Mort (Mundodisco, #4) – Terry Pratchett

—SÍ —respondió la Muerte—. QUIERO DECIR, SÍ.

—Al parecer, no posee usted ninguna habilidad o talento que nos sean útiles. ¿Ha pensado en dedicarse a la enseñanza?

El rostro de la Muerte se convirtió en una máscara de terror. Bueno, en realidad siempre era una máscara de terror, pero en esta ocasión, la cosa fue intencionada.

—Verá —dijo Keeble amablemente dejando la pluma y juntando las puntas de los dedos—, son raras las veces en que se me presenta la ocasión de encontrarle un nuevo oficio a una… ¿cómo me dijo usted que se llamaba?

—PERSONIFICACIÓN ANTROPOMÓRFICA.

—Ah, sí. ¿Y qué es eso exactamente?

La Muerte ya se había hartado.

—ESTO —repuso.

Por un momento, sólo por un momento, el señor Keeble la vio claramente. Su cara palideció casi tanto como la de la Muerte. Sus manos temblaban convulsivamente. Su corazón farfulló.

La Muerte lo contempló con leve interés, después, de las profundidades de su túnica extrajo un reloj de arena y lo sostuvo en la luz para examinarlo con ojo crítico.

—TRANQUILÍCESE —le sugirió—, TODAVÍA LE QUEDAN UNOS CUANTOS AÑOS.

—Pepepe…

—PODRÍA DECIRLE CUÁNTOS, SI LO DESEA.

Luchando por respirar, Keeble logró sacudir la cabeza.

—¿QUIERE QUE LE TRAIGA UN VASO DE AGUA, ENTONCES?

—Nnnn… nnno.

Y la campanilla de la tienda repiqueteó. Keeble puso los ojos en blanco. La Muerte decidió que le debía algo al hombre. No era justo que perdiera clientela, que obviamente era algo que los humanos valoraban mucho.

Apartó la cortina de abalorios y salió de la trastienda con paso majestuoso; en la tienda se encontró con una mujer pequeña y gordita, con aspecto de pan casero iracundo, que martilleaba el mostrador con un abadejo.

—Es por ese trabajo de cocinera en la Universidad —anunció—. Usted me dijo que era un buen puesto, pero aquello es una desgracia, si viera usted las bromas que gastan los estudiantes… y exijo que… quiero que usted me… no voy a…

Su voz se fue apagando.

—Oiga —dijo al cabo de un rato, pero se la notaba poco convencida de lo que decía—. Usted no es Keeble, ¿verdad?

La Muerte se la quedó mirando. Nunca antes había tenido que aguantar a un cliente insatisfecho. Estaba perdida. Finalmente, se dio por vencida.

—MÁRCHATE, ARPÍA INFECTA, ENGENDRO DE LA MEDIANOCHE —le ordenó.

Los ojillos de la cocinera se entrecerraron.

—¿Me llama usted espía infecta? —inquirió, acusadora, y volvió a golpear el mostrador con el pescado—. Mire usted esto. Anoche era mi calentador de cama y esta mañana era un pescado. Y le pregunto…

—QUE TODOS LOS DEMONIOS DEL INFIERNO TE ARRANQUEN EL ALMA SI NO SALES DE LA TIENDA AHORA MISMO —ensayó la Muerte.

—Yo de eso no sé nada, ¿pero qué me dice de mi calentador de cama? Ése no es lugar para una mujer respetable, intentaron…

—SI ME HICIERAS EL FAVOR DE MARCHARTE —dijo la Muerte, desesperada—, TE DARÉ DINERO.

—¿Cuánto? —inquirió la cocinera con una velocidad que habría sacado varios cuerpos a una cascabel enfurecida y dado un buen susto a un relámpago.

La Muerte sacó su bolsa y echó un montoncito de monedas oscurecidas y verdosas sobre el mostrador. La mujer las examinó con profunda suspicacia.

—Y AHORA VETE YA —le ordenó la Muerte y luego añadió—: ANTES DE QUE LOS ARDIENTES VIENTOS DEL INFINITO CHAMUSQUEN TU CUERPO.

—De esto se va a enterar mi marido —amenazó la cocinera y se marchó de la tienda.

A la Muerte le pareció que ninguna de sus amenazas había sido tan horrenda.

Cruzó otra vez las cortinas con paso majestuoso. Keeble, que seguía encorvado en su silla, soltó una especie de gorjeo estrangulado.

—¡Era verdad! —exclamó—. ¡Creí que era usted una pesadilla!

—PODRÍA OFENDERME POR ESO —declaró la Muerte.

