, pero por la cola.

Terpsic observaba sumido en una fascinación aterrada mientras la figura borrosa que se encontraba detrás de los sauces lanzaba la caña una y otra vez. El agua hirvió cuando toda la población fluvial pugnó por apartarse del camino de aquel terror zumbante y, por desgracia, presa de la confusión, un lucio grande y enloquecido mordió el anzuelo de Terpsic.

En un momento dado, estaba de pie en la orilla, y al momento siguiente se vio en una oscuridad verdosa y resonante, soltando burbujas al respirar y viendo como su vida pasaba veloz ante sus ojos; incluso en el momento de ahogarse, sintió horror ante la idea de tener que contemplar el período que iba desde su boda hasta el presente. Al pensar que Gwladys pronto se quedaría viuda, se alegró un poco. De hecho, Terpsic siempre había tratado de ver el lado positivo de las cosas, y mientras se hundía en el fango, agradecido, cayó en la cuenta de que a partir de aquel momento su vida sólo podía mejorar…

Y una mano lo agarró de los cabellos y lo arrastró a la superficie, que de repente le resultó dolorosísima. Unas espantosas manchas negras y azules le flotaron delante de los ojos. Le ardían los pulmones. La garganta era un tubo de dolor.

Unas manos —manos frías, gélidas, manos que parecían un guante lleno de dados— lo remolcaron por el agua y lo dejaron tendido en la orilla donde, después de unos deportivos intentos por continuar ahogándose, al final acabaron por intimidarlo hasta devolverlo a lo que pasaba por ser su vida.

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