—¿De verdad es usted la Muerte? —inquirió Keeble.

—SÍ.

—¿Por qué no me lo dijo antes?

—LA GENTE PREFIERE QUE NO LO HAGA.

Keeble rebuscó entre sus papeles riéndose como un histérico.

—¿Quiere dedicarse a otra cosa? —preguntó—. ¿Ratoncito Pérez? ¿Hombre del saco? ¿Coco?

—NO SEA TONTO. YO SÓLO SIENTO NECESIDAD DE UN CAMBIO.

Finalmente, después de rebuscar frenéticamente, Keeble logró dar con el papel que necesitaba. Lanzó una risotada enajenada y se lo entregó a la Muerte.

La Muerte lo leyó.

—¿Y ESTO ES UN TRABAJO? ¿A LA GENTE LE PAGAN POR ESTO?

—Sí, sí, vaya a verlo, responde usted perfectamente al perfil. Pero no le diga usted que la envío yo.

* * *

Binky surcaba la noche a galope tendido, mientras bajo sus cascos se extendía el Disco. Mort comprendió entonces que la espada tenía un alcance superior al que había creído, llegaba a las estrellas mismas; la hizo girar por las profundidades del espacio y la enterró en el corazón de una enana amarilla que estalló satisfactoriamente como una nova. Se irguió sobre la silla, la hizo girar por encima de su cabeza y rió al comprobar que la llama azulada se abría en abanico en el cielo dejando un rastro de oscuridad y ascuas.

Y no se detuvo. Mort luchó cuando la espada cortó el horizonte, demoliendo las montañas, secando los mares, convirtiendo los verdes bosques en cenizas y yesca. Oyó voces a sus espaldas, y los gritos breves de amigos y parientes cuando se volvió, desesperado. De la tierra muerta surgían los remolinos de las tormentas de polvo mientras él luchaba por soltar el arma, pero la espada le quemaba como hielo en la mano y lo arrastraba a una danza que no acabaría mientras quedase algo vivo.

Y ese momento llegó, y Mort se quedó solo, con la Muerte, que le decía:

—Buen trabajo, muchacho.

Y Mort le contestaba: MORT.

—¡Mort! ¡Mort! ¡Despierta!

Mort salió despacio del sueño, como un cadáver de un estanque. Luchó contra ello aferrándose a la almohada y a los horrores del sueño, pero alguien le tiraba de la oreja con urgencia.

—¿Mmmf? —dijo.

—¡Mort!

—¿Pssí?

—¡Mort, es mi madre!

Abrió los ojos y se quedó mirando con gesto ausente el rostro de Ysabell. Entonces, los acontecimientos de la noche anterior lo golpearon como un calcetín lleno de arena húmeda.

Mort sacó las piernas de la cama envuelto aún en los restos de su pesadilla.

—De acuerdo —dijo—, iré a verla ya mismo.

—¡Pero si no está! ¡Albert se está volviendo loco! —Ysabell estaba junto a la cama, retorciendo un pañuelo entre las manos—. Mort, ¿crees que ha podido pasarle algo malo?

La miró con gesto ausente.

—No seas estúpida, es la Muerte. —Se rascó.

Tenía calor y notaba la piel reseca y plagada de escozores.

—¡Pero nunca ha estado fuera tanto tiempo! ¡Ni siquiera cuando lo de la gran plaga de Pseudópolis! Tiene que estar aquí por las mañanas para ocuparse de los libros y descifrar los nudos y…

Mort la agarró de los brazos y le dijo tratando de calmarla:

—De acuerdo, de acuerdo. Seguro que no le ha pasado nada. Tranquilízate, que ya iré a ver… oye, ¿por qué tienes los ojos cerrados?

—Mort, ponte algo, por favor —le pidió Ysabell con un tono tenso.

Mort se miró.

—Lo siento —dijo mansamente—, no me había dado cuenta… ¿Quién me metió en la cama?

—Yo —repuso ella—. Pero miré para otro lado.

Mort se puso los pantalones de montar, la camisa, y salió corriendo hacia el estudio de la Muerte, mientras Ysabell le pisaba los talones. Allí encontraron a Albert, saltando de un pie al otro como un pato en una plancha. Al entrar Mort, la expresión del anciano era algo muy semejante a la gratitud.

Mort descubrió, para su asombro, que tenía los ojos empañados de lágrimas.

—No se ha sentado en su silla —gimió Albert.

—Lo siento, pero ¿tan importante es? —inquirió Mort—. Mi bisabuelo se pasaba días fuera de casa si en el mercado había vendido bien.

—Pero ella siempre está aquí —adujo Albert—. Desde que la conozco, todas las mañanas viene aquí a sentarse a su escritorio para trabajar en los nudos. Es su trabajo. Y no ha faltado un solo día.

—Supongo que por un día o dos los nudos podrán aguantarse —dijo Mort.

El descenso de la temperatura le indicó que no era así. Observó sus rostros.

—¿No pueden? —preguntó. Los dos negaron con la cabeza.

—Si no se descifran correctamente los nudos, se destruye todo el Equilibrio —le informó Ysabell—. Cualquiera sabe lo que podría ocurrir.

—¿No te lo ha explicado? —inquirió Albert.

—No. En realidad, sólo he hecho el trabajo práctico. Ella me dijo que más tarde me enseñaría la teoría —repuso Mort.

Ysabell se echó a llorar.

Albert aferró a Mort por el brazo al tiempo que fruncía dramáticamente las cejas, y le indicó que debían hablar a solas. Mort lo siguió a regañadientes.

El anciano hurgó en sus bolsillos y al final extrajo una bolsa de papel arrugada.

—¿Un caramelo de menta? —le ofreció.

Mort sacudió la cabeza.

—¿Nunca te habló de los nudos? —preguntó Albert.

Mort volvió a sacudir la cabeza. Albert chupó su caramelo de menta e hizo un ruido que sonó como el desagüe de la bañera de Dios.

—¿Cuántos años tienes, muchacho?

—Mort. Dieciséis.

—Un muchacho debe saber ciertas cosas antes de cumplir los dieciséis —comenzó Albert mirando por encima del hombro a Ysabell, que lloraba sentada en la silla de la Muerte.

—Ah, era eso. Mi padre ya me lo explicó cuando llevábamos a las margas a que las cubrieran. Cuando un hombre y una mujer…

—Me refería al universo —se apresuró a aclarar Albert—. Quiero decir, ¿alguna vez te has detenido a pensar en el universo?

—Sé que el Disco viaja por el espacio a lomos de cuatro elefantes que están de pie sobre el caparazón de Gran A’Tuin —repuso Mort.

—Eso es sólo parte del tema. Me refería al universo entero del tiempo y el espacio, la vida y la muerte, el día y la noche y todo lo demás.

—La verdad es que no me había parado demasiado a pensar en eso —admitió Mort.

—Ah. Pues deberías. La cuestión es que los nudos forman parte de todo ello. Impiden que la muerte se descontrole, ¿sabes? Pero no ella, no la Muerte. Sino la muerte en sí. Porque…, esto… —Albert pugnó por encontrar las palabras adecuadas—, esto…, pues la muerte debería producirse exactamente al final de la vida, y no antes o después, y los nudos han de ser descifrados para que la clave tenga sentido…, no me estás siguiendo, ¿verdad?

—Lo siento.

—Han de ser descifrados —dijo Albert, categórico—, y así se cobran las vidas correctas. Los relojes de arena, como los llamáis vosotros. El Servicio en sí es lo fácil del trabajo.

—¿Puedes descifrarlos tú?

—No. ¿Y tú?

—¡Tampoco!

Albert chupó pensativamente su caramelo de menta.

—O sea, que todo el mundo a hacer puñetas —dijo.

—Mira, no entiendo por qué estás tan preocupado. Supongo que se habrá entretenido en alguna parte —sugirió Mort.

Pero incluso a él le pareció poco convincente. Porque no era que la gente tuviera por costumbre enganchar a la Muerte para contarle otro cuento, o la palmearan en la espalda para decirle cosas como «Venga, que tienes tiempo para una caña rápida, chica, no tienes por qué irte corriendo a casa», o la invitaran para formar parte de un equipo de bolos, o a salir después a comprar comida klatchiana hecha, o… Entonces, de repente, Mort comprendió con terrible patetismo que la Muerte debía de ser la criatura más solitaria del universo. En la gran fiesta de la Creación, ella estaba siempre en la cocina.

—No tengo ni idea de qué le pasa últimamente a mi ama —masculló Albert—. Sal de esa silla, niña. Echemos un vistazo a estos nudos.

Abrieron el libro mayor.

Se lo quedaron mirando un rato largo.

Finalmente, Mort preguntó:

—¿Qué significan todos esos símbolos?

—Que me asen —murmuró Albert por lo bajo.

—¿Qué significa eso?

—Que no tengo ni idea.

—Eso es jerga de hechicero, ¿no? —dijo Mort.

—¡Déjate de hablar de jergas de hechicero! No sé nada sobre jergas de hechicero. Y utiliza tu cerebro para descifrar esto.

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